TEATRO
EL TEATRO DE LA CRUELDAD Y LA CLAUSURA DE LA REPRESENTACIÓN
EL TEATRO DE LA CRUELDAD Y LA CLAUSURA DE LA REPRESENTACIÓN
Jacques Derrida
Traducción de Patricio Peñalver en
DERRIDA, J., La escritura y la diferencia, Anthropos,
Barcelona, 1989, pp. 318-343. Edición digital de
Derrida en castellano.
A Paule Thévenin
Una sola vez en el mundo, puesto que siempre a causa de un
acontecimiento que explicaré, no hay Presente, no, no existe un
presente...
MALLARMÉ, Quant au Livre
MALLARMÉ, Quant au Livre
... en cuanto a mis fuerzas, no son más que un suplemento, el
suplemento a un estado de hecho, y es que no ha habido jamás origen...
ARTAUD, 6 junio 1947
ARTAUD, 6 junio 1947
«... La danza / y
por consiguiente el teatro / no han empezado todavía a existir.»
Esto puede leerse en uno de los últimos escritos de Antonin Artaud («El
teatro de la crueldad», en 84,
1948).
Pero en el mismo texto, un poco antes, se define el teatro de la
crueldad como «la afirmación / de una terrible / y por otra parte
ineluctable necesidad». Así pues, Artaud no reclama una destrucción,
una nueva manifestación de la negatividad. A pesar de todo lo que tiene
que saquear a su paso, «el teatro de la crueldad / no es el símbolo de
un vacío ausente». Sino que afirma,
produce la afirmación misma en su rigor pleno y necesario. Pero
también en su sentido más oculto, frecuentemente el más enterrado,
apartado de sí: por «ineluctable» que sea, esta afirmación «no ha
empezado todavía a existir».
Está por nacer. Pero una afirmación necesaria sólo puede nacer si
renace a sí misma. Para Artaud, el porvenir del teatro -y en
consecuencia el porvenir en general- no se abre más que mediante la anáfora
que se remonta a la víspera de un nacimiento. La teatralidad tiene que
atravesar y restaurar de parte a parte la «existencia» y la «carne».
Habrá que decir, pues, del teatro lo que se dice del cuerpo. Ahora
bien, es sabido que Artaud vivía al día siguiente de una desposesión:
su cuerpo propio, la propiedad y la propia limpieza de su cuerpo le habían
sido sustraídos en su nacimiento por ese dios ladrón que, a su vez,
había nacido «de hacerse pasar / por mí mismo».[i]
Sin duda, el renacer pasa -Artaud lo recuerda frecuentemente- por una
especie de reeducación de los órganos. Pero esto permite acceder a una
vida anterior al nacimiento y posterior a la muerte («... a fuerza de
morir / he acabado ganando una inmortalidad real» [p. 110]); no a una
muerte antes del nacimiento y después de la vida. Es eso lo que
distingue a la afirmación cruel de la negatividad romántica;
diferencia sutil, y sin embargo decisiva. Lichtenberger: «No puedo
desprenderme de esta idea de que estaba muerto antes de nacer,
y de que volveré por la muerte a ese mismo estado... Morir y renacer
con el recuerdo de su existencia precedente, a eso le llamamos
desvanecerse; despertarse con otros órganos, que primero hay que
reeducar, es a eso a lo que le llamamos nacer». Para Artaud, se trata
ante todo de no morir al morir, de no dejarse despojar entonces de su
vida por el dios ladrón. «Y creo que en el momento extremo de la
muerte hay siempre algún otro para despojarnos de nuestra propia vida»
(Van Gogh, el suicidado de la
sociedad).
Igualmente, el teatro occidental ha sido separado de la fuerza de su
esencia, ha sido alejado de su esencia afirmativa,
de su vis afirmativa, y esta
desposesión se ha producido desde el origen, es el movimiento mismo del
origen, del nacimiento como muerte.
Por eso «se ha dejado un sitio en todas las escenas de un teatro
nacido muerto» (El teatro y la
anatomía, en La Rue,
julio 1946). El teatro ha
nacido en su propia desaparición, y el retoño de ese movimiento tiene
un nombre, es el hombre. El teatro de la crueldad debe nacer separando
la muerte del nacimiento, y borrando el nombre del hombre. Al teatro se
le ha hecho hacer siempre aquello para lo que no estaba hecho: «No está
dicha la última palabra sobre el hombre... El teatro no se ha hecho
nunca para describirnos al hombre y lo que éste hace... Y el teatro es
ese pelele desgarbado; que, música de troncos mediante púas metálicas
de alambradas, nos mantiene en estado de guerra contra el hombre que nos
encorsetaba... El hombre se encuentra muy mal en Esquilo, pero todavía
se cree un poco dios y no quiere entrar en la membrana, y en Eurípides,
finalmente, se enreda en la membrana, olvidando dónde y cuándo fue
dios» (ibíd.).
Así, es necesario indudablemente despertar, reconstituirla víspera de
este origen del teatro occidental, declinante, decadente, negativo, para
reanimar en su oriente la necesidad ineluctable de la afirmación.
Necesidad ineluctable de una escena todavía inexistente, cierto, pero
la afirmación no es algo a inventar mañana,
en algún «nuevo teatro». Su necesidad ineluctable actúa como una
fuerza permanente. La crueldad está actuando continuamente. El vacío,
el sitio vacío y dispuesto para ese teatro que todavía «no ha
empezado a existir», se limita a medir, pues, la extraña distancia que
nos separa de la necesidad ineluctable, de la obra presente (o
más bien, actual, activa)
de la afirmación. Es únicamente en la abertura de esa separación
donde erige para nosotros su enigma el teatro de la crueldad. Y en ello
vamos a implicarnos nosotros aquí.
Si hoy en día, en el mundo entero -y tantas manifestaciones lo
atestiguan de manera patente- toda la audacia teatral declara, con razón
o sin ella pero con una insistencia cada vez mayor, su fidelidad a
Artaud, la cuestión del teatro de la crueldad, de su inexistencia
presente y de su ineluctable necesidad, adquiere valor de cuestión histórica. Histórica
no porque se deje inscribir en lo que se llama la historia del teatro,
no porque haga época en la transformación de los modos teatrales o
porque ocupe un lugar en la sucesión de los modelos de la representación
teatral. Esta cuestión es histórica en un sentido absoluto y radical.
Anuncia el límite de la representación.
El teatro de la crueldad no es una representación. Es la
vida misma en lo que ésta tiene de irrepresentable. La vida es el
origen no representable de la representación. «He dicho, pues,
“crueldad” como habría podido decir “vida”» (1932, IV, p.
137). Esta vida soporta al hombre pero no es en primer lugar la vida del
hombre. Éste no es más que una representación de la vida y ése es el
límite -humanista- de la metafísica del teatro clásico. «Así pues,
al teatro tal como se practica se le puede reprochar una terrible falta
de imaginación. El teatro tiene que igualarse a la vida, no a la vida
individual, a ese aspecto individual de la vida en el que triunfan los
CARACTERES, sino a una especie de vida liberada, que barre la
individualidad humana y donde el hombre es sólo un reflejo» (IV, p.
139).
¿No es la mimesis
la forma más ingenua de la representación? Como Nietzsche -y las
afinidades no se detendrían aquí- Artaud quiere, pues, acabar con el
concepto imitativo
del arte.
Con la estética aristotélica,[ii]
en la que se ha llegado a reconocer la metafísica occidental del arte.
«El Arte no es la imitación de la vida, sino que la vida es la imitación
de un principio trascendente con el que el arte nos vuelve a poner en
comunicación» (IV, p. 310).
El arte teatral debe ser el lugar primordial y privilegiado de esta
destrucción de la imitación: más que ningún otro, ha quedado marcado
por ese trabajo de representación total en el que la afirmación de la
vida se deja desdoblar y surcar por la negación. Esta representación,
cuya estructura se imprime no sólo en el arte sino en toda la cultura
occidental (sus religiones, sus filosofías, su política), designa,
pues, algo más que un tipo particular de construcción teatral. Por eso
la cuestión que se nos plantea hoy sobrepasa ampliamente la tecnología
teatral. Esta es la más obstinada afirmación de Artaud: la reflexión
técnica o teatrológica no debe ser tratada aparte. La decadencia del
teatro comienza indudablemente con la posibilidad de una disociación así.
Puede subrayarse eso sin necesidad de disminuir la importancia y el
interés de los problemas teatrológicos o de las revoluciones que
pueden producirse dentro de los límites de la técnica teatral. Pero la
intención de Artaud nos indica esos límites. En la medida en que esas
revoluciones técnicas e intra-teatrales no afecten a los cimientos
mismos del teatro occidental, seguirán formando parte de esa historia y
de esa escena que Antonin Artaud quería hacer saltar.
