Sunday, January 30, 2011

PRIMER MANIFIESTO DEL TEATRO DE LA CRUELDAD / Antonin Artaud







El Teatro de la Crueldad

Primer Manifiesto (1932)




Artaud (1896-1948): árbol incandescente en un territorio yermo. Actor en Juana de Arco de Dreyer; hebra inspirada dentro del surrealismo, que lo expulsa al poco tiempo por negarse al compromiso político partidario. Primera expulsión, existencia en la soledad y una frontera, que luego cobrará la forma de los largos períodos de internación psiquiátrica que Artaud padecerá. En 1933, concibe el primer manifiesto del Teatro de la Crueldad. Su intención es verter un fuego arcaico sobre la escena teatral. Le reprocha al teatro clásico el exceso de preocupación por los conflictos humanos, la separación entre público y escenario, y el predominio del texto sobre el cuerpo y su gestualidad. El teatro debe ser altar vibratorio donde el hombre se reúna con fuerzas cósmicas divinas; el teatro debe convertir al espacio en cuarzo mágico donde la percepción humana se acalore en una luz trascendente. De ahí la valoración de Artaud del teatro oriental, balinés, donde el cuerpo expresa, a través del gesto y el color, el encuentro entre lo humano y un mundo mítico y divino, universal y ancestral. La pasión de Artaud por un arte sensitivo fogonea su célebre viaje al país de los tarahumaras, pueblo indígena de México, en 1936. Su deseo es convivir con seres que aún perciban el universo como fucilazo sagrado. Además de la relación entre el Teatro de la Crueldad y el Oriente, Artaud atisba una profunda afinidad entre el teatro auténtico (teatro arquetípico en su denominación) y la alquimia. Desde este momento de Temakel, es nuestro próposito alentar un encuentro con Artaud, la lectura sensible de su mundo creador que es prolongación del asombro del hombre arcaico ante el enigmático juego de fuerzas sagradas del universo.



No podemos seguir prostituyendo la idea del teatro, que tiene un único valor: su relación atroz y mágica con la realidad y el peligro.

Así plateado, el problema del teatro debe atraer la atención general, sobreentendiéndose que el teatro, por su aspecto físico, y porque requiere expresión en el espacio (en verdad la única expresión real) permite que los medios mágicos del arte y la palabra se ejerzan orgánicamente y por entero, como exorcismos renovados. O sea que el teatro no recuperará sus específicos poderes de acción si antes no se le devuelve su lenguaje.

En vez de asistir en textos que se consideran definitivos y sagrados importa ante todo romper la sujeción del teatro al texto, y recobrar la noción de un especie de lenguaje único a medio camino entre le gesto y el pensamiento.

Este lenguaje no puede definirse sino como posible expresión dinámica y en el espacio, opuesta a las posibilidades expresivas del lenguaje hablado. Y el teatro puede utilizar aún de este lenguaje sus posibilidades de expansión (más allá de las palabras), de desarrollo en el espacio, de acción disociadora y vibratoria sobre la sensibilidad. Aquí interviene en las entonaciones, la pronunciación particular de una palabra. Aquí interviene (además del lenguaje auditivo de los sonidos) el lenguaje visual de los objetos, los movimientos, los gestos, las actitudes, pero sólo si prolongamos el sentido, las fisonomías, las combinaciones de palabras hasta transformarlas en signos, y hacemos de esos signos una especie de alfabeto. Una vez que hayamos cobrado conciencia de ese lenguaje en el espacio, lenguaje de sonidos, gritos, luces, onomatopeyas, el teatro debe organizarlo en verdaderos jeroglíficos, con el auxilio de objetos y personajes, utilizando sus simbolismos y sus correspondencias en relación con todos los órganos y en todos los niveles.

Se trata, pues, para el teatro, de crear una metafísica de la palabra, del gesto, de la expresión para rescatarlo de su servidumbre a la psicología y a los intereses humanos. Pero nada de esto servirá si detrás de ese esfuerzo no hay una suerte de inclinación metafísica real, una apelación a ciertas ideas insólitas que por su misma naturaleza son ilimitadas, y no pueden ser descritas formalmente. Estas ideas acerca de la Creación, el Devenir, el Caos, son todas de orden cósmico y nos permiten vislumbrar un dominio que el teatro desconoce hoy totalmente, y ellas permitirán crear una especie de apasionada ecuación entre el Hombre, la Sociedad, la Naturaleza y los Objetos.



