CHRISTIAN METZ – Trucaje y cine
Christian Metz (1931-1993)
1. La noción de bandas de imágenes.
La
parte visual de un film sonoro (o la totalidad de un film mudo)
corresponde a lo que se llama la «banda de imágenes». A pesar de este
nombre, la banda de imágenes no está formada únicamente por imágenes,
sino que comprende también dos elementos de naturaleza diferente: por un
lado, todo un corpus de enunciados escritos, como el título de un film,
las menciones de los títulos, la palabra «Fin», los carteles del cine
mudo, los subtítulos de los films sonoros exhibidos en versión original
en el extranjero, las diversas indicaciones del tipo «Veinte años más
tarde», etc.; y por otro lo que hace al objeto de este estudio: diversos
efectos ópticos obtenidos por manipulaciones apropiadas y cuyo conjunto
constituye un material visual no fotográfico.
Una «cortina», un «fundido» son cosas visibles pero no imágenes, ni
representación de algún objeto; un «flou», un «acelerado» no son
fotografías, sino modificaciones pertinentes a las fotografías. El
«material visible de las transiciones», como dice Etienne Souriau (1),
es siempre extra-diegético. Mientras que las imágenes del film tienen
como referencia a objetos, los efectos ópticos tienen como referencia,
de alguna manera, a las imágenes mismas, o al menos a las que son
contiguas en la cadena. El teórico marxista Béla Balázs subrayaba que
estos procedimientos ópticos señalan una intervención directa del
cineasta en el relato (2),
mientras que las fotografías (incluso las que están en movimiento, como
las del cine) únicamente expresan el punto de vista del autor a través
de la fabulación de una «historia»: la manera en que ésta se despliega
revela -al mismo tiempo que la oculta-, envuelve
en resumidas cuentas, la posición del autor sobre los acontecimientos
presentados; es este efecto de envolvimiento que se puede presentir en
la noción de «puesta en escena», que engloba al guión técnico, al
montaje, a los movimientos de aparatos, etc. Se trata en suma de un
cierto tipo de relación entre la ideología y el contenido manifiesto del
texto fílmico. Con un fundido a negro, por el contrario, esta relación
se desplaza y el cineasta (o de alguna manera la cámara) parece hablar
en nombre propio: «efectos fílmicos absolutos», «expresive technique of
the camera» como resume Béla Balázs (3).
Sin embargo, no se debe olvidar que estos efectos ópticos no son
obtenidos en el rodaje; algunos son producidos en laboratorios. Algunos
resultan, pues, de una manipulación de la cámara, a diferencia de otros que resultan de una manipulación de la banda (4). Es una primera división posible, en el interior de los «procedimientos especiales».
2. Trucajes y signos sintácticos.
Esta
división no es la única. Se puede igualmente distinguir entre las
manipulaciones que desembocan en lo que llamamos (conservaré la palabra
para ir más rápido) marcas sintácticas, que en la primera categoría
ubicamos los «signos de puntuación»; y las que constituyen los trucajes:
inversión de la banda, acelerado, cámara lenta, exposiciones múltiples
en un mismo cuadro que permiten mostrar sobre la misma imagen dos
«ejemplares» del mismo actor conversando entre sí, etc. La noción de
trucaje tal como se ha propuesto aquí no debe ser confundido con los
«trucajes» o los «efectos especiales» de los que hablan los técnicos de
los estudios. Preocupados por los problemas prácticos de su oficio, los
técnicos consideran como efectos especiales todos los efectos que hay
que realizar especialmente, y que requieren, además de las faenas
normales de la filmación, una pequeña técnica particular: están en los
estudios los especialistas del trucaje, su nombre figura a veces en los
títulos. Así definido, la rúbrica de los efectos especiales
evidentemente va a formar para el semiólogo un conjunto de figuras bien
heteróclito. Jean Louis Comolli tiene razón en señalar (5) que las nociones de los técnicos -que tienen a veces una característica profesional y por así decir corporativa- no pueden ser consideradas automáticamente como conceptos teóricos: hay que examinar cada caso.
3. Taxemas y exponentes
En
el tema que nos ocupa, la introducción de una tercera pertinencia va
permitir la división de los dominios de los efectos ópticos de modo
distinto. Si consideramos la posición del significante
con relación al resto de la cadena perceptible del film (=criterio
distribucional), el fundido a negro va a oponerse a todos los otros
procedimientos. En efecto, éste ocupa un segmento más o menos largo de
la banda de imágenes en sí misma; cuando un cierre en fundido es seguido
de una apertura en fundido, queda un breve instante durante el cual el
rectángulo negro es el único dato visual proporcionado al espectador: en
este caso el efecto óptico es, por lo tanto, un taxema
fílmico en el sentido de Louis Hjelmslev, un segmento indescomponible
de la cadena que monopoliza la pantalla durante un momento. Lo que
define todos los procedimientos especiales, como lo hemos visto, es una
suerte de diferencia con relación a la fotograficidad.
Para el fundido a negro, esta diferencia reside en el hecho en que el
mismo film durante un instante no da a ver ninguna fotografía. Con los
otros efectos ópticos, la situación es diferente. Consideremos el caso
de la sobreimpresión o el fundido encadenado: consisten en superponer
dos unidades de percepción que son ambas de naturaleza fotográfica;
ciertamente, su superposición no es en sí misma una fotografía: es esta
característica que aquí define la diferencia. Pero en ningún momento el
espectador podrá ver únicamente el efecto óptico, sino que verá imágenes afectadas
de un efecto especial, como una clase de exponente semiológico. El
procedimiento ya no es un taxema, sino un exponente de uno o varios
taxemas, es suprasegmental. Es decir, se refiere a una imagen que le es
contemporánea, mientras que el fundido a negro se refiere a las imágenes
que le son inmediatamente anteriores o posteriores.
Comparado
al fundido a negro, procedimiento-taxema, los procedimiento-exponentes
son bastantes numerosos: iris, cortinas, lentillas especiales, "flou",
inversión de la banda, acelerado, cámara lenta, inserción de "vistas"
fijas en medio de la banda, fundido encadenado, sobreimpresión,
sobreexposición, montaje simultáneo (varias fotos al mismo tiempo,
división de la pantalla en «escenas», pero por yuxtaposición y sin
sobreimpresión), etc.: todos los efectos que suponen (y que afectan) una
o varias fotografías. No obstante, algunos de ellos admiten variantes
mediante las cuales se convierten (si se puede decir) en cuasitaxemas.