¿Qué quiere decir eso de romper con tal pertenencia? ¿Y es acaso
posible? ¿Bajo qué condiciones puede legítimamente un teatro hoy
inspirarse en Artaud? El que tantos directores de teatro quieran hacerse
reconocer como los herederos, incluso (así se ha escrito) como los «hijos
naturales» de Artaud, es solamente un hecho. Hay que plantear además
la cuestión de los títulos y del derecho. ¿Con qué criterios se podrá
reconocer si una pretensión como esa es abusiva? ¿Bajo qué
condiciones podría «empezar a existir» un auténtico «teatro de la
crueldad»? Estas cuestiones, a la vez técnicas y «metafísicas» (en
el sentido en que Artaud entiende esa palabra), se plantean por sí
mismas en la lectura de todos los textos del Teatro
y su doble, que son solicitaciones más que una suma de preceptos, un sistema de críticas que conmueven
el conjunto de la
historia de Occidente más que un tratado de la práctica teatral.
El teatro de la crueldad expulsa a Dios de la escena. No pone en escena
un nuevo discurso ateo, no presta la palabra al ateísmo, no entrega el
espacio teatral a una lógica filosofante que proclame una vez más,
para nuestro mayor hastío, la muerte de Dios. Es la práctica teatral
de la crueldad la que, en su acto y en su estructura, habita o más bien
produce un espacio
no-teológico.
La escena es teológica en tanto que esté dominada por la palabra, por
una voluntad de palabra, por el designio de un logos primero que, sin
pertenecer al lugar teatral, lo gobierna a distancia. La escena es teológica
en tanto que su estructura comporta, siguiendo a toda la tradición, los
elementos siguientes: un autor-creador que, ausente y desde lejos,
armado con un texto, vigila, reúne y dirige el tiempo o el sentido de
la representación, dejando que ésta lo represente
en lo que se llama el contenido de sus pensamientos, de sus
intenciones y de sus ideas. Representar por medio de los representantes,
directores o actores, intérpretes sometidos que representan personajes
que, en primer lugar mediante lo que dicen, representan más o menos
directamente el pensamiento del «creador». Esclavos que interpretan,
que ejecutan fielmente los designios provisionales del «amo». El cual
por otra parte -y ésta es la regla irónica de la estructura
representativa que organiza todas estas relaciones- no crea nada, sólo
se hace la ilusión de la creación, puesto que no hace más que
transcribir y dar a leer un texto cuya naturaleza es a su vez
necesariamente representativa, guardando con lo que se llama lo «real»
(lo existente real, esa «realidad» de la que dice Artaud en la Advertencia
a El monje que es un
«excremento del espíritu») una relación imitativa y reproductiva. Y
finalmente un público pasivo, sentado, un público de espectadores, de
consumidores, de «disfrutadores» -como dicen Nietzsche y Artaud- que
asisten a un espectáculo sin verdadera profundidad ni volumen, quieto,
expuesto a su mirada de «voyeur». (En el teatro de la crueldad, la
pura visibilidad no está expuesta al «voyeurismo».) Esta estructura
general en la que cada instancia está ligada por representación a
todas las demás, en la que lo irrepresentable del presente viviente
queda disimulado o disuelto, elidido o desviado a la cadena infinita de
las representaciones, esta estructura no se ha modificado jamás. Todas
las revoluciones la han mantenido intacta, incluso, en la mayor parte de
los casos, han tendido a protegerla o a restaurarla. Y es el texto fonético,
la palabra, el discurso transmitido -eventualmente por el apuntador cuya
concha es el centro oculto pero indispensable de la estructura
representativa- lo que asegura el movimiento de la representación.
Cualquiera que sea su importancia, todas las formas pictóricas,
musicales e incluso gestuales introducidas en el teatro occidental no
hacen, en el mejor de los casos, más que ilustrar, acompañar, servir,
adornar un texto, un tejido verbal, un logos que se
dice al comienzo. «Así, pues, si el autor es aquel que dispone del
lenguaje de la palabra, y si el director es su esclavo, entonces lo que
hay ahí es sólo un problema verbal. Hay una confusión en los términos,
que procede de que, para nosotros, y según el sentido que se le
atribuye generalmente a este término de director de teatro, éste es sólo
un artesano, un adaptador, una especie de traductor dedicado eternamente
a hacer pasar una obra dramática de un lenguaje a otro; y esa confusión
sólo será posible, y el director sólo se verá obligado a eclipsarse
ante el autor, en la medida en que siga considerando que el lenguaje de
palabras es superior a los demás lenguajes, y que el teatro no admite
ningún otro diferente de aquél» (t. IV, p. 143). Lo cual no implica,
claro está, que baste para ser fiel a Artaud con darle mucha
importancia y muchas responsabilidades al «director teatral», aun
dejando igual la estructura clásica.
Por medio de la palabra (o más bien por medio de la unidad de la
palabra y el concepto, como diremos más tarde, y esta precisión será
importante) y bajo la ascendencia teológica de ese «Verbo [que] da la
medida de nuestra impotencia» (IV; p. 277) y de nuestro temor, es la
escena misma lo que se encuentra amenazada a todo lo largo de la tradición
occidental. Occidente -y esa sería la energía de su esencia- no habría
trabajado nunca sino para borrar la escena. Pues una escena que lo único
que hace es ilustrar un discurso no es ya realmente una escena. Su
relación con la palabra es su enfermedad y «repetimos que la época
está enferma» (IV, p. 280). Reconstituir la escena, poner en escena
por fin, y derribar la tiranía del texto es, pues, un único y mismo
gesto. «Triunfo de la puesta en escena pura» (IV, p. 305).
Este olvido clásico de la escena se confundiría, así, con la
historia del teatro y con toda la cultura de Occidente, incluso les habría
asegurado a éstos su apertura. Y sin embargo, a pesar de este «olvido»,
el teatro y la puesta en escena han vivido magníficamente durante más
de veinticinco siglos: experiencia de mutaciones y de conmociones que no
cabe ignorar a pesar de la apacible e impasible inmovilidad de las
estructuras fundadoras. No se trata, pues, sólo de un olvido o de un
simple recubrimiento de superficie. Una cierta escena ha mantenido con
la escena «olvidada», pero en realidad borrada violentamente, una
comunicación secreta, una cierta relación de traición, si es que
traicionar es desnaturalizar por infidelidad pero también dejar que se
traduzca y se manifieste el fondo de la fuerza, sin quererlo. Eso
explica que a los ojos de Artaud el teatro clásico no sea simplemente
la ausencia, la negación o el olvido del teatro, que no sea un
no-teatro: sino un matasellos que deja leer lo que recubre, una corrupción
también, y una «perversión», una seducción, el desvío de una aberración cuyo sentido y cuya medida no
aparecen sino más arriba del nacimiento, en la víspera de la
representación teatral, en el origen de la tragedia. Por ejemplo, cerca
de los «misterios órficos que subyugaban a Platón», de los «Misterios
de Eleusis» despojados de las interpretaciones con las que se los ha
podido recubrir, cerca de esa «belleza pura cuya realización completa,
sonora, resplandeciente y limpia ha tenido que encontrar Platón al
menos una vez en este mundo» (p. 63). Es realmente de perversión y no
de olvido de lo que habla Artaud, por ejemplo en esta carta a B. Crémieux
(1931): «El teatro, arte independiente y autónomo, para resucitar,
o simplemente para vivir, debe marcar bien lo que le diferencia
del texto, de la palabra pura, de la literatura, y todos los demás
medios escritos y fijados. Se puede perfectamente seguir concibiendo un
teatro basado en la preponderancia del texto, y en un texto cada vez más
verbal, difuso y abrumador, al que quedaría sometida la estética de la
escena. Pero esta concepción que consiste en hacer que se sienten unos
personajes en un cierto número de sillas o de butacas puestas en fila,
y en contarse historias, por maravillosas que éstas sean, no es quizás
la negación absoluta del teatro... sería más bien su perversión».
(El subrayado es
nuestro.)
Liberada del texto y del dios-autor, a la puesta en escena se le devolvería
su libertad creadora e instauradora. El director teatral y los
participantes (que ya no serían actores o espectadores) dejarían de
ser los instrumentos o los órganos de la representación. ¿Quiere esto
decir que Artaud habría rehusado darle el nombre de representación
al
teatro de la crueldad? No, con tal que nos expliquemos bien acerca
del sentido difícil y equívoco de esa noción. Habría que poder jugar
aquí con todas las palabras alemanas que nosotros traducimos
indistintamente mediante la palabra única «representación».