No se trata, por otra parte, de poner directamente en escena ideas metafísicas, sino de crear algo así como tentaciones, ecuaciones de aire en torno a estas ideas. Y el humor con su anarquía, la poesía con su simbolismo y sus imágenes nos dan una primera noción acerca de los medios de analizar esas ideas.

Hemos de referirnos ahora al aspecto únicamente material de ese lenguaje. Es decir, a todas las maneras y medios con que cuenta para actuar sobre la sensibilidad.

Sería vano decir que incluye la música, la danza, la pantomima, o la mímica. Es evidente que utiliza movimientos, armonías, ritmos, pero sólo en cuanto concurren a una especie de expresión central sin favorecer a un arte particular. Lo que no quiere decir tampoco que no utilice hechos ordinarios, pasiones ordinarias, pero como un



trampolín, del mismo modo que el HUMOR-DESTRUCCIÓN puede conciliar la risa con los hábitos de la razón.

Pero con un sentido completamente oriental de la expresión, ese lenguaje objetivo y concreto del teatro fascina y tiende un lazo a los órganos. Penetra en la sensibilidad. Abandonando los usos occidentales de la palabra, transforma los vocablos en encantamientos. Da extensión a la voz. Aprovecha las vibraciones y las cualidades de la voz. Hace que el movimiento de los pies acompañe desordenadamente los ritmos. Muele sonidos. Trata de exaltar, de entorpecer, de encantar, de detener la sensibilidad. Libera el sentido de un nuevo lirismo del gesto que por su precipitación o su amplitud aérea concluye por sobrepasar el lirismo de las palabras. Rompe en fin la sujeción intelectual del lenguaje, prestándole el sentido de una intelectualidad nueva y más profunda que se oculta bajo gestos y bajo signos elevados a la dignidad de exorcismos particulares.

Pues todo este magnetismo y toda esta poesía y sus medios directos de encanto nada significarían si no lograran poner físicamente el espíritu en el camino de alguna otra cosa, si el verdadero teatro no pudiera darnos el sentido de una creación de la que sólo poseemos una cara, pero que se completa en otros planos.

Y poco importa que estos otros planos sean conquistados realmente o no por el espíritu, es decir, por la inteligencia, pues eso sería disminuirlos, lo que no tiene interés ni sentido. Lo importante es poner la sensibilidad, por medios ciertos, en un estado de percepción más profunda y más fina, y tal es el objeto de la magia y de los ritos de los que el teatro es sólo el reflejo.

TÉCNICA

Se trata pues de hacer del teatro, en el sentido cabal de la palabra, una función; algo tan localizado y tan preciso como la circulación de la sangre por las arterias, o el desarrollo, caótico en apariencia, de las imágenes del sueño en el cerebro, y esto por un encadenamiento eficaz, por un verdadero esclarecimiento de la atención.

El teatro sólo podrá ser nuevamente el mismo, ser un medio de auténtica ilusión, cuando proporcione al espectador verdaderos precipitados de sueños, donde su gusto por el crimen, sus obsesiones eróticas, su salvajismo, sus quimeras, su sentido utópico de la vida y de las cosas y hasta su canibalismo desborden en un plano no fingido e ilusorio, sino interior.

En otros términos, el teatro debe perseguir por todos los medios un replanteo, no sólo de todos los aspectos del mundo objetivo y descriptivo externo, sino también del mundo interno, es decir del hombre considerado metafísicamente. Sólo así, nos parece, podrá hablarse otra vez en el teatro de los derechos de la imaginación. Nada significan el humor, la poesía, la imaginación si por medio de una destrucción anárquica generadora de una prodigiosa emancipación de formas que constituirán todo el espectáculo, no alcanzan a replantear orgánicamente al hombre, con sus

ideas acerca de la realidad, y su ubicación poética en la realidad.