Por ejemplo el iris (en apertura o en cierre). Si se considera la parte
de la imagen que queda visible hasta el final es un
procedimiento-exponente, siendo aquí el exponente el halo negro que se
cierra sobre lo que se sigue viendo. Pero si se considera este iris
invasor que solicita la mirada por sí mismo, éste se revela como cercano
al fundido a negro -que, además, lo ha reemplazado, a lo largo de la
historia del cine, en la mayoría de sus empleos-, y es hasta cierto
punto el iris en tanto que tal que ocupa el segmento correspondiente del
film (o al menos de la banda de imágenes, ya que este estudio se limita
a ello y deja de lado los elementos sonoros). Podemos aplicar
observaciones similares a la cortina, según que se consideren las dos
imágenes como si una de ellas empujara fuera de la pantalla a la otra
(entonces el efecto producido es de un exponente de estas dos imágenes),
o que se considere esta curiosa evicción en sí misma que puede, en
última instancia, convertirse en espectáculo esencial hasta que dura su
proceso. Esto se produce sobre todo en una de las variantes técnicas de
la cortina en la que una banda blanca de cierta amplitud barre la
pantalla, empujado por la imagen que viene y empujando la que se va:
efecto empleado por ejemplo en Tom Jones
de Tony Richardson (Inglaterra, 1963), y que tiende a hacer de la
transición un segmento autónomo, por el hecho de la agresividad
perceptiva del material extradiegético utilizado. Esta impresión se hace
aún más fuerte cuando la banda blanca no se desplaza paralelamente en
vertical por el rectángulo de la pantalla, sino que adopta un itinerario
más de fantasía a través del tejido textual, como por ejemplo una raya
que barre circularmente la pantalla a partir de un punto central
(también en Tom Jones,
en donde estos procedimientos corresponden a una voluntad de
distanciamiento, y son el equivalente cinematográfico de una cierta
escritura alegre propia de las novelas del s. XVIII). Por el contrario
en Los siete samurais
de Akira Kurosawa (Japón, 1954), y en muchos otros casos, aparece una
variante de cortina sensiblemente diferente: es una especie de ola de
sombra que recorre la pantalla lateralmente, separando (sin ser bien
percibida en sí misma) la imagen que «sale» y la que «entra»: en este
caso la cortina es un exponente de dos imágenes, y por ende nos vuelve
traer al caso general. Si los efectos ópticos son raramente taxemas es
porque lo propio del film es entregarnos imágenes tratadas de tal o de
tal manera, y no algo diferente de las imágenes (ésta es en suma la
definición del procedimiento-taxema). Intentaré mostrar, un poco más
adelante, que en el cine clásico el régimen de funcionamiento que se
considera óptimo para los efectos especiales es la que permite
relacionarlos a la vez
-por una división de la creencia y una denegación de la percepción- a
la diégesis y a la enunciación. Ahora bien, el procedimiento-taxema está
marcado de entrada como fuera de la diégesis, por lo tanto se encuentra
del lado del discurso en acto. El fundido a negro responde a exigencias
a veces imperiosas de claridad en el relato (que es capaz de satisfacer
en razón su particularidad misma): hay casos en que el cineasta desea
separar netamente una secuencia de la siguiente. Usual por su empleo,
este procedimiento es excepcional por su estatuto; no podríamos
compararlos más que con ciertos títulos (los que están sobre cartones, y
no sobre el fondo de la imagen), con algunos títulos en cierta magnitud
y la palabra «Fin» (bajo la misma reserva): todos los momentos fílmicos
en que la banda de imágenes no nos ofrece ninguna imagen; además, en
estos últimos casos se nos ofrece un texto escrito; en el fundido a
negro, no se nos ofrece nada: el rectángulo negro es menos percibido
como tal, sino como un breve instante de vacuidad fílmica. Su fuerza
reside en esta extenuación. Este vacío singular de la pantalla, en el
universo fílmico que normalmente está tan pleno y tupido, nos lleva a
suponer por su situación insólita una separación fuerte entre el antes y
el después, y el fundido a negro es quizá el único signo de
«puntuación» verdadero que el cine tiene a su disposición hasta hoy. Su
eficacia reside en que es irregular (como se dice de una conjugación), y por su eficacia se ha vuelto habitual. Raro en el sistema, es común en el texto.
4. Trucaje profílmicos y trucaje cinematográficos
Otra
distinción importante es la que concierne únicamente a los trucajes y
no a los signos «sintácticos». Con la sola palabra «trucaje» tenemos la
costumbre de designar dos especies de intervenciones que no se sitúan en
el mismo punto del proceso total de la fabricación del film. Los unos,
que llamaré trucajes profílmicos, en el sentido preciso que la filmología da a este adjetivo (6),
consisten en una pequeña maquinación que ha sido previamente integrado a
la acción o a los objetos frente a los cuales se ha plantado la cámara;
es antes del rodaje que algo ha sido«trucado». Éstos son en el fondo
«juegos» análogos a los de los prestidigitadores. Los códigos
específicos del cine sólo tienen un lugar débil, aunque los films
recurran a ellos frecuentemente. Para los técnicos son trucajes de igual
estatuto que los otros, ya que deben ser puestas a punto especialmente
como los otros. El recurrir al «doble» es un ejemplo usual; el doble
reemplaza al actor en algunas escenas (acrobacia difíciles o peligrosas,
por ejemplo); el cineasta elige una persona parecida al actor o a la
actriz, maquilladores y vestuaristas hacen el resto, el operador tiene
el cuidado de no filmar más que a cierta distancia y bajo cierto ángulo,
etc. Entre los «trucos» de Georges Méliès, muchos eran profílmicos y no
cinematográficos. Méliès no hacía diferencia, prestidigitador de
oficio, consideraba sus trucos cinematográficos como sucedáneos en forma
previsoria de sus juegos de ilusionista que diversas insuficiencias en la maquinaria de su teatro habían hecho imposible durante un tiempo (7). En 1896, cuando Méliès inaugura el «truco de desaparición» en Escamoteo de una dama
-se trataba de hecho de una simple interrupción de la toma en la que la
dama se salía del campo-, esta resolución no estaba a gusto de él: este