Ciertamente, la escena
no representará ya, puesto que no vendrá a añadirse como
una ilustración sensible a un texto ya escrito, pensado o vivido fuera
de ella, y que ésta se limitaría a repetir, y cuya trama no constituiría.
La escena no vendrá ya a repetir un presente, a re-presentar
un presente que estaría en otra parte y que sería anterior a ella,
cuya plenitud sería más antigua que ella, ausente de la escena y
capaz, de derecho, de prescindir de ella: presencia a sí del Logos
absoluto, presente viviente de Dios. La escena no será tampoco una
representación, si representación quiere decir superficie extendida de
un espectáculo que se ofrece a «voyeurs». Aquélla ni siquiera nos
ofrecerá la presentación de un presente si presente significa lo que
se mantiene delante
de
mí. La representación cruel debe investirme. Y la no-representación
es, pues, representación originaria, si representación significa también
el desplegarse de un volumen, de un medio con varias dimensiones,
experiencia productiva de su propio espacio. Espaciamiento, es decir, producción de un espacio que ninguna palabra podría
resumir o comprender, en cuanto que aquel mismo lo supone en primer término
y en cuanto que apela a un tiempo que no es ya el de la llamada
linealidad fónica; apelación a «una noción nueva del espacio» (p.
137) y a «una idea particular del tiempo»: «Contamos con basar el
teatro ante todo en el espectáculo y en el espectáculo introduciremos
una noción nueva del espacio, utilizado en todos los planos posibles y
en todos los grados de la perspectiva en profundidad y en altura, y a
esa noción vendrá a unirse una idea particular del tiempo sumada a la
del movimiento»... «Así, el espacio teatral será utilizado no sólo
en sus dimensiones y en su volumen, sino, si cabe decirlo, en
sus fosos» (pp. 148 y 149).
Clausura de la representación clásica pero reconstitución de un
espacio cerrado de la representación originaria, de la
archi-manifestación de la fuerza o de la vida. Espacio cerrado, es
decir, espacio producido desde dentro de sí y no ya organizado desde
otro lugar ausente, una ilocalidad, una coartada o una utopía
invisible. Fin de la representación pero representación originaria,
fin de la interpretación pero interpretación originaria que ninguna
palabra maestra, que ningún proyecto de maestría habrá investido y
aplanado por anticipado. Representación visible, ciertamente, contra la
palabra que se sustrae de la vista -y Artaud mantiene apego a las imágenes
productivas sin las que no habría teatro (theaomai)-
pero cuya visibilidad no es un espectáculo organizado por la
palabra del maestro. Representación como auto-representación de lo
visible e incluso de lo sensible puros.
Otro pasaje de la misma carta intenta ajustar ese sentido agudo y difícil
de la representación espectacular: «En la medida en que la puesta en
escena se mantenga, incluso en el espíritu de los directores teatrales
más libres, como un simple medio de representación, una forma
accesoria de revelar las obras, una especie de intermedio espectacular
sin significación propia, aquélla sólo valdrá en tanto que consiga
disimularse tras las obras a las que pretende servir. Y esto durará
mientras se siga haciendo residir el mayor interés de una obra
representada en su texto, mientras que en el teatro-arte de representación
se siga superponiendo la literatura a la representación impropiamente
llamada espectáculo, con todo lo que esta denominación conlleva de
peyorativo, de accesorio, de efímero y de exterior» (IV, p. 126). Así sería,
en la escena de la crueldad, «el espectáculo que actúa no sólo como
un reflejo sino como una fuerza» (p.
297). El retorno a la
representación implica, pues, no sólo sino sobre todo, que el teatro o
la vida cesen de «representar» otro lenguaje, cesen de dejarse derivar
de otro arte, por ejemplo de la literatura, aunque sea poética. Pues en
la poesía como literatura, la representación verbal sutiliza la
representación escénica. La poesía sólo puede salvarse de la «enfermedad»
occidental convirtiéndose en teatro. «Pensamos precisamente que hay
una noción de la poesía que cabe disociar, extraer de las formas de
poesía escrita en las que una época en pleno desconcierto y enferma
quiere hacer que se contenga toda la poesía. Y cuando digo que quiere
estoy exagerando, pues en realidad es incapaz de querer nada; más bien
sufre un hábito formal del que es absolutamente incapaz de
desprenderse. Esta especie de poesía difusa que identificamos con una
energía natural y espontánea -si bien no todas las energías naturales
son poesía-, nos parece justamente que donde debe encontrar su expresión
integral, la más pura, la más neta y la más verdaderamente liberada,
es en el teatro...» (IV, p.
280).
Se barrunta así el sentido de la crueldad como necesidad
y rigor. Ciertamente Artaud nos invita a que bajo esa palabra no
pensemos sino «rigor, aplicación y decisión implacable» «determinación
irreversible», «determinismo», «sumisión a la necesidad», etc., y
no necesariamente «sadismo», «horror», «sangre derramada», «enemigo
crucificado» (IV, p. 120), etc. (y ciertos
espectáculos que se inscriben actualmente bajo el signo de Artaud son,
quizás, violentos, incluso sangrientos, y no por eso son sin embargo
crueles). No obstante, hay siempre un asesinato en el origen de la
crueldad, de la necesidad que se llama crueldad. Y ante todo un
parricidio. El origen del teatro, tal como se tiene que restaurar, es
una mano que se levanta contra el detentador abusivo del logos, contra
el padre, contra el Dios de una escena sometida al poder de la palabra y
el texto. «Para mí, no tiene derecho a llamarse autor, es decir,
creador, nadie más que aquel a quien corresponde el manejo directo de
la escena. Y es justamente aquí donde se sitúa el punto vulnerable del
teatro tal como se lo considera no sólo en Francia sino en Europa e
incluso en todo Occidente: el teatro occidental sólo reconoce como
lenguaje, sólo atribuye las facultades y las virtudes de un lenguaje, sólo
permite llamar lenguaje, con esa especie de dignidad intelectual que se
le atribuye en general a esa palabra, al lenguaje articulado, articulado
gramaticalmente, es decir, al lenguaje de la palabra y de la palabra
escrita, de la palabra que, pronunciada o no pronunciada, no tiene más
valor que el que tendría si estuviese solamente escrita. En el teatro
tal como lo concebimos aquí (en París, en Occidente) el texto lo es
todo» (IV, p. 141).
¿En qué se convertirá la palabra entonces, en el teatro de la
crueldad? ¿Tendrá simplemente que callarse o desaparecer?
De ninguna manera. La palabra dejará de dominar la escena pero estará
presente en ésta, tendrá una función en un sistema al que aquélla
estará ordenada. Pues se sabe que las representaciones del teatro de la
crueldad tenían que ajustarse minuciosamente de antemano. La ausencia
del autor y de su texto no abandona la escena a una especie de descuido.
A la escena no se la deja de lado, entregada a la anarquía
improvisadora, al «vaticinio azaroso» (I, p. 239), a las «improvisaciones
de Copeau» (IV, p. 131), al «empirismo surrealista» (IV, p.
313), a la commedia dell’arte o
al «capricho de la inspiración inculta» (ibíd.).
Todo estará, pues, prescrito
en una escritura y un texto hecho de una tela que no se parecerá ya
al modelo de la representación clásica. ¿Qué lugar le asignará
entonces a la palabra esa necesidad de la prescripción que la misma
crueldad reclama?
La palabra y su notación -la escritura fonética, elemento del teatro
clásico-, la palabra y su escritura no quedarán borrados de la escena
de la crueldad más que en la medida en que pretendieran ser dictados: a la vez
citas o recitaciones y órdenes. El director teatral y el actor no
aceptarán más dictados: «Renunciaremos a la superstición teatral del
texto y a la dictadura del escritor» (IV,
p. 148). Es también el
fin de la dicción que hacía del teatro un ejercicio de lectura. Fin de «lo que hacía
decir a algunos aficionados al teatro que una obra leída procura goces
más precisos, mayores que la misma obra representada» (p. 141).
¿Cómo funcionarán entonces la palabra y la escritura? Volviéndose a
hacer gestos:
la intención lógica y discursiva
quedará reducida o subordinada, esa intención por la que la palabra
asegura ordinariamente su transparencia racional y sutiliza su propio
cuerpo en dirección al sentido, deja a éste extrañamente que se
recubra mediante aquello mismo que lo constituye en diafanidad: al
desconstituir lo diáfano, queda al desnudo la carne de la palabra, su
sonoridad, su entonación, su intensidad, el grito que la articulación
de la lengua y de la lógica no ha enfriado del todo todavía, lo que
queda de gesto oprimido en toda palabra, ese movimiento único e
insustituible que la generalidad del concepto y de la repetición no han
dejado de rechazar jamás. Se sabe el valor que le reconocía Artaud a
lo que se llama -en este caso bastante impropiamente- la onomatopeya.
