Saturday, September 08, 2012

TAUTOLOGÍA Y METACINE / Por Carlos Losilla

Cine en el cine
Tautología y Metacine
(*)


Por Carlos Losilla
(*) Agradecemos especialmente la cortesía de Carlos Losilla por su predisposición y generosidad para cedernos este texto de su autoría, del año 1994, y publicado originalmente como “Tautología y Metacine”, dentro del capítulo “Cine en el cine”, en Revista Vértigo, Ateneo da Coruña, nº 10, 2004, páginas 16-21.
  Los aromas de la posmodernidad

En estos tiempos que corren, cuando el mismísimo Steven Spielberg se empeña tenazmente en pregonar su vocación “documentalista” a costa esta vez de la causa judía, ya nadie parece acordarse de que hace sólo unos años el cine contemporáneo se dedicaba a recorrer unos derroteros muy distintos. El realismo, sea lo que fuere, no estaba de moda, y los usos y costumbres cinematográficos transitaban más bien los senderos de la repetición y la reproducción, la revisitación y el calco, el artificio y el dejà vu.
De este modo, quienes ahora parecen tan afectos a las posibilidades imitativas del cine, a su capacidad testimonial, no siempre mostraron esta tendencia hacia la crónica verista, y mucho menos durante las vorágines posmodernas de los felices 80. Para seguir con el santón Spielberg, por ejemplo, resulta absolutamente imposible discernir dónde se encontraba su vena vérité cuando ilustraba las variopintas vicisitudes de Indiana Jones en selvas y desiertos, o cuando aligeraba lagrimales ajenos mediante tiernos extraterrestres de diversas catadura y condición. Mandaban entonces la parodia amable, la mezcla de géneros y el vértigo de la narración: referencias del cine a su propio pasado. Y nadie parecía querer enfrentarse al universo estridentemente real que se desarrollaba a su alrededor.
Así las cosas, lo curioso del asunto es que las películas-emblema del posmodernismo de los años 80 fueran precisamente las que menos se lo propusieron. Y, en este sentido, La rosa púrpura del Cairo (The purple rose of Cairo, 1985) es ya una referencia obligada aunque sea en su propia contra, pues aquí el futuro y descarno cronista de Maridos y mujeres (Husbands and wives, 1992) ostenta aún un talante juguetón, lúdico y proteico a pesar de su desgarro interno: si el personaje cinematográfico Jeff Daniels es capaz de materializarse literalmente en la vida cotidiana de la camarera Mia Farrow, esporque en los 80 todo valía, como cantaba Kate Capshaw al principio de Indiana Jones en el templo maldito (Indiana Jones and the temple of Doom, 1984), y las meras apariencias, incluidas las fílmicas, podrían ser tan palpables como la mismísima realidad, hasta el punto de llegar a sustituirla.
Todo esto viene a cuento, claro está, de que el posmodernismo cinematográfico de los 80 –o llámese como se quiera: el hábito no hace al monje– puede hoy contemplarse en el fondo como una mera repetición de esquemas, un comentario irónico sobre el propio pasado del cine y los mecanismos que ha ido inventando a los largo de los años, y eso en Spielberg, entre otros muchos, no nos dejará mentir. Pero a la vez podemos y debemos referirnos a él –o a algunas de sus muestras– como una de las modalidades más sutiles y fructíferas de lo que se ha venido en llamar cine dentro del cine: como muy bien deja ya patente La rosa púrpura del Cairo, no hacía falta situar explícitamente ese concepto en pantalla –entendámonos: la película dentro de la película– para percatarse de que el espectador de los años 80 parecía estar viviendo eternamente en un mundo de luces y sombras en perpetuo movimiento. 

Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo (The purple rose of Cairo, Woody Allen, 1985)

1a Parte: Un idealismo de la repetición

¿Qué a dónde pretendo ir a parar? Pues a la preposición de partida según la cual lo que sucedió en la pasada década no fue otra cosa que la culminación de una larga tradición, la sublimación de lo que hasta entonces sólo se había ilustrado mediante el artificio cariñosamente parodiado en La rosa púrpura del Cairo: en otras palabras, la conversión del concepto cine dentro del cine en fundamento y razón de ser del cine mismo, y la promulgación de una ley no escrita según la cual ya no hacía falta mostrar una cámara o una pantalla en una película para que ésta pudiera hablar de cine.
Hablar de cine. Cámaras y pantallas. El proceso seguido a lo largo del tiempo por este acto autorreferencial había sido largo y sinuoso, uniendo indefectiblemente y constantemente ese concepto a esos objetos, y quizá por eso su discurso en muy pocas ocasiones se había movido de los límites ya definitivamente establecidos y fijados en los 80: el enfrentamiento entre lo real y su réplica, entre un universo de ilusiones (óptimas) y lo que pretendía reflejar, oposición escindida a su vez en dos situaciones concretas y características, a saber, el discurso sobre el mundo físico del cine  –ante todo Hollywood– y el discurso sobre la realidad y la apariencia.
No es cuestión ahora de hacer un repaso, por sucinto que sea, a la presencia de esas modalidades a lo largo de la historia del cine. Ni el espacio ni las características de estas líneas lo permiten. Pero déjenme, en su lugar, instaurar una especie de hilo conductor: aquel que podría ir, pongamos por caso, desde el sólido primitivismo de Espejismos (Show people, 1928), de King Vidor, hasta la desbordante sostificación de Dos semanas en otra ciudad (Two weeks in another town, 1962), de Vincent Minnelli. O en otras palabras: de un vigoroso relato de Hollywood dorado, reflejo de un universo ya decadente y marchito, donde importa más la sombra que la propia figura que la proyecta, la apariencia que la realidad que sustenta.
Esta línea alcanza su culminación, claro está, en la vorágine de los años 50, cuando están desapareciendo ya los últimos vestigios del clasicismo y el comentario superficial sobre el mundo del cine puede unirse con toda facilidad a la reflexión sobre lo que muestra y la manera de mostrarlo, sobre su propia condición de reproductor de apariencias y su relación con un mundo pretendidamente real que está pareciéndose cada vez más a aquellos que refleja. Si el clasicismo establecía una relación de poder dialéctica con la realidad, el manierismo –otra denominación sin duda gratuita: pueden sustituirla ustedes por la que deseen– la aborda ya de igual a igual, pues el cine ha alcanzado ya ese estadio en el que, como ocurrió en su momento en todas las demás artes, su propio mecanismo de reproducción se revela, se autoexpone ante el espectador, como simple imitador de la naturaleza.
De ahí que los años 50 sean especialmente pródigos en películas que hablan sobre el mundo de Hollywood desde ese punto de vista no sólo crítico o testimonial, sino también discursivo con respecto a las características del cine como arte tradicional. El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, abre el fuego, pero le siguen un montón de reconocidas obras maestras: Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, 1952), de Donen y Kelly: La condesa descalza (The barefoot contessa, 1954), de Mankiewicz; Ha nacido una estrella (A star is born, 1954), de Cukor; o incluso Cautivos del mal (The bad and the beautiful, 1952), otra vez de Minnelli, por citar sólo las más excelsas.