Pero considerar al teatro como una función psicológica o moral de segunda mano y suponer que hasta los sueños tienen sólo una función sustitutiva es disminuir la profunda dimensión poética de los sueños del teatro. Si el teatro es, como los sueños, sanguinario e inhumano, manifiesta y planta inolvidablemente en nosotros, mucho más allá, la idea de un conflicto perpetuo y de un espasmo donde la vida se interrumpe continuamente, donde todo en la creación se alza y actúa contra nuestra posición establecida, perpetuando de modo concreto y actual las ideas metafísicas de ciertas fábulas que por su misma atrocidad y energía muestran su origen y su continuidad en principio esenciales.

Se advierte por lo tanto que ese lenguaje desnudo del teatro, lenguaje no verbal sino real, debe permitir, próximo a los principios que le trasmiten su energía, y mediante el empleo del magnetismo nervioso del hombre, transgredir los límites ordinarios del arte y de la palabra, y realizar secretamente, o sea mágicamente, en términos verdaderos, una suerte de creación total donde el hombre pueda recobrar su puesto entre el sueño y los acontecimientos.

LOS TEMAS

No queremos abrumar al público con preocupaciones cósmicas trascendentes. Que haya claves profundas del pensamiento y de la acción, que permitan una comprensión de todo el espectáculo, no atañe en general al espectador, ni le interesa. Pero es necesario que esas claves estén ahí, y eso sí nos atañe.

EL ESPECTÁCULO. En todo espectáculo habrá un elemento físico y objetivo, para todos perceptible. Gritos, quejas, apariciones, sorpresas, efectos teatrales de toda especie, belleza mágica de los ropajes tomados de ciertos modelos rituales, esplendor de la luz, hermosura fascinante de las voces, encanto de la armonía, raras notas musicales, colores de los objetos, ritmo físico de los movimientos cuyo crescendo o decrescendo armonizarán exactamente con la pulsación de movimientos a todos familiares, apariciones concretas de objetos nuevos y sorprendentes, máscaras, maniquíes de varios metros de altura, repentinos cambios de luz, acción física de la luz que despierta sensaciones de calor, frío, etcétera.

LA PUESTA EN ESCENA. El lenguaje típico del teatro tendrá su centro en al puesta en escena, considerada no como simple grado de refracción de un texto en escena, sino como el punto de partida de toda creación teatral. Y en el empleo y manejo de ese lenguaje se disolverá la antigua dualidad de autor y director, reemplazados por una suerte de creador único, al que incumbirá la doble responsabilidad del espectáculo y la acción.

EL LENGUAJE DE LA ESCENA. No se trata de suprimir la palabra hablada, sino de dar aproximadamente a las palabras la importancia que tienen en los sueños.

Hay que encontrar además nuevos medios de anotar ese lenguaje, ya sea en el orden de la transcripción musical, o en una especie de lenguaje cifrado.

En cuanto a los objetivos ordinarios, e incluso al cuerpo humano, elevados a la dignidad de signos, uno puede inspirarse, evidentemente, en los caracteres jeroglíficos, no sólo para anotar tales signos de una manera legible, de modo que sea fácil reproducirlos, sino para componer es escena símbolos precisos e inmediatamente legibles.

Por otra parte, este lenguaje cifrado y esta transcripción musical serán valiosos medios de transcribir voces.

Como en este lenguaje es fundamental un empleo particular de las entonaciones, éstas se ordenarán en una suerte de equilibrio armónico, de deformación secundaria del lenguaje que será posible reproducir a voluntad.

Asimismo, las diez mil y una expresiones del rostro reproducidas en forma de máscaras podrán titularse y catalogarse, de modo que participen directa y simbólicamente en el lenguaje concreto de la escena, independientemente de su utilización psicológica particular.