La glosopoiesis, que no es ni un lenguaje imitativo ni una creación
de nombres, nos lleva de nuevo al
borde del momento en que la palabra no ha nacido todavía, cuando la
articulación no es ya el grito, pero no es todavía el discurso, cuando
la repetición es casi
imposible, y con ella la lengua en general: la separación del
concepto y del sonido, del significado y del significante, de lo pneumático
y de lo gramático, la libertad de la traducción y de la tradición, el
movimiento de la interpretación, la diferencia entre el alma y el
cuerpo, el amo y el esclavo, Dios y el hombre, el autor y el actor. Es
la víspera del origen de las lenguas y de ese diálogo entre la teología
y el humanismo, del que la metafísica del teatro occidental no ha hecho
otra cosa que mantener su inagotable repetición.[iii]
Así pues, no se trata tanto de construir una escena muda como una
escena cuyo clamor no se haya apagado todavía en la palabra. La palabra
es el cadáver del habla psíquico, y hay que volver a hallar, junto con
el lenguaje de la vida misma, «el Habla anterior a las palabras».[iv]
El gesto y el habla no están todavía separados por la lógica de la
representación. «Yo añado al lenguaje hablado otro lenguaje, y
procuro darle al lenguaje del habla, cuyas misteriosas posibilidades se
han olvidado, su vieja eficacia mágica, su eficacia hechizadora,
integral. Cuando digo que no representaré obra alguna escrita, quiero
decir que no representaré ninguna obra basada en la escritura y el
habla, que en los espectáculos que voy a montar habrá una parte física
preponderante, y que ésta no podrá fijarse y escribirse en el lenguaje
habitual de las palabras; y que incluso la parte hablada y escrita lo
será en un sentido nuevo» (p.
133).
¿En qué consistirá ese «sentido nuevo»? Y en primer lugar, ¿en qué
consistirá esa nueva escritura teatral? Ésta no ocupará ya el lugar
limitado de una notación de palabras, cubrirá más bien todo el campo
de ese nuevo lenguaje: no sólo escritura fonética y transcripción del
habla, sino escritura jeroglífica, escritura en la que los elementos
fonéticos se coordinan con elementos visuales, pictóricos, plásticos.
La noción de jeroglífico está en el centro del Primer
manifiesto (1932,
IV, p. 107). «Una vez que ha tomado consciencia de ese lenguaje
en el espacio, lenguaje de sonidos, de gritos, de luz, de onomatopeyas,
el teatro debe organizarlo haciendo verdaderos jeroglíficos con los
personajes y los objetos, utilizando su simbolismo y sus
correspondencias en relación con todos los órganos y en todos los
planos.»
En la escena del sueño, tal como la describe Freud, la palabra tiene
el mismo estatuto. Habría que meditar pacientemente esta analogía. En
la Traumdeutung y en el Complemento
metapsicológico a la doctrina de los sueños se delimitan el lugar y el funcionamiento de la palabra. Presente
en el sueño, la palabra sólo interviene en éste como un elemento
entre otros, a veces a la manera de una «cosa» que el proceso primario
manipula según su propia economía. «Los pensamientos se transforman
entonces en imágenes -sobre todo visuales- y las representaciones de
palabras se ven remitidas a las representaciones de cosas
correspondientes, enteramente como si todo el proceso estuviese dominado
por una única preocupación: la aptitud para su puesta en escena (Darstellbarkeit).»
«Es muy notable que el trabajo del sueño se atenga tan poco a las
representaciones de palabras; está siempre dispuesto a sustituir unas
palabras por otras hasta que encuentre la expresión que se pueda
manejar más fácilmente en la puesta en escena plástica» (G.W., X, p.
418 y 419). También Artaud habla de una «materialización visual y plástica
de la palabra» (IV, p. 83); y de «servirse de la palabra en un sentido
concreto y espacial», de «manipularla como un objeto sólido y que
sacude las cosas» (IV, p. 87). Y cuando Freud, al hablar del sueño,
evoca la escultura y la pintura, o al pintor primitivo que, a la manera
de los autores de historietas dibujadas, «dejaba salir de la boca de
sus personajes unas banderolas que llevaban como inscripción (als Schrift), el discurso que el pintor se veía incapaz de
poner en escena en el cuadro» (G.W., Il y III, p. 317), se comprende en
qué puede convertirse la palabra cuando ésta no es ya más que un
elemento, un lugar circunscrito, una escritura rodeada dentro de la
escritura general y el espacio de la representación. Es la estructura
de la adivinanza o del jeroglífico. «El contenido del sueño se nos da
como una escritura figurativa» (Bilderschrift)
(p. 283). Y en un
artículo de 1913: «Bajo la palabra lenguaje, no debe entenderse aquí
sólo la expresión del pensamiento en palabras, sino también el
lenguaje gestual y cualquier otro tipo de expresión de la actividad psíquica,
como la escritura...». «Si se reflexiona en que los medios de puesta
en escena en el sueño son principalmente imágenes visuales y no
palabras, nos parece más justo comparar el sueño con un sistema de
escritura que con una lengua. De hecho la interpretación de un sueño
es de parte a parte análogo al desciframiento de una escritura
figurativa de la antigüedad, como los jeroglíficos egipcios...» (G.
W., VIII, p. 404).
Es difícil saber hasta qué punto Artaud, que se ha referido
frecuentemente al psicoanálisis, había estudiado el texto de Freud. Es
en cualquier caso notable que describa el juego del habla y de la
escritura en la escena de la crueldad de acuerdo con los mismos términos
de Freud, y de un Freud que había sido bastante poco explicado por
entonces. Ya, en el Primer
manifiesto (1932): «EL
LENGUAJE DE LA ESCENA: No se trata de suprimir el habla articulada sino
de dar a las palabras aproximadamente la misma importancia que tienen en
los sueños. Por lo demás, hay que encontrar medios nuevos para
transcribir ese lenguaje, ya sea que tales medios se entronquen con los
de la transcripción musical, ya sea que se recurra a alguna forma de
lenguaje cifrado. Por lo que concierne a los objetos ordinarios, o
incluso el cuerpo humano, elevados a la dignidad de signos, es evidente
que cabe inspirarse en los caracteres jeroglíficos...» (IV, p. 112).
«Unas leyes eternas que son las de toda poesía y de todo lenguaje
viable; y entre otras cosas las de los ideogramas de China y de los
viejos jeroglíficos egipcios. Así, lejos de restringir las
posibilidades del teatro v del lenguaje, bajo el pretexto de que no
representaré ninguna obra escrita, lo que hago es extender el lenguaje
de la escena, multiplico sus posibilidades» (p. 133).
No por ello se ha preocupado menos Artaud en marcar sus distancias con
respecto al psicoanálisis y sobre todo al psicoanalista, con respecto a
aquel que sobre la base del psicoanálisis cree poder sostener el
discurso, detentar su iniciativa y su poder de iniciación.
Pues el teatro de la crueldad es realmente un teatro del sueño pero
del sueño cruel,
es decir, absolutamente necesario y determinado, de un sueño
calculado, dirigido, en contraposición a lo que Artaud creía que era
el desorden empírico de un sueño espontáneo. Se puede llegar a
alcanzar un dominio de los caminos y las figuras del sueño. Los
surrealistas leían a Hervey de Saint-Denys.[v]
En este tratamiento teatral del sueño, «poesía y ciencia deben
identificarse en adelante» (p. 163). Para lo cual es necesario
ciertamente proceder de acuerdo con esa magia moderna que es el psicoanálisis:
«Propongo hacer volver el teatro hacia esa idea elemental mágica,
recuperada por el psicoanálisis moderno» (p. 96). Pero no hay que
ceder a lo que Artaud cree que es el tantear del sueño y del
inconsciente. Hay que producir o reproducir la ley del sueño: «Propongo
renunciar a ese empirismo de las imágenes que el inconsciente aporta al
azar y que se lanzan también al azar llamándolas imágenes poéticas»
(ibíd.).
Puesto que quiere «ver irradiando y triunfando en una escena» «aquello
que forma parte de la ilegibilidad y la fascinación magnética de los
sueños» (II, p. 23), Artaud rechaza, pues, al psicoanalista como intérprete,
comentador segundo, hermeneuta o teórico. Habría rechazado un teatro
psicoanalítico con tanto vigor como condenaba el teatro psicológico. Y
por las mismas razones: rechazo de la interioridad secreta, del lector,
de la interpretación directiva o de la psicodramaturgia. «En la escena
el inconsciente no jugará
ningún papel propio. Basta ya de la confusión que engendra desde en el
autor, y por medio del director teatral y los actores, hasta en los
espectadores. Tanto peor para los analistas, los aficionados al alma y
los surrealistas... Los dramas que representaremos se sitúan
resueltamente al abrigo de todo comentador secreto» (II, p. 45).[vi]
Por su lugar y su estatuto, el psicoanalista seguiría perteneciendo a
la estructura de la escena clásica, a su forma de socialidad, a su
metafísica, a su religión, etc.
El teatro de la crueldad no será, pues, un teatro del inconsciente.
Casi lo contrario. La crueldad es la consciencia, la lucidez expuesta.
«No hay crueldad sin consciencia, sin una especie de consciencia
aplicada.» Y esta consciencia vive realmente de un asesinato. Lo hemos
sugerido más arriba. Artaud lo dice en la Primera
carta sobre la crueldad: «Es
la consciencia lo que le da al ejercicio de todo acto de vida su color
de sangre, su tonalidad cruel, puesto que se comprende que la vida es
siempre la muerte de alguien» (IV, p. 121).
Quizás contra lo que se alza también Artaud es contra cierta
descripción freudiana del sueño como realización sustitutiva del
deseo, como función de vicariado: lo que aquél pretende mediante el
teatro es devolverle su dignidad al sueño y hacer de éste algo más
originario, más libre, más afirmador, que una actividad sustitutiva. Quizás es contra una cierta imagen
del pensamiento freudiano contra lo que escribe en el Primer manifiesto: «Pero
considerar el teatro como una función psicológica o moral de segunda
mano, y pensar que los sueños mismos no son más que una función
sustitutiva, es disminuir el alcance poético profundo tanto de los sueños
como del teatro» (p. 110).
Finalmente, un teatro psicoanalítico correría el riesgo de ser
desacralizador, y de confirmar así a Occidente en su proyecto y en su
trayecto. El teatro de la crueldad es un teatro hierático. La regresión
hacia el inconsciente (cf. IV, p. 57) fracasa si no despierta lo
sagrado, si no es experiencia «mística» de la «revelación», de la
«manifestación» de la vida, en su primer florecimiento.[vii]
Hemos visto por qué razones los jeroglíficos debían sustituir a los
signos puramente fónicos. Hay que añadir que éstos están en menos
comunicación que aquellos con la imaginación de lo sagrado. «Y quiero
[en otro lugar Artaud dice: «Puedo»] con el jeroglífico recuperar en
un soplo la idea del teatro sagrado» (IV, pp. 163 y 182). En la
crueldad debe producirse una nueva epifanía de lo sobrenatural y de lo
divino. No a pesar de sino gracias al despojo de Dios y a la destrucción
de la maquinaria teológica del teatro. Lo divino ha sido estropeado por
Dios. Es decir, por el hombre que, al dejarse separar de la Vida por
Dios, al dejarse usurpar su propio nacimiento, se hizo hombre
mancillando la divinidad de lo divino: «Pues lejos de creer que lo
sobrenatural, lo divino han sido inventados por el hombre, pienso que es
la intervención milenaria del hombre lo que ha terminado corrompiéndonos
lo divino» (IV, p. 13).
La restauración de la crueldad divina pasa, pues, por el asesinato
de Dios, es decir, ante todo, del hombre-Dios.[viii]
Quizás podríamos preguntarnos ahora no en qué condiciones puede
serle fiel a Artaud un teatro moderno, sino en qué casos, con
seguridad, le es infiel. ¿Cuáles pueden ser los temas de la
infidelidad, incluso en aquellos que apelan a Artaud, de esa manera
militante y ruidosa bien sabida? Nos contentaremos con nombrar esos
temas. Es, sin género de duda, extraño al teatro de la crueldad:
1. todo teatro no sagrado.
2. todo teatro que privilegie el habla, o más bien el verbo, todo
teatro de palabras, incluso si ese privilegio llega a ser el de un habla
que se destruye a sí mismo, al transformarse en gesto o reiteración
desesperada, relación negativa
del habla consigo mismo, nihilismo teatral, eso que todavía se
llama teatro del absurdo. No es sólo que un teatro así sería
consumado con habla, sin destruir el funcionamiento de la escena clásica,
sino que no sería, en el sentido en que lo entendía Artaud (y sin duda
Nietzsche) afirmación.
3. todo teatro abstracto que excluya algo de la totalidad del arte, y en consecuencia, de la
vida y sus recursos de significación: danza, música, volumen,
profundidad plástica, imagen visible, sonora, fónica, etc. Un teatro
abstracto es un teatro en el que no se habría consumado la totalidad
del sentido y de los sentidos. Sería un error concluir de ahí que
basta con acumular o yuxtaponer todas las artes para crear un teatro
total que se dirija al «hombre total» (IV, p. 147).[ix]
No hay nada más lejos de eso que tal totalidad como ensamblaje, ese
remedo exterior y artificial. A la inversa, ciertas aparentes
extenuaciones de los medios escénicos prosiguen con mayor rigor la
trayectoria de Artaud. Suponiendo que, cosa en lo que no creemos,
tuviese algún sentido hablar de una fidelidad a Artaud, a algo así
como su «mensaje» (ya esta noción lo traiciona), una rigurosa y
minuciosa y paciente e implacable sobriedad en el trabajo de la
destrucción, una austera agudeza que enfoque bien las piezas
principales de una máquina todavía muy sólida, se imponen hoy en día
con más seguridad que la movilización general de las artes y de los
artistas, que la turbulencia o la agitación improvisada bajo la mirada
burlona y tranquila de la policía.
4. todo
teatro de la distanciación. Éste no hace otra cosa que consagrar con
insistencia didáctica y pesadez sistemática la no-participación de
los espectadores (e incluso de los directores y los actores) en el acto
creador, en la fuerza irruptiva que se abre camino en el espacio escénico.
El
Verfremdungseffekt sigue estando prisionero de una paradoja
clásica y de ese «ideal europeo del arte» que «aspira a arrojar al
espíritu a una actitud separada de la fuerza y que asiste a su exaltación»
(IV, p. 15). Desde el momento en que «en el teatro de la crueldad el
espectador está en el medio mientras que el espectáculo lo rodea»
(IV, p. 98), la distancia de la mirada ya no es pura, no puede
abstraerse de la totalidad del medio sensible; el espectador investido
no puede ya constituir
su
espectáculo y dárselo como objeto. No hay ya espectador ni espectáculo,
hay una fiesta (cf. IV, p.
102). Todos los límites que surcaban la teatralidad clásica
(representado / representante, significado / significante, autor /
director / actores / espectadores, escena / sala, texto / interpretación,
etc.) eran prohibiciones ético-metafísicas, arrugas, muecas, rictus, síntomas
del miedo ante el peligro de la fiesta. En el espacio festivo abierto
por la transgresión, no debería ya poder extenderse la distancia de la
representación. La fiesta de la crueldad quita las rampas y los
parapetos ante «el peligro absoluto» que es «sin fondo» (septiembre
1945): «Necesito actores que ante todo sean seres, es decir, que en la
escena no tengan miedo de la sensación verdadera de una puñalada, y de
las angustias, para ellos absolutamente
reales, de un supuesto alumbramiento; Mounet-Sully cree en lo que
hace, crea esa ilusión, pero sabe que está tras un parapeto, yo
suprimo el parapeto...» (Carta a Roger Blin). En comparación con la
fiesta, así llamada por Artaud, y con esa amenaza de lo «sin-fondo»,
el «happening» suscita una sonrisa: éste es, en relación con la
experiencia de la crueldad, lo que el carnaval de Niza, quizás, en
relación con los misterios de Eleusis. Esto depende en especial del
hecho de que aquél sustituye con la agitación política esa revolución
total que prescribía Artaud. La fiesta debe ser un acto
político. Y el acto de revolución
política es teatral.
5. todo teatro no político. Decimos efectivamente que la fiesta debe
ser un acto
político y no la transmisión más o menos elocuente, pedagógica y
civilizada de un concepto o de una visión político-moral del mundo. Si
se reflexionara -cosa que no podemos hacer aquí- sobre el sentido político
de ese acto y de esa fiesta, sobre la imagen de la sociedad que fascina
aquí el deseo de Artaud, se tendría que llegar a evocar para hacer
observar en ello la mayor diferencia dentro de la mayor afinidad,
aquello que en Rousseau hacía también que se pusiesen en comunicación
la crítica del espectáculo clásico, la desconfianza frente a la articulación en el lenguaje, el ideal de la fiesta pública que sustituye a la
representación, y un cierto modelo de sociedad perfectamente presente a
sí, en pequeñas comunidades que hacen inútil y nefasto, en los
momentos decisivos de la vida social, el recurso a la representación.