En estas películas en las que Hollywood se contempla a sí mismo desde adentro, lo que importa no es tanto el ácido retrato de un universo claustrofóbico como la lúcida comprobación de aquello que se ha convertido: un grupo humano aplastado contra unos decorados que son ya la razón de ser de su existencia, una sociedad endogámica que ha perdido el sentido de la realidad  y se limita a vivir en un mundo de falso lujo y de mentiras en el que ni siquiera ella misma cree, una tribu aparentemente autosuficiente que se alimenta en su vida cotidiana de aquello que ella misma se dedica a crear en su trabajo diario, es decir, pasiones desmesuradas, mitos ficticios, autoimposiciones asfixiantes…
La realidad de Hollywood y la apariencia de las películas que produce, pues, se confunden en un único amasijo. Y lo que ocurre entonces es que el cine, como decíamos, empieza a tomar conciencia de sí mismo como arte: la vida es sueño, nada es real, y Calderón se convierte en Minnelli para ratificar que el arte de la representación –sea literatura, pintura, teatro o cine– no es otra cosa que la sombra de una sombra, lejos de la vocación más o menos objetivista esgrimida durante el clasicismo. Mayor de edad, y por eso ya lúcido y desengañado, el cine se pone así a la altura de sus hermanos y puede por fin contemplarse así mismo como lo que en realidad parece ser. Pero a la vez ese giro hacia su propia condición no puede ser más superficial: preocupado por equipararse a las demás artes como creador de apariencias, se olvida de su propia especificidad como discurso y como dispositivo.
Volvamos, sin embargo, a las películas citadas para acabar de aclarar las cosas. Y examinamos detenidamente la evolución de los protagonistas de El crepúsculo de los dioses, La condesa descalza, Ha nacido una estrella o Dos semanas en otra ciudad, por escoger cuatro de las mencionadas. Personajes más o menos vírgenes al principio de los respectivos films que acaban mordiendo el polvo de la desilusión y el desengaño, víctimas inocentes destruidas no sólo por el universo de odios y envidias en el que se introducen inapropiadamente sino también por el mundo de apariencias y mentiras que se crean a su alrededor. La mera formulación de este itinerario ya resulta desmesurada, bigger tan life: es la eterna lucha del ideal contra la realidad, y la subsiguiente e inevitable derrota del ser puro e inmaculado en manos de la corrupción, el vicio y la injusticia.
Así pues, como ocurría con el funcionamiento de sus mecanismos formales –condenados a reflejar únicamente la sombra de una sombra, el reflejo de un reflejo–, también los protagonistas de estas películas vienen a añadir sus desventuras a la ya larga tradición artística del idealismo galopante, de la vida como valle de engañosas sombras que es a la vez un valle de dolorosas lágrimas, concepción mítica y arquetípica de evidentes raíces platónicas y judeocristianas.
Actuando como una metáfora de una existencia condenada al desamparo y a la muerte, los destinos de estos personajes se desarrollarían así en el marco de un mundo engañoso y cruel en el que nada es lo que parece. Y la ideología resultante ostentaría el estandarte de un idealismo acumulativo en el que le juego de espejos se multiplicaría hasta el infinito. El fenómeno de cine dentro del cine vería así paralizada la autoindagación sobre su propia naturaleza por culpa de un reflejo narcisista: aquel que le llevaría a hablar continuadamente de sí mismo si en realidad hablar de lo que terminaría siendo pura e improductiva tautología.
 