procedimiento reemplaza a su parecer la ilusión del teatro que le falta
en ese año. Si a partir de 1900 la invención cinematográfica de Méliès
disminuye y se sofoca, es en parte porque su nuevo estudio comporta un
conjunto de aparatos teatrales perfeccionados. Por su lado Jean Cocteau
ha declarado (8) que en varios de sus films, sobre todo en Orfeo
(1950), había preferido maquinaciones más antiguas que los trucajes de
cine: por ejemplo, los reflejos en los cristales son «interpretados» por
dobles. A estos trucos profílmicos se oponen a los del cine que le son
específicos. En la elaboración del film, éstos intervienen en otro
momento. Es decir, pertenecen a la filmación y no a lo filmado. Como lo
dije ya, son producidos, según los casos, durante el rodaje (=trucaje de
cámara) o luego (=trucaje de banda realizado en laboratorio): en todo
caso no antes. En otra parte intenté mostrar (9)
que la «especificidad cinematográfica» es un fenómeno que admite
gradaciones: algunas figuras son menos específicas que otras, sin dejar
de serlo. Esta presencia, en el interior mismo del dominio globalmente
específico (que a su vez no es más que una parte del film) de varios grados de especificidad, se deja también constatar, entre otros, en el caso de los trucajes cinematográficos
(=trucajes no profílmicos). El «flou», por ejemplo, se debe a la
filmación y no a la acción filmada: por ende es «específico»; no
obstante, el "flou" es una técnica fotográfica que el cine se ha
contentado en retomar; esto no equivale a decir que esté desprovisto de
toda especificidad, ya que una de las características propias a los
códigos cinematográficos es integrar en ellos los códigos fotográficos;
sin embargo, el "flou" es el menos específico del cine -ya que lo
comparte con otros muchos «lenguajes»-, por ejemplo el acelerado que
supone una multiplicidad de fotograma es posible únicamente en el cine y
no es compartido con la fotografía. En suma, lo que hay que comparar
con los trucajes profílmicos, es la gama completa de diferentes trucajes
más o menos
cinematográficos. En cuanto a los efectos ópticos que se consideran con
valor «sintáctico» y que no participan en nada del trucaje,
constataremos que jamás son profílmicos: la pantalla negra, el fundido
encadenado, el iris, las cortinas, la panorámica, etc. son todos, en sus
diferentes grados, procedimientos cinematográficos que implican el
trabajo de la cámara o la preparación de la banda. Es lógico, ya que se
trata de marcas de enunciación que el cine, a lo largo de su historia,
ha constituido lentamente y cuya finalidad consciente excluía la
intervención en el corazón mismo de la acción filmada: éstas pertenecen
al relato y no a la historia, a la instancia de la narración y no a la
instancia narrada. Veremos no obstante que, a pesar de esta situación de
principio, el funcionamiento real del film los induce a inclinarse, al
menos en parte, en provecho de la diégesis.
5. Trucajes imperceptibles, trucajes invisibles, trucajes visibles.
A
través de su contenido, la distinción de lo profílmico y de lo
cinematográfico se ubicaba del lado de la fabricación del film; lo que
sigue por el contrario concierne a su lectura. A primera vista, ésta
parece aplicarse únicamente a los trucajes, y no obstante induce,
gradualmente, a volver sobre la distinción entre los trucajes y los
procedimientos sintácticos. En el cine clásico (el cine de la diégesis),
un protocolo minucioso y codificado, que forma parte de la institución cinematográfica,
prescribe los diferentes tipos de relación que el espectador podrá
mantener con los trucajes; tocamos aquí una verdadera regla de la
percepción, que está en sí misma ligada -es lo que quiero mostrar- a la
repartición histórica de los géneros
cinematográficos. Algunos trucajes son imperceptibles mientras que
otros, por el contrario, están destinados a aparecer (acelerado, cámara
lenta, etc.). Los trucajes imperceptibles, además, no deben ser confundidos con los trucajes invisibles.
El recurso a los dobles es un trucaje imperceptible; hemos visto las
precauciones que toma el cineasta: si se lleva a buen término, el
espectador no notará que ha habido trucaje; podrá saberlo
por haberlo leído en una revista de cine, pero poco importa, si no lo
ha notado, que lo sepa o no (incluso es mejor que lo sepa como lo
veremos más adelante). El trucaje imperceptible es perfectamente
compatible con la convención, propia de la mayoría de los films
actuales, en un grado mínimo de realismo de término medio, es decir,
bajo el régimen de lo que se llama «film realista». Si el actor es más
bajo que la actriz (=films con Charles Boyer e Ingrid Bergman), él lleva
puesto zapatos especiales, o no es fotografiado más que bajos ángulos
estudiados; el film Crin blanco
de Albert Lamorisse (Francia, 1952) ha sido rodado con tres o cuatro
caballos diferentes, mientras que nos cuenta la historia realista de un
caballo (y por supuesto de uno sólo), etc. El trucaje invisible es otra
cosa. El espectador no sabría decir cómo ha sido realizado, ni en qué
punto exacto del texto fílmico interviene; es invisible porque no
sabemos dónde está, porque no lo vemos
(en tanto que vemos un "flou" o una sobreimpresión); pero es
perceptible, ya que se percibe su presencia, la «sentimos», y, además,
este sentimiento es considerado como indispensable, en el código, para
una apropiada apreciación del film. De este modo los trucajes empleados
en los films, los más logrados sobre «el hombre invisible» son: trucajes
muy convincentes, imposibles de localizar, pero de cuya existencia no
hay ninguna duda y constituye incluso uno de los intereses mayores del
film, que cada uno acordará en encontrar como «bien hecho» en razón de
su perfecta calidad (mientras que una secuencia con dobles sólo está
bien hecha si no se sospecha de su intervención). El espectador
habituado al cine, y que conoce la regla del juego, dispone de este modo
de tres regímenes perceptivos que corresponden respectivamente, en el
film, a trucajes imperceptibles, a trucajes visibles y a trucajes
perceptibles pero invisibles. En canto a las marcas de puntuación, no
nos sorprendamos de constatar que también pertenecen todas ellas a la
categoría de los efectos visibles.