A la representación, a la suplencia, a la delegación tanto política
como teatral. Se podría mostrar de manera muy precisa: es el representante
en general -sea lo que sea lo que represente- de lo que sospecha
Rousseau tanto en el Contrato social como
en la Carta a M. d’Alembert,
en donde propone que se reemplacen las representaciones teatrales
por fiestas públicas sin exposición ni espectáculo, sin «nada que
ver» y en las que los espectadores se convertirían ellos mismos en los
actores: «Pero, en fin, ¿qué objetos tendrán esos espectáculos?
Nada, si se quiere... Plantad en medio de una plaza un poste coronado de
flores, reunid ahí al pueblo, y tendréis una fiesta. Haced todavía
algo mejor: dad como espectáculo a los espectadores; convertidlos a
ellos mismos en actores».
6. todo teatro ideológico, todo teatro de cultura, todo teatro de
comunicación, de interpretación
(en el sentido corriente y no en el sentido nietzscheano, claro está),
que pretenda transmitir un contenido, entregar un mensaje (cualquiera
que sea su naturaleza: política, religiosa, psicológica, metafísica,
etc.), que deje leer el sentido de un discurso a unos oyentes,[x]
que no se agote totalmente con el acto
y el tiempo presente de la
escena, que no se confunda con ésta, que pueda ser repetida sin ella.
Abordamos aquí lo que parece que es la esencia profunda del proyecto de
Artaud, su decisión histórico-metafísica. Artaud
ha querido borrar la repetición en general. La repetición era para él el mal, y sin duda se podría
organizar toda una lectura de sus textos alrededor de ese centro. La
repetición separa de ella misma a la fuerza, a la presencia, a la vida.
Esta separación es el gesto económico y calculador de aquello que se
difiere para conservarse, de aquello que reserva el gasto y cede al
miedo. Este poder de repetición ha regido todo lo que Artaud ha querido
destruir, y tiene varios nombres: Dios, el Ser, la Dialéctica. Dios es
la eternidad cuya muerte se prosigue indefinidamente, cuya muerte, como
diferencia y repetición en la vida, no ha cesado nunca de amenazar la
vida. No es el Dios vivo, es el Dios-Muerte el que debemos temer. Dios
es la Muerte. «Pues incluso el infinito es muerte, / infinito es el
nombre de un muerto / que no está muerto» (en 84). Desde
el momento en que hay repetición, Dios está ahí, el presente se
guarda, se reserva, es decir, se sustrae a sí mismo. «Lo absoluto no
es un ser, y no podrá serlo nunca pues no puede serlo sin atentar
contra mí, es decir sin arrancarme un ser, que quiso un día ser dios
cuando eso no es posible, ya que Dios no puede manifestarse todo de una
vez, dado que él se manifiesta infinita cantidad de veces durante todas
las veces de la eternidad como el infinito de las veces y de la
eternidad, lo cual crea la perpetuidad» (9-1945). Otro nombre de la
repetición re-presentativa: el Ser. El Ser es la forma bajo la cual la
diversidad infinita de las formas y de las fuerzas de vida y de muerte
pueden mezclarse y repetirse en la palabra indefinidamente. Pues no hay
palabra, ni en general signo, que no esté construido mediante la
posibilidad de repetirse. Un signo que no se repita, que no esté
dividido por la repetición ya en su «primera vez», no es un signo. La
referencia significante debe, pues, ser ideal -y la identidad no es más
que el poder asegurado de la repetición- para referirse cada vez a lo
mismo. Por eso el Ser es la palabra-clave de la repetición eterna, la
victoria de Dios y de la Muerte sobre el vivir. Como Nietzsche (por
ejemplo en El nacimiento de la
filosofía...) Artaud
rehúsa a que se subsuma la Vida bajo el Ser e invierte el orden de la
genealogía: «En primer lugar, vivir y ser según la propia alma, el
problema del ser no es más que la consecuencia de aquello» (9-1945).
«No hay mayor enemigo del cuerpo humano que el ser» (9-1947).
Algunos otros inéditos dan valor a eso que llama Artaud con
propiedad «lo más allá del ser» (2-1947), manejando esa
expresión de Platón (que Artaud no dejó de leer) en un estilo
nietzscheano. Finalmente la Dialéctica es el movimiento por el que el
gasto se recupera en la presencia, es la economía de la repetición. La
economía de la verdad. La repetición resume
la negatividad, recoge y guarda el presente pasado como verdad, como
idealidad. Lo verdadero es siempre aquello que se puede repetir. La
no-repetición, el gasto resuelto y sin retorno en la única vez, que
consume el presente, debe acabar con la discursividad acobardada, con la
ontología ineludible, con la dialéctica, «pues la dialéctica [una
cierta dialéctica] es lo que me ha perdido...» (9-1945).
La dialéctica es siempre lo que nos pierde porque es lo que siempre cuenta
con nuestro rechazo. Como con nuestra afirmación. Rechazar la muerte
como repetición es afirmar la muerte como gasto presente y sin retorno.
Y a la inversa. La repetición nietzscheana de la afirmación está al
acecho de ese esquema. El gasto puro, la generosidad absoluta que ofrece
la unicidad del presente a la muerte para hacer aparecer el presente como tal, ha comenzado
ya a querer guardar la presencia del presente, ha abierto ya el libro y
la memoria, el pensamiento del ser como memoria. No querer guardar el
presente es querer preservar aquello que constituye su irremplazable y
mortal presencia, lo que no se repite en él. Gozar de la diferencia
pura; esta sería, reducida a su imagen exangüe, la matriz de la
historia del pensamiento que se piensa desde Hegel.
La posibilidad del teatro es el centro obligado de este pensamiento que
reflexiona sobre la tragedia como repetición. En ninguna parte está la
amenaza de la repetición tan bien organizada como en el teatro. En
ninguna otra parte se está tan cerca de la escena como origen de la
repetición, tan cerca de la repetición primitiva que se trataría de
borrar, despegándola de sí misma como de su doble. No en el sentido en
que Artaud hablaba del Teatro y
su doble,[xi]
sino designando así ese pliegue, esa duplicación interna que
sustrae al teatro, a la vida, etc., la presencia simple de su acto
presente, en el movimiento irreprimible de la repetición. «Una vez»
es el enigma de lo que no tiene sentido, no tiene presencia, no tiene
legibilidad. Pero para Artaud la fiesta de la crueldad no debiera tener
lugar más que una vez:
«Dejemos a los peones las críticas de textos, a los estetas las críticas
de formas, y reconozcamos que lo que ya ha sido dicho no es como para
seguir diciéndolo; que una expresión no vale dos veces, no vive dos
veces; que toda palabra, una vez pronunciada, está muerta, y que sólo
actúa en el momento en que se pronuncia, que una forma empleada ya no
sirve, y se limita a invitar a que se busque otra, y que el teatro es el
único enclave del mundo en que un gesto realizado no se recomienza dos
veces» (IV, p. 91). Eso es realmente, en efecto, lo que parece: la representación
teatral es finita, no deja detrás de sí, detrás de su actualidad,
ninguna huella, ningún objeto que llevarse. No es ni un libro ni una
obra, sino una energía, y en ese sentido es el único arte de la vida.
«El teatro enseña justamente la inutilidad de la acción que una vez
hecha no es ya cosa de seguir haciéndola, y la utilidad superior del
estado inutilizado por la acción, que, vuelto
al revés, produce la sublimación» (p. 99). En ese sentido el teatro de la
crueldad sería el arte de la diferencia y del gasto sin economía, sin
reserva, sin retorno, sin historia. Presencia pura como diferencia pura.
Su acto debe olvidarse, olvidarse activamente. Hay que practicar aquí
esa aktive Vergesslichkeit
de la que habla la segunda disertación de la Genealogía
de la moral que nos
explica también la «fiesta» y la «crueldad» (Grausamkeit).
La repugnancia de Artaud frente a la escritura no teatral tiene el
mismo sentido. Lo que inspira esa repugnancia no es, como en el Fedro, el gesto del cuerpo, la marca sensible y mnemotécnica, hipomnésica,
exterior a la inscripción de la verdad en el alma; es, por el
contrario, la escritura como lugar de la verdad inteligible, lo otro del
cuerpo viviente, la idealidad, la repetición. Platón critica la
escritura como cuerpo. Artaud, como la anulación del cuerpo, del gesto
vivo que sólo tiene lugar una vez. La escritura es el espacio mismo y
la posibilidad de la repetición en general. De ahí que: «Hay que
acabar con esa superstición de los textos y de la poesía escrita.
La poesía escrita vale una vez, y después, que se destruya» (IV,
pp. 93 y 94).
Al enunciar en tales términos los temas de la infidelidad,
inmediatamente se comprende que la fidelidad es imposible. Hoy en día
no hay en el mundo del teatro nadie que responda al deseo de Artaud. Y
desde este punto de vista, ni habría que hacer excepción con las
tentativas del mismo Artaud. Él lo sabía mejor que los demás: la «gramática»
del teatro de la crueldad, de la que decía que estaba «por encontrar»
seguirá siendo siempre el límite inaccesible de una representación
que no sea repetición, de una re-presentación que sea presencia plena,
que no lleve en sí su doble como su muerte, de un presente que no
repita, es decir, de un presente fuera del tiempo, de un no-presente. El
presente no se da como tal, no aparece, no se presenta, no abre la
escena del tiempo o el tiempo de la escena, sino acogiendo su propia
diferencia interna, sino en el pliegue interior de su repetición
originaria, en la representación. En la dialéctica.
Artaud lo sabía bien: «...una cierta dialéctica...». Pues si se
piensa convenientemente el horizonte
de la dialéctica -fuera de un hegelianismo convencional- se
comprende quizás que aquélla es el movimiento indefinido de la
finitud, de la unidad de la vida y de la muerte, de la diferencia, de la
repetición originaria, es decir, el origen de la tragedia como ausencia
de origen simple. En este sentido la dialéctica es la tragedia, la única
afirmación posible contra la idea filosófica o cristiana del origen
puro, «contra el espíritu del comienzo»: «Pero el espíritu del
comienzo no ha dejado de hacerme hacer tonterías, y yo no he dejado de
disociarme del espíritu del comienzo, que es el espíritu del
cristianismo...» (septiembre 1945). Lo trágico no es la imposibilidad sino la necesidad de la repetición.
Artaud sabía que el teatro de la crueldad ni comienza ni se lleva a
cabo en la pureza de la presencia simple, sino ya en la representación,
en el «segundo momento de la Creación», en el conflicto de fuerzas
que no ha podido ser el de un origen simple. Sin duda la crueldad puede
comenzar a ejercerse, pero debe también, por ello, dejarse encentar.
El origen está siempre encentado. Así es la alquimia del teatro: «Quizás se nos pida antes de
seguir que definamos qué entendemos por teatro típico y primitivo. Y
de esa manera entraremos en el núcleo del problema. Si, en efecto, se
plantea la cuestión de los orígenes y de la razón de ser (o de la
necesidad primordial) del teatro, se encuentra, por un lado, y metafísicamente,
la materialización o más bien la exteriorización de una especie de
drama esencial que contendría de una manera a la vez múltiple y única
los principios esenciales de todo drama, ya ellos mismos orientados
y
divididos, no lo bastante para perder su carácter de
principios, pero lo bastante para contener de forma sustancial y activa,
es decir, llena de descargas, infinitas perspectivas de conflictos.
Analizar filosóficamente un drama como ése es imposible, y sólo poéticamente...
Y este drama esencial, se nota perfectamente, existe, y está hecho a la
imagen de algo más sutil que la Creación misma, la cual hay que
representársela realmente como el resultado de una Voluntad única - y sin
conflicto. Hay que
pensar que el drama esencial, el que estaba en la base de todos los
Grandes Misterios, se liga al segundo momento de la Creación, el de la
dificultad y del Doble, el de la materia y del espesamiento de la idea.
Parece realmente que allí donde reina la simplicidad y el orden, no
puede haber teatro ni drama, y el verdadero teatro nace, como la poesía
por otra parte, pero por otras vías, de una anarquía que se
organiza... » (IV, pp. 60-62).
El teatro primitivo y la crueldad comienzan, pues, también, con la
repetición. Pero la idea de un teatro sin representación, la idea de
lo imposible, si bien no nos ayuda a regular la práctica teatral, nos
permite quizás pensar su origen, su víspera y su límite, nos permite
pensar el teatro actualmente a partir de la abertura de su historia y en
el horizonte de su muerte. La energía del teatro occidental se deja
discernir así en su posibilidad, cosa que no es accidental, que resulta
para toda la historia de Occidente un centro constitutivo y un lugar
estructurador. Pero la repetición sustrae el centro y el lugar, y lo
que acabamos de decir acerca de su posibilidad tendría que impedirnos
hablar de la muerte como de un horizonte y del nacimiento como de una abertura pasada.
Artaud se ha mantenido muy cerca del límite: la posibilidad y la
imposibilidad del teatro puro. La presencia, para ser presencia y
presencia a sí, ha comenzado ya desde siempre a representarse, ya desde
siempre ha sido encentada. La afirmación misma debe encentarse repitiéndose.
Y esto quiere decir que el asesinato del padre que abre la historia de
la representación y el espacio de la tragedia, el asesinato del padre
que Artaud quiere en suma repetir muy cerca de su origen pero en
una sola vez, ese
asesinato no tiene fin y se repite indefinidamente. Comienza repitiéndose.
Se encenta en su propio comentario, y va acompañado por su propia
representación. Con lo cual se anula y confirma la ley transgredida.
Basta para eso con que haya un signo, es decir, una repetición.
Bajo este aspecto del límite, y en la medida en que quiso salvar la
pureza de una presencia sin diferencia interior y sin repetición (o,
cosa que, paradójicamente, equivale a lo mismo, de una diferencia
pura),[xii]
Artaud deseó también la imposibilidad del teatro, quiso borrar él
mismo la escena, no ver más lo que pasa en un lugar siempre habitado u
obsesionado por el padre, y sometido a la repetición del asesinato. ¿No
es acaso Artaud quien quiere reducir la archi-escena cuando escribe en Aquí-yace: «Yo,
Antonin Artaud, soy / mi padre, mi madre, / y yo»?
El que se haya mantenido así en el límite de la posibilidad teatral,
que haya querido a la vez producir y anular la escena, eso es algo de lo
que tenía consciencia muy nítida. Diciembre 1946:
«Y ahora diré algo que va a asombrar quizás
a bastantes personas.
Soy el enemigo
del teatro.
Lo he sido siempre.
Cuanto más amo el teatro,
tanto más soy, por esa razón, su enemigo.»
Esto es lo que se ve inmediatamente después: es al teatro como
repetición a lo que no puede resignarse, el teatro como no-repetición
a lo que no puede renunciar:
«El teatro es un desbordamiento pasional,
una terrible transmisión de fuerzas
del cuerpo
al cuerpo.
Esta transmisión no puede reproducirse dos veces.
Nada más impío que el sistema de los balineses que. consiste,
después de haber producido una vez esa transmisión,
en lugar de buscar otra,
en recurrir a un sistema de embrujamientos particulares
para privar a la fotografía astral de los gestos obtenidos.»
El teatro como repetición de lo que no se repite, el teatro como
repetición originaria de la diferencia en el conflicto de fuerzas,
donde «el mal es la ley permanente, y lo que está bien es un esfuerzo
y ya una crueldad que se sobreañade a la otra», ese es el límite
mortal de una crueldad que comienza con su propia representación.
Puesto que ya desde siempre ha comenzado, la representación, en
consecuencia, no tiene fin. Pero cabe pensar la clausura de lo que no
tiene fin. La clausura es el límite circular dentro del cual se repite
indefinidamente la repetición de la diferencia. Es decir, su espacio de
juego. Este movimiento es el movimiento del mundo como juego. «Y para el
absoluto la vida misma es un juego» (IV, p. 282). Este juego es la
crueldad como unidad de la necesidad y del azar. «Es el azar lo que es
lo infinito, y no dios» (Fragmentaciones).
Este juego de la vida es artista.[xiii]
Pensar la clausura de la representación es, pues, pensar la potencia
cruel de muerte y de juego que permite a la presencia nacer a sí misma,
gozar de sí mediante la representación en que aquélla se sustrae en
su diferancia. Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico:
no como representación del destino sino como destino de la representación.
Su necesidad gratuita y sin fondo.
Y por qué en su clausura es fatal
que siga la representación.
Jacques
Derrida
[i]
En 84, p. 109. Al igual que en el precedente ensayo
sobre Artaud, los textos señalados mediante fechas son inéditos.