Kirk Douglas en Dos semanas en otra ciudad (Two weeks in another town, Vincent Minelli, 1962)

2a Parte: El itinerario del descubrimiento

No resulta casual, entonces, que una de las películas más representativas de esta tendencia se titule precisamente Vida en sombras (1948), ni que su tema sea el de la confusión entre la existencia cotidiana y el poder mágico del cine. Lo que sí ya es más extraño el que ese film emblemático no sea norteamericano, sino español, y que además sueño de producción se adelante un poco al de las muestras hollywoodienses que acabamos de exponer: sin duda, la atipicidad tanto de la industria española de aquellos años como de la película en cuestión apuntan, en este sentido, más hacia la rareza de un iluminado que hacia una mayor madurez de la cinematografía española con respecto a la norteamericana, caso decididamente improbable en el contexto de la (de cualquier) época.
Lo cierto, por lo tanto, es que hay que contemplar Vida en sombras como un caso aislado en el entorno español, sí, pero a la vez producto absolutamente típico de su época, sin distinción de nacionalidades e industrias, en lo referente al tratamiento del concepto de cine en cuanto lenguaje representativo sin más y en cuanto lenguaje específico. Por un lado, así, el film de Lorenzo Llobet Gracia transitaría los caminos antes expuestos: una visión idealista del cine con respecto a la vida. Pero, por otro lado, trascendería ese presupuesto y, en su calidad de trabajo más o menos ajeno a la industria establecida, más o menos experimental, tendría la capacidad y la libertad suficientes para exponer esa visión idealista de un modo ya explícitamente referido al cine como tal, es decir, sin conexión alguna, o casi, con las demás artes de la representación, algo que sí ocurre en los films de Minnelli, Cukor o Wilder.
Empecemos por este último ítem, puesto que parece ser el más novedoso, Vida en sombras es la historia de un cinéfilo (Fernando Fernán Gómez) finalmente convertido en cineasta, y en este sentido la película utiliza el discurso del cine dentro del cine desde un punto de vista muy parecido, estructuralmente hablando, al de, pongamos por caso, Ha nacido una estrella: la entrega total y absoluta del protagonista al universo cinematográfico supondrá su propia perdición y la de sus seres más queridos, incluyendo a su esposa, muerta durante la guerra civil mientras él se dedica a filmar los primeros combates callejeros en la ciudad de Barcelona.
Sin embargo, y como puede comprobarse, hay algo que distingue a Vida en sombras de las demás películas que podrían comparársele: la exposición de ese conflicto básico no sólo tiene lugar en una radicalización de la premisa argumental –la obsesión por el cine se convierte en la obsesión por el cine y por filmar, con lo cual la confrontación entre apariencia y realidad se traslada al hecho físico y explícito de captar esa realidad y convertirla en apariencia–, sino que esa misma radicalización llega a impregnar la propia puesta en escena hasta dotarla de un espesor puramente cinematográfico, que ya no le debe nada a ningún otro arte: véanse, para ejemplificar esto, la escena en la que el protagonista nace a la vida –y al cine– en una barraca de feria, durante los albores del mudo, o aquella otra en que se resume su noviazgo con su futura esposa por medio de las películas caseras que le dedica.
Este tratamiento casi vanguardista de la puesta en escena, no obstante, choca frontalmente con el discurso central del film, pues no hay en él un abordaje del asunto expuesto en términos lingüísticos, sino simplemente una reflexión existencial sobre el tema: el cine entendido como un proceso casi mágico que va desde el descubrimiento de la realidad y de la vida –el mundo exterior, la amistad, el amor– hasta su propia aniquilación –la muerte de su esposa– culminando todo ello en la redención final, precipitada por una angustiosa revisión de Rebeca (Rebecca, 1940) y por el convencimiento de que la creación de imágenes es en el fondo una recreación de la vida. (En la última escena, el protagonista se enfrenta a la realización de su primera película, y con ello parece purgar todos sus pecados, limpiar su culpa y alcanzar la paz).