6. El trucaje como maquinación confesada.
Así, la teoría indígena del cine (10)
reserva ciertos efectos ópticos un lugar aparte, convirtiéndolos en
instrumentos retóricos, en cláusulas de discurso, escapando de este modo
al universo de la maquinación. Pero por el contrario es esta
maquinación la que define el estatuto oficial de los trucajes en la
institución cinematográfica. Curiosamente, resulta de ello que el
trucaje está siempre confesado. Se confiesa en el film mismo si se trata de un trucaje invisible pero perceptible (y a fortiori
de un trucaje visible); y si es un trucaje imperceptible, se confiesa,
por así decir, en los contornos del film, en su publicidad, en los
comentarios, que van a insistir sobre la proeza técnica en que el
trucaje imperceptible debe ser imperceptible. (No nos dejemos engañar
por los casos particulares en donde la publicidad, al menos inmediata,
calla sobre ciertos trucajes imperceptibles cuya revelación perjudicaría
la otra publicidad: por ejemplo la del actor, si su talla es pequeña y
que el film la ha «agrandado» artificialmente; silencio provisorio y
puntual que no impide que el cine, en su publicidad ampliamente
definida, insista gustosamente sobre sus capacidades de maquinación.)
Cierta duplicidad se vincula por lo tanto a la noción misma de trucaje.
Hay en ello algo que está siempre oculto (ya que sólo es trucaje en la
medida en que la percepción del espectador es sorprendida), y
simultáneamente se indica siempre algo, ya que es importante que sean
los poderes del cine los que se vean acreditados en esta sorpresa de los
sentidos. El trucaje visible, el trucaje invisible y el trucaje
imperceptible representan tres tipos de solución, tres niveles de
equilibrio entre estas dos exigencias fundamentales.
7. El trucaje como proceso de diegetización.
Las
marcas sintácticas se separan así de los trucajes porque no son, en
principio, maquinaciones. De este modo el término «efectos especiales»
(cuya comprehensión es, además, bastante vago) está en general reservado
a los trucajes y excluye en su mayoría los signos retóricos. No
obstante, estos últimos son efectos especiales en la definición que ha
sido dada al comienzo de este texto: procedimientos ópticos particulares
y localizados, que no se confunden con el desarrollo normal de los
fotogramas, efectos visuales pero que no son fotográficos. Sin duda es
por este parentesco tecnológico que los trucajes y las marcas de
enunciación son menos fáciles de distinguir, concretamente, que como
podríamos creer según la bipartición de principio que nos propone a este
propósito la vulgata
de los comentarios cinematográficos. Esta última nos dirá, por ejemplo,
que tal «procedimiento» tiene el valor de una señal sintagmática de
separación entre un antes y un después, mientras que la cámara lenta es
un trucaje destinado a crear una atmósfera onírica. Y es verdad que, en
algunos casos, la diferencia es neta (aunque la cámara lenta, por
convencionalización progresiva, pueda convertirse en signo retórico del
pasaje al sueño, lo que vuelve a plantear el problema...). Pero
inclusive dejando esto, y concediendo que la oposición es a veces
bastante clara y dividida, todavía queda la cuestión de que no es ni ha
sido siempre así. Lo que se experimenta hoy como simple figura de
discurso era usualmente, para los primeros espectadores del
cinematógrafo, un «truco» mágico, una pequeña maravilla sorprendente y
fútil al mismo tiempo. Es Méliès, lo sabemos, quien ha elaborado una
buena parte de los efectos ópticos que están aún hoy en uso, pero él los
consideraba como «formulitas mágicas», «abracadabrantes» (para retomar
las observaciones de Georges Sadoul (11) continuadas por Edgar Morin (12)), más que como figuras de lenguaje, como lo ha mostrado pertinentemente Jean Mitry (13).
Fue necesario la fuerza del hábito, y la progresiva estabilización de
los códigos, para que algunos trucajes cesen de ser trucajes (es
particularmente claro en el caso del fundido encadenado). Esta
incertidumbre de la diacronía se proyecta en parte sobre el plano
sincrónico, dentro del cine actual. Cuando un fundido encadenado figura
entre dos secuencias en la que se quiere señalar la separación y a su
vez un lazo pronunciado -ya que ésta es en suma el significado de esta
«puntuación»- en ese momento es marca de transición (pero sigue siendo
todavía marca evocadora).
Si este fundido encadenado, estirado esta vez con más insistencia,
superpone durante un tiempo el rostro soñador del héroe y la
representación del sueño, el indicador retórico, de ahí en más sensible
como tal, no se libera del todo bien de una empresa de trucaje, y la
secuencia guarda un toque maravilloso y mágico. Un paso más hacia atrás,
y será la sobreimpresión prolongada: trucaje que ahora, sin embargo, se
superpone con el principio de una deixis de enunciación, como en el pasaje de La balada del soldado
de Grigori Chukhrai (U.R.S.S., 1959), en que el joven héroe lleva
consigo, en el tren que atraviesa un triste paisaje invernal, el
recuerdo encantado de algunos breves instantes de felicidad. Es
comprensible que los efectos ópticos, frecuentemente, se muestren como
oscilante entre el estatuto de trucaje y de cláusula. No siendo
fotografías, éstos no son nunca «realistas»; permanecen un poco al
margen con respecto al resto del film (es justamente en este aspecto que
éstos son procedimientos «especiales»), y esta separación, sentida de
algún modo, es interpretada (según el contexto, el género del film:
fantástico, burlesco, o por el contrario menos marcado por lo fabuloso,
etc.) ya como un salto hacia lo insólito, ya como una indicación
metalingüística que ayuda comprender mejor las imágenes contiguas. En la
secuencia de La balada del soldado,
la sobreimpresión del rostro de una muchacha sobre un paisaje invernal y
sobre imágenes ferroviarias no busca de ninguna manera engañar al
espectador: es claro que en la «realidad» (=la de la diégesis), el
soldado hace un viaje en tren; es mentalmente que éste evoca los rasgos
de la muchacha que encontró hace un momento. Se podría decir otro tanto
de la célebre secuencia en forma acelerada de La línea general (o Lo viejo y lo nuevo) de Einsenstein (U.R.S.S. 1929): la kolkhoziana (14)
y el obrero han logrado por fin sacudir la inercia del establecimiento
oficial, y están a punto de obtener la firma necesaria para la compra de
un tractor; los servicios ministeriales, que habíamos visto hasta el
momento como soñolientos, casi dormidos, de repente van a animarse
(gracias al acelerado) a una febril actividad que desemboca en un
santiamén en la preciosa firma: pero nosotros sabemos bien que se trata
de una caricatura (así como de una convención propia al género
burlesco), y que las oficinas del ministerio, aunque convenientemente
solicitados, como lo sugiere el film, no están considerados que trabajen
de ese modo en la realidad diegética. Por el contrario, los films sobre
«el hombre invisible» (que recuerdan muchas veces un procedimiento
especial, el fondo negro con escondites) alcanzan su meta -cuando lo
alcanzan- en la medida en que tenemos la impresión de que el héroe, no
obstante invisible, está en la verdad diegética
y que está a punto de girar lentamente la manija de la puerta: el
efecto fallaría si la idea del procedimiento óptico empleado estuviese
netamente presente en nuestro espíritu, como en los films torpes. Por lo
tanto sólo hay trucaje cuando hay engaño. Podemos convenir el uso de este término en los casos en los que el espectador atribuye a la diégesis la totalidad de los datos visuales que le son proporcionados:
en los films fantásticos, la impresión de irrealismo no es convincente
más que si el público tiene el sentimiento de asistir, no a una
ilustración plausible de procedimientos que obedece a una lógica no
humana, sino a encadenamientos perturbadores o «imposibles» que se
desarrollan a pesar de todo frente a él sobre el modo de surgimiento
acontecimental. En el caso contrario, el espectador opera entre el
material visible en que se constituye el texto fílmico una suerte de
selección espontánea, y sólo relaciona a una parte de ella a la
diégesis. Los servicios del Ministerio de Agricultura han trabajado más
rápido porque se les ha hablado en un tono conveniente: tenemos aquí el
retorno a la diégesis. El film ha querido bromear sobre esta rapidez
inesperada, la ha exagerado irónicamente: tenemos aquí la intensión,
un retorno a la enunciación. En la exacta medida en que se halle
mantenida esta bifurcación perceptiva, lo connotado no puede hacerse
pasar como denotado, es decir, no habría trucaje: el efecto óptico no ha
sido confundido con el juego normal de los fotogramas, lo visual en su
totalidad no ha sido tomado por lo fotográfico, la diegetización no ha sido completa.