Además, esos gestos simbólicos, esas máscaras, esas actitudes, esos movimientos individuales o de grupos, con innumerables significados que son parte importante del lenguaje concreto del teatro, gestos evocadores, actitudes emotivas o arbitrarias, excitadas trituraciones de ritmos y sonidos, serán duplicadas, multiplicadas por actitudes y gestos reflejos: la totalidad de los gestos impulsivos, de las actitudes truncas, de los lapsus del espíritu y de la lengua, medios que manifiestan lo que podríamos llamar las impotencias de la palabra, y donde hay una prodigiosa riqueza de expresiones a la que no dejaremos de recurrir oportunamente.

Hay ahí también una idea concreta d la música, donde los sonidos intervienen como personajes, donde las armonías se acoplan en parejas y se pierden en las intervenciones precisas de las palabras.

De uno y otro medio de expresión se crean correspondencias y gradaciones; y todo, hasta la luz, puede tener un sentido intelectual determinado.

LOS INSTRUMENTOS MUSICALES. Serán tratados como objetos y como parte del decorado.

Por otra parte, la necesidad de actuar directa y profundamente sobre la sensibilidad por intermedio de los órganos invita a la búsqueda, desde el punto de vista de los sonidos, de cualidades y vibraciones sonoras absolutamente nuevas (cualidades de que carecen los instrumentos musicales actualmente en uso) y obliga a rehabilitar instrumentos antiguos y olvidados, y a crear otros nuevos. Obliga, asimismo, a buscar, fuera de la música, instrumentos y aparatos basados en combinaciones metálicas especiales, o en aleaciones nuevas, y capaces de alcanzar un nuevo diapasón de la octava, producir sonidos o ruidos insoportables, lancinantes.

LA LUZ. LA ILUMINACIÓN. Los aparatos luminosos que hoy se emplean en el teatro no son adecuados. Es necesario investigar la particular acción de la luz sobre el espíritu, los efectos de las vibraciones luminosas, junto con nuevos métodos de expandir la luz, en napas, o en andanadas de flechas de fuego. Hay que revisar del principio al fin la gama coloreada de los aparatos actuales. Para obtener las cualidades de los tonos particulares hay que introducir en la luz un elemento de tenuidad, de densidad, de opacidad y sugerir así calor, frío, cólera, miedo, etcétera.

LA VESTIMENTA. En cuanto concierne al ropaje, y sin ocurrírsenos que pueda haber una vestimenta uniforme en el teatro, igual para todas las obras, deberá evitarse en lo posible el ropaje moderno, no a causa de una fetichista y supersticiosa reverencia por lo antiguo, sino porque es absolutamente evidente que ciertos ropajes milenarios, de empleo ritual -aunque en determinado momento hayan sido de época- conservan una belleza y una apariencia reveladoras, por su estricta relación con las tradiciones de origen.

LA ESCENA. LA SALA. Suprimimos la escena y la sala y las reemplazamos por un lugar único, sin tabiques ni obstáculos de ninguna clase, y que será el teatro mismo de la acción. Se restablecerá una comunicación directa entre el espectador y el espectáculo, entre le actor y el espectador, ya que el espectador, situado en el centro mismo de la acción, se verá rodeado y atravesado por ella. Ese envolvimiento tiene su origen en la configuración misma de la sala.

De modo que, abandonando las salas de teatro actuales, tomaremos un cobertizo o una granja cualesquiera, que modificaremos según los procedimientos que han culminado en la arquitectura de ciertas iglesias, de ciertos lugares sagrados y de ciertos templos del Tíbet Superior.

En el interior de esa construcción prevalecerán ciertas proporciones de altura y profundidad. Cerrarán la sala cuatro muros sin ningún adorno, y el público estará sentado en medio de la sala, abajo, en sillas móviles, que le permitirán seguir el espectáculo que se ofrezca a su alrededor. En efecto, la ausencia de escena en el sentido ordinario de la palabra invitará a la acción a desplegarse en los cuatro ángulos de la sala. Se reservarán ciertos lugares para los actores y la acción en los cuatro puntos cardinales de la sala. Las escenas se interpretarán ante muros encalonados, que absorberán la luz. Además, en lo alto unas galerías seguirán el contorno de la sala, como en ciertos cuadros primitivos. Tales galerías permitirán que los actores, cada vez que la acción lo requiera, se persigan de un punto a otro e la sala, y que la acción se despliegue en todos los niveles y en todos los sentidos de la perspectiva, en altura y profundidad. Un grito lanzado en un extremo podrá transmitirse de boca en boca con amplificaciones y modulaciones sucesivas hasta el otro extremo. La acción desatará su ronda, extenderá su trayectoria de piso en piso, de un punto a otro, los paroxismos estallarán de pronto, arderán como incendios en diferentes sitios. Y el carácter de verdadera ilusión del espectáculo, tanto como la huella directa e inmediata de la acción sobre el espectador, dejarán de ser palabras huecas. Pues esta difusión de la acción por un espacio inmenso, obligará a que la luz de una escena y las distintas luces de una representación conmuevan tanto al público como a los personajes; y a las distintas acciones simultáneas, a las distintas fases de una acción idéntica (donde los personajes, unidos como las abejas de un enjambre, soportarán todos los asaltos de las situaciones y los asaltos exteriores de los elementos y de la tempestad) corresponderán medios físicos que producirán luz, truenos o viento, y cuyas repercusiones sacudirán al espectador.

Sin embargo, ha de reservarse un emplazamiento central que sin servir propiamente de escena, permita que el grueso de la acción se concentre e intensifique cada vez que sea necesario.

LOS OBJETOS. LAS MÁSCARAS. LOS ACCESORIOS. Maniquíes, máscaras enormes, objetos de proporciones singulares aparecerán con la misma importancia que las imágenes verbales y subrayarán el aspecto concreto de toda imagen y de toda expresión, y como corolario todos los objetos que requieren habitualmente una representación física estereotipada aparecerán escamoteados o disfrazados.

EL DECORADO. No habrá decorado. Cumplirán esa función personajes jeroglíficos, vestimentas rituales, maniquíes de diez metros de altura que representarán la barba del Rey Lear en la tempestad, instrumentos musicales grandes como hombres, y objetos de forma y fines desconocidos.

LA ACTUALIDAD. Pero, se dirá, un teatro tan alejado de la vida, de los hechos, de las preocupaciones actuales . . . De la actualidad y de los acontecimientos, ¡sí! De las preocupaciones en cuanto hay en ellas una profundidad reservada a unos pocos, ¡no! En el Zohar, la historia de Rabbi Simeón que arde como un fuego es tan inmediata como el fuego mismo.

LAS OBRAS. No interpretaremos piezas escritas, sino que ensayaremos una puesta en escena directa en torno a temas, hechos, y obras conocidas. La naturaleza y la disposición misma de la sala sugieren el espectáculo y no podemos negarnos ningún tema, por más vasto que sea.

ESPECTÁCULO. Hay que resucitar la idea de un espectáculo integral. El problema es dar voz al espacio, alimentarlo y amueblarlo, como minas metidas en una muralla blanca, que se transforma en géyseres y ramilletes de piedras.

EL ACTOR. El actor es a la vez un elemento de primordial importancia, pues de su eficaz interpretación depende el éxito del espectáculo, y una especie d elemento pasivo y neutro, ya que se le niega rigurosamente toda iniciativa personal. No existe en este dominio, por otra parte, regla precisa; y entre el actor al que se le pide una simple cualidad de sollozo y el que debe pronunciar un discurso con todas sus personales cualidades de persuasión, hay toda la distancia que separa a un hombre de un instrumento.

LA INTERPRETACIÓN. Será un espectáculo cifrado de un extremo al otro, como un lenguaje. De tal manera, no se perderá ningún movimiento, y todos los movimientos obedecerán a un ritmo; y como los personajes serán sólo tipos, los gestos, la fisonomía, el ropaje, aparecerán como simples trazos de luz.

EL CINE. A la cruda visualización de lo que es, opone el teatro por medio de la poesía imágenes de lo que no es. Por otra parte, desde el punto de vista de la actuación no es posible comparar una imagen cinematográfica con una imagen teatral que obedece a todas las exigencias de la vida.

LA CRUELDAD. Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo, no es posible el teatro. En nuestro presente estado de degeneración, sólo por la piel puede entrarnos otra vez la metafísica en el espíritu.

EL PÚBLICO. Es necesario ante todo que el teatro exista.

EL PROGRAMA. Pondremos en escena, sin cuidarnos del texto:

1. Una adaptación de una obra de la época de Shakespeare, enteramente conforme con el estado actual de turbación de los espíritus, ya se trate de una pieza apócrifa de Shakespeare, como Arden of Feversham, o de cualquier otra de la misma época.

2. Una pieza de libertad poética extrema, de León-Paul Fargue.

3. Un extracto del Zohar: la historia del Rabbi Simeón, que tiene siempre la violencia y la fuerza de una conflagración.

4. La historia de Barba Azul, reconstituida según los archivos y con una idea nueva del erotismo y de la crueldad.

5. La caída de Jerusalén, según la Biblia y la historia, con el color rojo sangre que mana de la ciudad y ese sentimiento de abandono y pánico de las gentes, visible hasta en la luz; y por otra parte las disputas metafísicas de los profetas, la espantosa agitación intelectual que ellos crearon, y que repercutió físicamente en el rey, el templo, el populacho y los acontecimientos.

6. Un cuento del Marqués de Sade, donde se transponga el erotismo, presentado alegóricamente como exteriorización violenta de la crueldad y simulación del resto.

7. Uno o varios melodramas románticos donde lo inverosímil será un elemento poético activo y concreto.

8. El Woyzeck de Büchner, como reacción contra nuestros propios principios, y como ejemplo de lo que puede obtenerse escénicamente de un texto preciso.

9. Obras del teatro isabelino, despojadas de su texto, y conservando sólo el atavío de época, las situaciones, los personajes y la acción.





Thursday, January 13, 2011

EL ROSTRO DE LA GARBO / ROLAND BARTHES

EL ROSTRO DE LA GARBO

Por Roland Barthes

La Garbo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturbaba enormemente a las multitudes, cuando uno se perdía literalmente en una imagen humana como dentro de un filtro, cuando el rostro constituía una suerte de estado absoluto de la carne que no se podía alcanzar ni abandonar. Algunos años antes, el rostro de Valentino producía suicidios; el de la Garbo participa todavía del mismo reino de amor cortés en que la carne desarrolla sentimientos de perdición.

Se trata sin duda de un admirable rostro-objeto. En La reina Cristina, película que se ha vuelto a ver durante estos años en París, el maquillaje tiene el espesor níveo de una máscara, no es un rostro pintado, sino un rostro enyesado, defendido por la superficie del color y no por sus líneas; en esa nieve a la vez frágil y compacta, los ojos solos, negros como una pulpa caprichosa y para nada expresivos, son dos cardenales un tanto temblorosos.

En su enorme belleza, ese rostro no dibujado sino más bien esculpido en la lisura y lo frágil, es decir, perfecto y efímero a la vez, incorpora la cara harinosa de Chaplin, sus ojos de vegetal sombrío, su rostro de tótem.

Pero la tentación de la máscara total (la máscara antigua, por ejemplo) tal vez implique menos el tema del secreto (caso de las semimáscaras italianas) que el de un arquetipo del rostro humano. La Garbo mostraba una especie de idea platónica de la criatura y esto explica que su rostro sea casi asexuado, sin que por ello resulte dudoso. Es cierto que la película (alternativamente, la reina Cristina es mujer y joven caballero) se presta a esa indivisión, pero allí la Garbo no realiza ninguna actuación de travesti: siempre es ella misma, un fingir lleva bajo su corona o bajo sus grandes sombreros gachos el mismo rostro de nieve y soledad. Es indudable que su sobrenombre de Divina apuntaba menos a traducir un estado superlativo de la belleza que a la esencia de su persona corporal, descendida de un cielo donde las cosas se conforman y acaban con la mayor pureza. Ella lo sabía; cuántas actrices han consentido en dejar ver a la multitud la inquietante madurez de su belleza. Ella no: no era posible que la esencia se degradara, hacía falta que su rostro no tuviera jamás otra realidad que la de su perfección intelectual, más aún que plástica. Poco a poco, la Esencia se ha oscurecido, se ha cubierto progresivamente con anteojos, capellinas y exilios, pero jamás se ha alterado.


Sin embargo, en ese rostro deificado se dibuja algo más agudo que una máscara: una suerte de relación voluntaria y por lo tanto humana entre la curvatura de las fosas nasales y el arco ciliar, una función extraña, individual, entre dos zonas de la cara; la máscara no es más que una adición de líneas, el rostro es ante todo la recordación temática de unas a otras. El rostro de la Garbo representa ese momento inestable en que el cine extrae una belleza existencial de una belleza esencial, cuando el arquetipo va a inflexionarse hacia la fascinación de figuras perecederas, cuando la claridad de las esencias carnales va a dar lugar a una lírica de la mujer.

Como momento de transición, el rostro de la Garbo concilia dos edades iconográficas, asegura el paso del terror al encanto. Como se sabe, hoy estamos en el otro polo de esta evolución: el rostro de Audrey Hepburn, por ejemplo, está individualizado, no sólo por su temática particular (mujer-niña, mujer-gata), sino también por su persona, por su especificación poco menos que única del rostro, que ya no tiene nada de esencial sino que está constituido por la complejidad infinita de las funciones morfológicas. Como lenguaje, la singularidad de la Garbo era de orden conceptual; la de Audrey Hepburn es de orden sustancial. El rostro de la Garbo es idea, el de la Hepburn es acontecimiento.


De “Mitologías”.

Friday, January 07, 2011

WOODSTOCK / ARMANDO ARTEAGA

CINE

WOODSTOCK

Por Armando Arteaga



Siguen los refritos en la cartelera limeña de este verano y destaca por supuesto entre ellos el musical “Woodstock” que aún entusiasma a los rockeros. El documental de Michael Wodlight recoge en sus imágenes los detalles más increíbles de aquel famosos festival de rock que trastocó la apacible manera de vivir de los pobladores del pequeño condado de Woodstock en los tres días de su duración y que la generación de la década pasada llamó de: música, paz y amor.

Las imágenes de “Woodstock” han sido recogidas por varias cámaras algunas colocadas especial y discretamente, y otras de lo más espontáneamente, según han ido sucediendo los hechos. En la coincidencia formal del relato musical que proporciona el filme del concierto, desde los primeros caminantes “tirando dedo” por la autopista hasta el escenario desolado lleno de desechos de la multitud que congregó. El montaje de Wodlight une en comunión la participación multitudinaria de los “fans” con los “dioses” del rock.

La presencia de los pobladores del condado es sólo para sugerir una crítica adulta sobre la nueva moral juvenil.

“Woodstock” no es sólo un testimonio musical, es también el basalto volcánico de la generación norteamericana del setenta que vio la guerra de Vietnam y la llegada del hombre a la Luna. Volver a hurgar sobre “Woodstock” es como encontrarse de pronto con la Vía Láctea de toda una constelación de estrellas del rock. Allí desfilan desde las melancólicas presencias de Joan Báez y John Sebastián, el legendario –viejo saurio- Arlo Guthrie, Joe Cocker; y fue de alguna manera “un homenaje” póstumo a Jimi Hendrix (aquél que adoraba a la gente que se metía en público los dedos a la nariz), pues cuando sucedió el estreno del filme acababa de ocurrir su muerte por exceso de drogas. Suben al escenario del mismo modo: Bob Dylan y su inolvidable armónica recordándonos el “folk”, Country Joe & The Fish, Ten Years After, The Who, y sobre todo Santana (muy aplaudido entre nosotros y recordado por el suspendido concierto en el Estadio de San Marcos, acusado por el Ministro del Interior del Gobierno Militar pasado de expresar un mensaje pro-imperialista en su música), Richie Havens, Sly & The Family Stone, Sha-na-na, etc.

Como vemos, toda una fiebre de rock que llenó de nuevas manías en la década pasada casi todos los barrios de Lima, y que en este verano, como golondrina que no hace verano, ha vuelto algo refrescante al Orrantia, con colas, “revendedores” y vendedores de chicles y pop-corn.



(Publicado en el Diario Expreso 09-01-1984).