La conclusión pertenece, pues, a pesar de las apariencias, al mismo ámbito idealista de los films de Minnelli o Mankiewicz: el cine sigue siendo algo casi inexplicable, una fuerza superior capaz de actuar sobre la vida de las personas a la manera de una revelación, como por imposición divina… Pero la variación añadida también tiene su importancia: el cine también puede estar físicamente en manos del hombre normal –y no sólo de la maquinaria industrial/hollywoodiense– para el que la cámara puede convertirse entonces en la herramienta de un doble descubrimiento, el del universo circundante y el del propio interior humano. Vida en sombras demuestra así que el mecanismo fílmico del cine dentro del cine no tiene por qué someterse únicamente al reino de la tautología: su propia capacidad transitiva, de apertura hacia el mundo, le muestra capaz de abarcar todo un abanico de posibilidades que, sin embargo, la cinematografía llamada comercial no empezará a explorar hasta mucho más tarde.
En efecto, el proceso que va desde el tratamiento del cine dentro del cine como puro idealismo tautológico hasta su aprehensión como mecanismo de conocimiento del medio y de la realidad, de comentario sobre el propio arte y su relación dialéctica con el exterior, es en realidad un itinerario –como bien se encarga de formalizar Vida en sombras– que debe pasar forzosamente por el cine entendido como descubrimiento del efecto de las cosas en uno mismo, etapa inmediatamente previa ala del cine entendido como descubrimiento de las cosas en sí mismas, que es hacia donde parece dirigirse el cine moderno. Y este trámite del subjetivismo al objetivismo, del naturalismo al materialismo, de la tautología al metacine, en lugar alguno aparece más diáfanamente reconstruido que en una peliculita aparentemente pequeña, incluso nimia, que en realidad es una de las grandes obras maestras –a pesar de sus claras deficiencias– del cine dentro del cine: Un espía en Hollywood (The errand boy, 1961), de Jerry Lewis.
Hay una escena en la que el film resume perfectamente las intenciones de su discurso. Hacia el final, el chico-para-todo Jerry se persona en un plató de la Paramutual Pictures –para la cual trabaja–, en el que se está celebrando improvisadamente el cumpleaños de una estrella particularmente ridícula. Su misión, esta vez reciclado de camarero, es abrir una enrome botella de champagne que servirá, evidentemente, para mojar el evento. Casualmente, las cámaras que a poco antes estaban rodando una escena con la estrella continúan ahora filmando el acontecimiento, sin duda con destino a algún noticiario de la casa. Y en esas estamos cuando Jerry intenta abrir el botellón y, claro está, su habitual torpeza provoca la catástrofe: interminables litros de preciado líquido se precipitan sobre los presentes –incluyendo la patética diva– en una imparable lluvia de champagne. La cámara –la del Lewis director– retrocede entonces lentamente y una muestra una pantalla y una sala de proyección: los ejecutivos del estudio y un director neoyorquino –recuérdese a Cassavettes– están contemplando la escena, casualmente filmada, y partiéndose de risa. Ante las protestas del presidente de la compañía, el director neoyorquino inicia un discurso sobre la espontaneidad y la captación de la realidad en el cine: los tiempos están cambiando, y Jerry representa esa modernidad que quienes admiraban a la artificiosa diva no pueden entender.
¿Qué ha ocurrido? Es muy sencillo. Si Vida en sombras planteaba ya un interrogante básico sobre el futuro de la autorrepresentación del cine entendido como tal, un paso más allá de la simple exhibición manierista, Un espía en Hollywood va mucho más lejos y se centra inequívocamente en el propio dispositivo fílmico: ya no se pregunta si el cine puede descubrirnos la realidad, es decir, si es capaz de redimirnos del infierno de nuestras conflictivas relaciones con el mundo, sino simplemente si puede reflejar esa realidad, y si ese reflejo, a su vez, puede conducirnos a la esencia, no ya de nosotros mismos, sino de las propias cosas.
Hay pues, una verdadera proclama fílmica en esa secuencia lewisiana: el cine dentro del cine ya no es un hecho meramente tautológico, como ocurría en el manierismo de los 50, ni siquiera un arma de subjetivación idealista, como proponían ciertas vanguardias contemporáneas. En su calidad de instrumento de demostración metacinematográfica, debe, por el contrario, conducirnos a una clarificadora conclusión: la de que la revelación de la realidad por parte del cine no pasa por un acto de transformación mágica, como ocurría en Vida en sombras, sino por el simple contacto con su esencia, por estúpida y absurda que sea. La mostración del cine en el interior del cine alcanza así el estadio de la modernidad, de la simple tautología convertida en metacine. 