[ii]
«La psicología del orgiasmo entendido como un desbordante
sentimiento de vida y de fuerza, dentro del cual el mismo dolor actúa
como estimulante, me dio la clave para entender el concepto de
sentimiento trágico, que ha sido malentendido tanto por Aristóteles
como especialmente por nuestros pesimistas.» El arte como imitación
de la naturaleza comunica con el tema catártico. «No para
desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de
un afecto peligroso mediante una vehemente descarga del mismo -así
lo entendió Aristóteles-: sino para, más allá del espanto y la
compasión, ser nosotros
mismos el eterno
placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer
del destruir (die
Lust am Vernichten). Y
con esto vuelvo a tocar el sitio del que en otro tiempo partí:
El
nacimiento de la tragedia
fue mi primera transvaloración de todos los valores: con esto
vuelvo a situarme otra vez en el terreno del que brotan mi querer,
mi poder -yo, el último discípulo del filósofo Dioniso-, yo, el maestro del
eterno retorno» (Götzen-Dämmerung,
Werke, II, p.
1.032). (Trad. esp. A. Sánchez
Pascual.)
[iii]
Habría que confrontar El
teatro y su doble con
el Ensayo sobre el origen de las lenguas,
El nacimiento de la tragedia, todos los textos anejos de
Rousseau y de Nietzsche, y reconstituir su sistema de analogías
y oposiciones.
[iv]
«En este teatro, toda creación procede de la escena, encuentra su
traducción e incluso sus orígenes en un impulso psíquico secreto
que es el Habla anterior a las palabras» (IV, p. 72). «Este nuevo
lenguaje [...] parte de la NECESIDAD del habla mucho más que del
habla ya formada» (p. 132). En este sentido, la palabra es el
signo, el síntoma de un cansancio del habla viviente, de una
enfermedad de la vida. La palabra, como habla clara, sometida a la
transmisión y la repetición, es la muerte en el lenguaje: «Se diría
que el espíritu, al no poder ya más, se ha decidido por las
claridades del habla» (IV, p. 289). Acerca de la necesidad de «cambiar
el destino del habla en el teatro», cf. IV, pp. 86 y 87, 113.
[v]
Los sueños y los
medios de dirigirlos (1867) se evocan en la obertura de Los vasos comunicantes.
[vi]
«Miseria de una psique improbable, que el cartel de los supuestos
psicólogos no ha dejado de sujetar con alfileres en los músculos
de la humanidad» (Carta escrita desde Espalion a Roger Blin, 25 de
marzo de 1946). «Sólo nos quedan muy pocos y muy discutibles
documentos sobre los Misterios de la Edad Media. Es cierto que tenían,
desde el puro punto de vista escénico, recursos que desde hace
siglos el teatro ya no posee, pero allí se podía encontrar, acerca
de los conflictos reprimidos del alma, una ciencia que el psicoanálisis
moderno apenas acaba de volver a descubrir, y en un sentido mucho
menos eficaz y moralmente menos fecundo que en los dramas místicos
que se representaban en los pórticos» (2-1945). Este fragmento
multiplica las agresiones contra el psicoanálisis.
[vii]
«En esta manera poética y activa de enfocar la expresión en la
escena, todo nos lleva a apartarnos de la acepción humana, actual y
psicológica, para volver a encontrar su acepción religiosa y mística,
cuyo sentido ha perdido completamente nuestro teatro. Si basta, por
otra parte, con pronunciar las palabras religioso o místico para
que a uno se le confunda con un sacristán, o con un bonzo
profundamente iletrado de un templo budista -apto a lo sumo para
recitar las plegarias como chicharras- eso simplemente permite
juzgar nuestra incapacidad para sacar de una palabra todas sus
consecuencias...» (IV, pp, 56 y 57). «Es un teatro que elimina al
autor en provecho de aquello que, en nuestra jerga occidental del
teatro, llamaríamos el director; pero éste se convierte en una
especie de ordenador mágico, un maestro de ceremonias sagradas. Y
la materia sobre la que trabaja, los temas que hace palpitar no son
suyos, sino de los dioses. Esos temas proceden, al parecer, de las
junturas primitivas de la Naturaleza, que ha favorecido un Espíritu
doble. Lo que éste conmueve es lo MANIFESTADO. Es una especie de Física
primera, de la que el Espíritu no se ha desprendido nunca» (pp. 72
ss.). «Hay en ellas [en las realizaciones del teatro balinés] algo
del ceremonial de un rito religioso, en el sentido de que extirpan
del espíritu de quien los contempla cualquier idea de simulación,
de irrisoria imitación de la realidad... Los pensamientos a los que
apunta, los estados de espíritu que pretende crear, las soluciones
místicas que propone, son sentidas, desencadenadas, alcanzadas, sin
retraso ni ambages. Todo esto parece un exorcismo para hacer que
AFLUYAN nuestros demonios» (pp. 73, cf. también pp. 318 y 319 y V,
p. 35).
[viii]
Hay que restaurar, contra el pacto de miedo que da nacimiento al
hombre y a Dios, la unidad del mal y la vida, de lo satánico y lo
divino: «Yo, Antonin Artaud, nacido en Marsella el 4 de septiembre
de 1896, soy satán y soy dios, y no quiero a la Santa Virgen»
(escrito de Rodez, sept. 1940.
[ix]
Acerca del espectáculo integral, cf. II, pp. 33 y 34. Este tema se
ve acompañado frecuentemente con alusiones a la participación como
«emoción interesada»: crítica de la experiencia estética como
desinterés. Recuerda la crítica nietzscheana de la filosofía
kantiana del arte. Igual en Nietzsche como en Artaud, ese tema no
debe contradecir el valor de gratuidad lúdica en la creación artística.
Todo lo contrario.
[x]
El teatro de la crueldad no es sólo un espectáculo sin
espectadores, es también un habla sin oyentes. Nietzsche: «El
hombre preso de la excitación dionisíaca, como la muchedumbre orgiástica,
no cuenta con oyentes a los que tenga que comunicar algo, mientras
que el narrador épico, y en general, el artista apolíneo, supone
la existencia de este auditorio. Por el contrario es un rasgo
esencial del arte dionisíaco el no tener en consideración a ese
oyente. El servidor entusiasta de Dionisos no es comprendido más
que por sus iguales, como ya he dicho en otra parte. Pero si nos
representamos a un oyente asistiendo a una de las erupciones endémicas
de la excitación dionisíaca, sería necesario predecirle una
suerte parecida a la de Penteo, el profano indiscreto que fue
desenmascarado y destrozado por las Ménades»... «Pero la ópera,
según los testimonios más explícitos, comienza con esa pretensión
del oyente de comprender las palabras.
¿Cómo? ¿El oyente tendría pretensiones?
¿Las palabras tendrían que ser comprendidas?»
[xi]
Carta a J. Paulhan (25 enero 1936): «Creo que he encontrado para mi
libro el titulo conveniente. Será: EL TEATRO Y SU DOBLE, pues si el
teatro dobla a la vida, la vida dobla al verdadero teatro... Este título
responderá a todos los dobles del teatro que he creído encontrar
desde hace tantos años: la metafísica, la peste, la crueldad... Es
en la escena donde se reconstituye la unión del pensamiento, del
gesto, del acto» (V, pp. 272 y 273).
[xii]
Al querer reintroducir una pureza en el concepto de diferencia, se
reconduce éste a la no-diferencia y a la presencia plena. Este
movimiento está muy cargado de consecuencias para toda tentativa
que se oponga a un antihegelianismo indicativo. A esto sólo cabe
escapar, al parecer, pensando la diferencia fuera de la determinación
del ser como presencia, fuera de la alternativa de la presencia y la
ausencia y de todo lo que éstas rigen, pensando la diferencia como
impureza de origen, es decir, como diferancia en la economía finita
de lo mismo.
[xiii]
De nuevo Nietzsche. Estos textos son conocidos. Así, por ejemplo,
en la huella de Heráclito: «Y así, como el niño y el artista, el
fuego eternamente vivo, juega, construye y destruye en la inocencia
- y este juego es el juego de Aión consigo... El niño lanza a
veces el juguete: pero pronto lo coge de nuevo por un capricho
inocente. Pero desde que construye, traba, adjunta y da forma regulándose
por una ley y una ordenanza interior. Sólo el hombre estético
tiene esta visión del mundo. Sólo él recibe del artista y de la
erección de la obra de arte la experiencia de la polémica de la
pluralidad en tanto que ella puede, sin embargo, llevar en sí la
ley y el derecho; la experiencia del artista en tanto que se
mantiene por encima de la obra y a la vez en ella, contemplándola y
actuándola; la experiencia de la necesidad y del juego, del
conflicto de la armonía en tanto que deben acoplarse para la
producción de la obra de arte» (La filosofía en la época
de la tragedia griega,
Werke, Hanser, III, pp.
366 y 367).
No comments:
Post a Comment