8. Trucajes y marcas retóricas (retorno): fluidez de la fronteras.
Es
lo que explica que, en numerosos casos, haya y no haya a la vez
trucajes. La segregación perceptiva definida hace un instante no es
mantenida en su rigor, ni abandonada definitivamente. El espectador no
es víctima de la maquinación al punto de ignorar su existencia, pero no
es consciente de ello al punto de que pierda su eficacia. La actitud del
espectador, cuya creencia se divide, responde así a la del cine, por
eso decía yo que el film propone sus trucajes como maquinaciones
confesadas. En este juego, la institución cinematográfica siempre gana,
ya que ella gana dos veces: como representación en la mediada en que es
efecto especial, poco sensible como tal, es atribuida a la diégesis
(=debilitamiento de la segregación, caída en la magia), y por la
afirmación de su poder en la medida en que este procedimiento, bastante
marcado como tal, es llevado en provecho del discurso: es decir,
mantiene la segregación y la retórica lúdica, de ahí los encantos del
cine. Ahora se comprende mejor porqué las puntuaciones y otras
transiciones no se distinguen muy bien, muchas veces, de los trucajes.
Esto sucede no sólo porque, en la historia del cine, las reglas
sintácticas comenzaron siendo trucajes, sino también porque éstas tienen
en común con los últimos la tecnología, de ser efectos especiales.
Además, los trucajes, en una de sus vertientes (la enunciación
confesada), manifiestan un parentesco intrínseco con las marcas
retóricas y no se han separado en última instancia más que, en
sincronía, por el umbral de un pasaje: de la maquinación confesada
(trucaje), se pasa a la figura puramente sintáctica cuando la confesión
se desambigua suficientemente para que la maquinación no sea sólo una, y
para que el espectador, ante el efecto óptico, no atribuya estas partes
a la diégesis (es el caso de algunos fundidos a negro que se dan
claramente para los límites de los «capítulos»). Se mantiene como
verdad, entonces, que es la ausencia de maquinación
que define, frente al trucaje, la pura señal de transición. Solo que es
raro que una señal de transición sea pura, que no esté acompañada de un
principio (¿o de un fin?) de trucaje. En los mejores films logrados
sobre «el hombre invisible», el espectador más ingenuo -a condición de
estar habituado ir al cine-
no pierde nunca completamente de vista, en medio de su apasionante
interés por la intriga, que las imágenes han debido ser obtenidas por
alguna técnica especial. Inversamente, en la secuencia de La línea general,
el espectador más crítico y advertido tendrá fugitivamente la
impresión, en medio de las reflexiones que esboza sobre la escritura del
cineasta, que los personajes del film se desplazan «de verdad» tan
rápido de cómo se los ve. Tanto el distanciamiento como la
identificación nunca se dan completamente; es uno de los aspectos de
esta «interfusión» de lo real y lo imaginario que ya había estudiado
bien Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario.
La sintaxis del film queda pegado a los movimientos de la afectividad, y
el trucaje maravilloso puede en cualquier momento convertirse en
convención en el cine realista. Los films fantásticos más cautivantes,
los burlescos más divertidos nos ofrecen trucajes que permanecen siempre
más o menos percibidos como instrumentos del discurso; incluso es lo
que constituye estos géneros: sólo pueden funcionar como tales porque
suscitan en el público una reacción doble y contradictoria: creencia en
la realidad, maravillosa o cómica, de los acontecimientos presentados, e
interés
para la proeza en que el cine se muestra capaz. Estos géneros reposan
sobre un equilibrio frágil, que es susceptible de ser roto en cualquier
momento en un sentido o en otro. Es sin duda una de las razones por las
cuales hay tan pocos buenos films burlescos, y menos aún buenos films
fantásticos. La dimensión retórica, en suma, es sensible en el mismo
trucaje, que no es más
que maravilloso. A la inversa, la figura de discurso no es más que
sintáctico, ésta alienta usualmente el proceso de diegetización. Hemos
visto más arriba que en La balada del soldado
se supone que el espectador no diegetiza el contenido de la
sobreimpresión: sabe que la muchacha no está en el tren y que el soldado
se encuentra en él «indefectiblemente», y que el efecto óptico sirve
para introducir convencionalmente imágenes mentales en la representación
de la diégesis. No obstante está claro que esta forma de introducirlas
(de la que no se negará el aspecto convencional) no es en absoluto el
equivalente de un enunciado lingüístico como «El soldado, en el tren,
pensaba en la muchacha». Este último hubiera provocado una representación de palabras,
en el sentido freudiano de la expresión, mientras que la sobreimpresión
se da a ver como una «representación de cosas»; es más, las dos
imágenes, la diegética y la mental, se recargan sin marca formal de
diferenciación y en «soportes» idénticos (=ambos fotográficos); de este
modo lo que es considerado que separa a los ojos de una lógica
"despierta" -oposición de lo «real» con la evocación mental- se
encuentra, por la virtud del procedimiento cinematográfico, sutilmente
negado y borroneado en el momento mismo en que la convención lo indica
expresamente: el exponente narrativo del «pasaje a la interioridad» se
desdobla forzosamente de sugestiones más inquietantes y más profundas:
se presenta desde el principio como una condensación
de dos rostros, donde el deseo del soldado encuentra su realización,
éste arrastra consigo siglos de leyendas y cuentos sobre la telepatía
amorosa, la presencia en la ausencia y los ojos del alma. Es en esta
medida que pierde su pureza sintáctica y hace crecer
la diégesis. Es el caso de todos los signos de diégesis, aunque en
distintos grados; su eventual pureza es sólo un caso límite. El otro
caso límite, que nos conduce al extremo opuesto (por ende, del lado de
los trucajes), son los efectos imperceptibles, de los que hablé más
arriba (los dobles por ejemplo). Es sin duda el único en que no tenemos
modo de preguntarnos en qué medida la intervención especial ha sido
percibida como diegética: ésta no ha sido percibida en absoluto, y por
lo tanto podemos estar seguros que todo ha sido en provecho de la
diegésis. Llegado a esta instancia, la institución cinematográfica
prefiere asegurar su poder antes que mostrarlo: la maquinación está a su máximo, la confesión en su mínimo.
9. La denegación de la percepción en el cine.
En
los casos de mediación (que forman la mayoría de los trucajes y una
buena parte de las marcas «sintácticas»), el doble juego sólo es
posible, por el lado del espectador, por un proceso psíquico algo
parecido a la denegación
que ha sido descrita por Freud a propósito de la angustia de la
castración y el nacimiento del fetichismo. A lo que llamamos
«espectador» del film, en efecto -aquél que mira el film-, no solamente
es el yo consciente (que además, como se sabe, es un sujeto
«escindido»), sino la persona en su conjunto. El pensamiento lógico
«desdiegetiza» sin cesar los procedimientos ópticos: sabe que la muchacha de La balada del soldado
(el objeto del deseo) no está presente en el tren. Pero al mismo tiempo
un otro pensamiento, más ligado a los procesos primarios y al principio
de placer, no se ve advertido de lo que sabe el yo,
ya que no ha sido notificado (o que ha rechazado la notificación): éste
diegetiza sin interrupción lo que la clara consciencia gramaticaliza
simultáneamente. Hay que decir que este pensamiento tiene un profundo
interés en ello (tras la identificación secundaria con el soldado, que
el film da a ver,
que es especular en esto): este otro pensamiento desea que la muchacha
esté en el tren, y el film le permite justamente con la ayuda de esta
sobreimpresión (que «condensa» tan bien), alucinar o soñar esta
presencia. De este modo los poderes de la institución cinematográfica
vendrían al encuentro de los deseos que, en el espectador, no son
superficiales o transitorios; el cine, en este intercambio, se encuentra
más fortalecido. La posibilidad misma de dividir constantemente su
creencia tiene mucho valor en la empresa cinematográfica sobre el
espectador: representa para él una formación de compromiso, altamente
beneficiaria, entre un cierto grado de satisfacción pulsional y un
cierto grado del mantenimiento de las defensas, ya que elude la
angustia. Es en buena parte en razón de este orden que se deben los
fenómenos individuales de vínculo en el cine, que resultan de una
evolución ampliamente opaca y sufrida (donde la formación de compromisos
tiene algo de síntoma), o por el contrario de la elaboración lúcida de
una economía que sea la menos perjudicial posible, tras la desidia de
los integrismos del super-yo
y la adquisición por el sujeto de una mínima capacidad de soportarse a
sí mismo. Este último caso, que corresponde a las formas menos obtusas
de la cinefilia,
explica también la larga empresa de algunas formas del cine clásico,
como los films de género, que manejan el placer de complicidad
difícilmente reemplazable.
10. Del trucaje de cine al cine como trucaje.
Quizá
nos sorprenda que las consideraciones de alcance bastante general sean,
de modo gradual, la continuación de un análisis de los trucajes y de
los signos de puntuación, es decir, fenómenos asaz particulares que sólo
ocupan una pequeña porción del tejido textual del film. Pero estos
casos particulares, en realidad, no son particulares más que en la
medida en que ponen particularmente en evidencia dos hechos que no
tienen nada de particular y marcan al cine en su conjunto: el rol de la
maquinación confesada en la institución cinematográfica, y la denegación
de la percepción en la economía espectatorial.
Es
importante captar, en efecto, que el cine en su conjunto es, de alguna
manera, un extenso trucaje, y que su posición con relación al conjunto
del texto es muy diferente en el cine y en la fotografía: diferencia que
se debe en última instancia a la constitución del cine sobre varias
fotografías, que hace desfilar los «planos» en el interior del film y
los fotogramas en el interior del plano. El trucaje de una fotografía es
una empresa "abrupta" (única y además fija), porque la representación
que ella da de su objeto es considerada inflexiblemente analógica y saca
de ahí su régimen específico de funcionamiento social. Pero vemos al
mismo tiempo lo que le falta de este modo a la fotografía: en su gran
parte, exponentes sintácticos del discurso que son tan numerosos en el
cine. Ciertamente la incidencia angular, la distancia de la toma, la
iluminación, etc. constituyen una interpretación subjetiva del objeto
fotografiado, y la sociedad admite que otros «tratamientos» habrían sido
posibles para el mismo objeto. Pero esta interpretación, como lo ha
mostrado pertinentemente Roland Barthes (15),
es sentida culturalmente como una clara connotación, y de ninguna
manera relacionada a la denotación, es decir, al objeto representado, el
equivalente de la diégesis en el caso de la fotografía fija. Todo
sucede como si la regla del juego invitara al espectador de una
fotografía a operar una severa división perceptiva entre las intenciones
del fotógrafo (siempre más o menos observables como tales, y que
podrían tornarse en trucaje) y la representación fotográfica en sí
misma, en principio estrictamente fiel ya que es obtenida por así decir
de un solo disparo. El espectador llega de alguna manera a
«reencontrar», bajo
el coeficiente de enunciación en que se opera la sustracción mental,
esta «fotografía (incluso utópica) bruta, frontal y neta» de la que
habla Roland Barthes. El sentimiento común quiere que la denotación no
sea construida,
y que todo lo construido sea la connotación. He aquí la dificultad (no
técnicamente, sino psicológicamente, deontológicamente) para trucar una
fotografía: el fotógrafo no tiene elección más que entre una toma
«normal» -que, incluso muy solicitada, no será trucada ya que lo
idealmente denotado encontrará el medio de atravesar indemne todos los
efectos que simplemente lo adornan- y, si quiere verdaderamente engañar a
la gente, la mentira caracterizada, la práctica fraudulenta, como en
los «montajes» fotográficos, hábiles collages de dos tomas diferentes,
de la que se sirven los políticos deshonestos para desacreditar a sus
adversarios, que supuestamente el «objetivo» habría sorprendido en una
situación comprometedora. El trucaje fotográfico debe ser un error
descarado o no ser. Le es incómodo intervenir toscamente en el interior
mismo de la acción fotografiada, ya que se considera que la fotografía
remite en bloque a un espectáculo real que reproduciría de manera
indivisa, no dejando de este hecho ninguna falla, ninguna fisura que
daría oportunidades a un hábil trucaje, o a un semi-trucaje. Por el
contrario, el cine aprovecha una gran parte de estos intersticios,
siembra allí cada uno de sus pasos. Cada pasaje de «plano» a «plano» por
ejemplo -o de fotograma a fotograma, si pensamos en el acelerado o en
la cámara lenta de débil amplitud- ofrece la ocasión de deslizar, entre
los pavimentos compactos pero disjuntos que producen los códigos
analógicos, las habilidades de un trucaje sutil y permanente que es
conforme a los usos, y que no tiene ninguna necesidad de ir hasta la
mentira para ejercer su eficacia, ya que puede permitirse jugar sobre la
multiplicidad de las fotografías y el encadenamiento de éstas, cuya
existencia es asimismo confesada y moral:
la denotación ya no es indivisa, se da a sí misma para construir (es
una de las grandes diferencias semiológicas entre el cine y la foto), ya
no hay obstáculo que se imponga entre lo denotado y lo connotado: de
este modo se pasa suavemente y sin discontinuidad de la simple intención
discursiva (que no obstante el espectador le atribuirá a la diegésis) a
un principio de trucaje en que, sin embargo, este mismo espectador será
parcialmente embaucado. El mismo montaje, que está en la base de todo
el cine, es ya un trucaje perpetuo, sin ser reducido a lo falso
en los casos ordinarios: si varias imágenes sucesivas representan un
lugar bajo ángulos diferentes, el espectador, víctima del «trucaje»,
percibirá espontáneamente este lugar como unitario, ya que es justamente
su percepción la que reconstruye la unidad: el trucaje, en este caso,
reposa sobre una proyección,
y esta es otro aspecto de la construcción analógica, la construcción de
lo representado: construcción en el film, y también construcción en el
espíritu del espectador. Pero simultáneamente, este último no ignorará
que ha visto varias fotografías: no habrá sido engañado. Hoy estamos tan
habituados al montaje que a nadie se le ocurriría ponerlo entre los
trucajes (o entre los efectos «especiales») ya que es una manipulación
tan común y generalizada. Pero el montaje -que permanece como el
prototipo de trucaje en fotografía, un hecho muy significativo- era
mencionado en 1912, en un libro de Ducom sobre la técnica del cine, como
el más elemental de los trucajes. En el cine, en última instancia, son
los recorridos que, según la manera en que se especifican, fundan la
sintaxis más común autorizando los trucajes más deliberados o más raros.
Así se explica que los trucajes imperceptibles sean los únicos trucajes
puros, y que con éstos se pueda asegurar la ilusión para el espectador,
ya que éste no ha notado nada. Desde que abordamos el vasto dominio de
las intervenciones perceptibles, trucaje y lenguaje son sólo dos polos
situados en los extremos de un eje común y continuo, distintos entre sí
por su centro de gravedad pero no por sobre sus fronteras.
***
La
cuestión de la diferencia que tratamos hace un instante entre el cine y
la fotografía tiene algo de paradójico. Parecería en efecto, por otros
aspectos, que nuestra cultura acuerda al cine un crédito de realidad
muy superior al concedido a la foto: el cine, que dispone de
movimiento, de despliegue temporal (sin hablar del sonido y de la
palabra), ¿no parece «reproducir la vida» de manera mucho más completa
-mucho más «viva», como se dice usualmente no por azar- que la
fotografía? Pero hay que tener cuidado. El funcionamiento social de
estos dos lenguajes
no se debe solamente a sus supuestas relaciones con la «realidad», sino
tanto más por su posición respectiva con relación a la tradición
histórica de las artes de la representación (epopeya, novela clásica,
pintura con tema, teatro de intriga, etc.). El cine -por su abundante
índices de realidad que pueden estar al servicio de la ficción-se ha
insertado sin demasiados esfuerzos en esta tradición. Demasiado
desarmada, demasiado «pobre», la fotografía se ha quedado fuera de ésta,
y una parte notable de sus empleos se destacan en este orden que
consideramos como «no artístico»: fotos de identidad, fotos de familia,
ilustraciones para libros técnicos de todo género, fotos de archivo,
etc. En esto la imagen social de la foto se estrecha pesadamente, y
acarrea con ella resabios de estado civil de la que el cine está exento.
Cuando la fotografía no dispone de un poder de realidad suficientemente
prestigioso para que le encarguemos tareas, consideradas más nobles,
del imaginario ficcional, a cambio le prestamos (siempre míticamente),
en un movimiento en que puede leerse como un deseo de inmediación, una
especie de integridad feroz
(aunque sin brillo) en el respeto literal de esta misma realidad: es
esta reputación de "intratable" es la que reduce a aquél que truca a un
simple falsario. Por el contrario el cine se beneficia en el espíritu
público de esta especie de indulgencia que está a mitad de camino de la
fascinación -como los misóginos con respecto a las mujeres- y que
consentimos de manera general a todas aquellas cosas de las que no
esperamos una honestidad completa, y por ende pueden permitirse cierta
duplicidad sin caer en la infamia. Volvemos a encontrar aquí la cuestión
de la maquinación confesada como dije anteriormente. El cine se ha
convertido un arte de representación, y la cultura ha legitimado, como
lo ha hecho en su momento con la novela o la pintura, sus juegos sobre
la ficción de realidad y la realidad de la ficción: de este modo tiene
«facilidades» sociales que le son propias a los herederos, de las que no
dispone la fotografía.
***
Es
sólo eso. Las tecnologías, en este problema, también tienen un gran
peso. Las del cine y las de la fotografía son, a decir verdad, bastante
vecinas, ya que la segunda forma parte de la primera y que, más
esencialmente, éstas producen ambos códigos analógicos en donde se
elabora la semejanza, y por ende la impresión de no-códificación. Entre
uno y lo otro, la diferencia reside sobre todo en el grado de
complejidad. Esta cuestión es muy importante. La codificación
fotográfica es relativamente simple y compacta: mecánica robusta que no
conoce suaves desarreglos, y que no podríamos falsear más que por una
intervención suficientemente brutal para que se denuncie en ella una
alteración en el curso admitido de las cosas. La mecánica del cine,
aunque sea también de tipo analógico, comporta un número mayor de
procedimientos variados de codificación, enlazados por un complejo
entretejido de conexiones: cada fotograma es una fotografía, pero que no
sucede al primero más que por una mediación de un fondo «negro» cuyo
lapso es materia de decisión (esto ha variado desde la época del mudo
hasta ahora); estos fotogramas son agrupados en paquetes (los «planos»)
cuya concatenación abre cada vez una elección (corte franco, efecto
óptico, etc.): mecánica de alta precisión, en el que el poder de la
semejanza crece aún más, pero crece también al mismo tiempo la
vulnerabilidad en ligeros desarreglos que no son otra cosa que la otra
cara de numerosos arreglos necesarios. Haría falta mostrar esta cuestión
un poco más ampliamente. Pero sólo tomaré como prueba de ello una
característica relevante a los trucajes cinematográficos: y es que
ninguno de ellos puede trucar completamente
lo que es trucado. La demora sobre la imagen, que altera el movimiento
normal, deja intacto a la fotograficidad. El "flou", que desarregla la
acomodación, no modifica la posición respectiva de los objetos en el
espacio. La inversión de la banda respeta en el orden temporal una
suerte de principio de especularidad. Dos recortes empalmados en el
mismo plano dejan subsistir las superficies fotográficas no trucadas. La
cámara lenta, que rompe con la velocidad de desplazamiento admitida, no
altera ni la forma ni la dirección del movimiento, etc. Tocamos aquí un
problema que ha sido muy debatido últimamente, en la que recientemente
Jean Patrick Lebel ha consagrado un libro cuya argumentación es
apremiante y en que ciertos desarrollos me parecen sólidos y
convincentes (16). Sin embargo, estoy en desacuerdo con una de las tesis centrales de la obra: a mi parecer la técnica
no designa una suerte vallado que estaría fuera del alcance de la
historia. Es verdad que la técnica, por el hecho de su funcionamiento,
prueba la verdad científica (no ideológica) de los principios que están
en la base. Pero el cómo de su funcionamiento (=los arreglos de la máquina), que no se confunde con su porqué,
no está de ninguna manera bajo el control de la ciencia, e implica
opciones que no pueden ser más que de orden socio cultural. Aunque la
técnica se mantenga alejado de la cultura, ciertas tecnologías -por el
juego de sus características técnicas, como he intentado mostrar- se
prestan a intervenciones en las que las determinaciones históricas se
dan sin ninguna duda. No es necesario ser marxista para convencerse de
esto mirando alrededor de uno.
Conclusión. El cine, ¿en qué historia?
En
el horizonte de todos estos problemas, estamos llevados a interrogarnos
sobre la naturaleza exacta de las relaciones, a la vez real y mal
conocido, que la institución cinematográfica -y no únicamente el cine comercial-mantiene
con la ideología en general. ¿En qué medida esta institución se
sostiene en el deseo de seducir al cliente, en la búsqueda de ganancia, y
por ende en el régimen económico (o en sus supervivencias bajo otros
regímenes)? ¿En qué medida esta institución está ligada al
acontecimiento, histórico en sí mismo y no obstante desfasado con
relación a la cronología de los sistemas económicos, que constituye la
emergencia de las artes de representación, y la simple existencia de una
diégesis? Y para terminar ¿En qué medida el cine en su totalidad no es
más que una invención por la que el hombre intenta responder a los
objetivos obstinados que le propone su narcisismo, investido en formas
lúdicas de una estesis
perpetua susceptible sin embargo de ser tomada en la temporalidad de
una historia? Ahora bien, ¿ésta sería una tercera historia?
NOTAS
1) «Les grands caractères de l’univers filmique» contribución a L’univers filmique (obra colectiva, Flammarion, 1953), p. 11-31.
2) Pasaje citado p. 19.
3) Theory of the Film (Londres, Dennis Dobson, 1952), p. 144.
4) Theory of the Film (op., cit.), p. 143.
5) En «Technique et idéologie» (Cahiers du Cinéma,
1971, ns. 229, 230, 231, y las siguientes), J. L. Comolli observa
pertinentemente que no hay que reducir a la cámara únicamente todo el
conjunto de la tecnología cinematográfica (n. 229, p. 7-8). Op. Cit. n.
231, p. 47.
6) Es profílmico todo lo que se pone frente a la cámara (e inversamente) para la toma.
7) Georges Sadoul: «Georges Méliès y la primera elaboración del lenguaje cinematográfico» Revue internationale de Filmologie, n. 1 junio-agosto 1947, p. 23-30.
8) Entretiens autour du cinématographe (recopilados por André Fraigueneau), Paris, Ed. André Bonne, 1951, p. 126 a 138.
9) Cap. X de Langage et cinéma (Paris, 1971).
10)
Con este nombre se designa generalmente a una tradición de teorías
internas al cine. Es el resultado de un efecto acumulativo de las
observaciones más pertinentes de las críticas de las películas, el mejor
ejemplo sigue siendo el clásico libro de André Bazin ¿Qué es el cine? (Ver J. Aumont y otros Estética del cine, Paidós Barcelona 1989.) [N. del T]
11) Op. Cit. p. 26 (nota 7, p. 178).
12) Le cinéma ou l’homme imaginaire (Paris, Ed. de Minuit, 1956) p. 57 a 63.
13) Esthétique et psicologie du cinéma (Paris, Ed. Universitaires), Tomo I (1963), p. 271 a 279.
14) Viene del ruso kolkhoz que significa granja colectiva. [N. del T] 15) «Rhétorique de l’image», Communications, 4, 1964, p. 40-51. 16) Cinéma et idéologie, Paris, 1971, Ed. Sociales.
Christian Metz, Trucaje y cine (1971)
Traducción Domin Choi., Floresta, verano caluroso de 1999.
Domin Choi es estudiante de la carrera de Artes con orientación combinadas de la
facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
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