Vida en sombras (Lorenzo Llobet Gracia, 1948)


Epílogo: El vendaval del nuevo realismo

No es de extrañar, así, que los aromas posmodernos acabaran ahogando un poco esta libertad experimental, ni que las películas como La rosa púrpura del Cairo –calidades aparte– supusieran una vuelta atrás en las posibilidades metacinematográficas del cine dentro del cine: no estaba el horno de los 80 para bollos rossellinianos. Los resistentes han tenido que refugiarse en la más pura radicalidad, y de ahí que las películas que intentan hablar sobre el cine hayan debido renunciar incluso a la representación del propio cine en la pantalla.
Es el caso, en plena década del vacío, de Sans Soleil (1983), la obra maestra de Chris Marker sobre la capacidad del cine para salvaguardar la imagen y la memoria. Pero ese es el caso también deY la vida continúa (Zendegi va digar hich, 1992), de Abbas Kiarostami, y de El sol del membrillo (1992), de Víctor Erice, sendas reflexiones sobre el cine y su relación con la realidad en las que el fenómeno del cine dentro del cine se ve obligado a limitarse al nivel intratextual.
Estos nuevos aires prorrealistas que parecen invadirnos y que mencionábamos al principio, ¿conseguirán, pues, sacar a la profundización metacinetamográfica de ese gueto minoritario y experimental, para volver a incluirla en el por otra parte esquivo género del cine dentro del cine? ¿O quizá este último deberá seguir limitándose a la tautología del autoanálisis y la reflexión más específicas? En cualquiera de los dos casos podrán surgir buenas películas, pero sólo en el último el cine contemporáneo habrá sabido valerse de una coyuntura determinada para sumergirse, quizá de una vez por todas, en sus propios mecanismos de representación.

Sans Soleil (1983), la obra maestra de Chris Marker

Acerca de Carlos Losilla

Nace en Barcelona, en 1960. Ensayista, crítico cinematográfico y literario, y profesor de Teorías del Cine de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, así como del Máster de Documental de la Universitat Autònoma de Barcelona.
También ha impartido clases en el Taller de Crítica Literaria organizado por la Associació Catalana de Critics i Escriptors Cinematogràfics y el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona.
De 1998 a 2006, coordinó los libros de cine de Ediciones Paidós y dirigió la colección Sesión Continua. Es autor de El cine de terror. Una introducción (1993); Taxi Driver / Johnny Guitar (1996); el cuento “En ausencia de Isabel” (del libro colectivo Homenaje a Casanova, 1998); La invención de Hollywood o cómo olvidarse de una vez por todas del cine clásico (2003); y los ensayos-novela En busca de Ulrich Seidl (2003) y El sitio de Viena. Huellas de Fritz Lang (2007); además de coordinador de Paul Schrader, el tormento y el éxtasis (1995); La mirada oblicua. El cine de Robert Aldrich (1996); Richard Fleischer, entre el cielo y el infierno (1997); y Karel Reisz o el exilio permanente (1998), los tres primeros con José Antonio Hurtado.
Presidente de la Asociación Catalana de Críticos y Escritores Cinematográficos entre 1999 y 2001, así como miembro de la Asociación Española de Historiadores del Cine (en varios de cuyos congresos ha participado activamente, tanto en el comité organizador como en el científico) y de la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, colaborando asiduamente en las revistas Dirigido por…, Nosferatu y Archivos de la Filmoteca, además de haber escrito diversos artículos para muchas otras publicaciones literarias y cinematográficas (El Observador, El Híbrido, Transversal, Lateral, Viridiana, Bandaparte), impartido cursos y conferencias en diferentes instituciones y universidades, formado parte del jurado o del comité asesor o de selección en gran parte de los festivales del ámbito español (San Sebastián, Sitges, Cinema Jove de Valencia, Alcalá de Henares, Gijón) y comisariado una exposición sobre el cine de ciencia ficción.
Ha ejercido la crítica cinematográfica en el diario Avui y colabora en el suplemento “Culturas” del periódico La Vanguardia, y ha sido parte del Consejo de Redacción de Cahiers du Cinéma (España). En la actualidad forma parte del Consejo de Redacción de Caimán. Cuadernos de Cine (http://www.caimanediciones.es/) y desde 2010 colaborador de lujo de GRUPOKANE (Revista de Cine y Artes Audiovisuales).

 

No comments: