Tuesday, January 08, 2013

CHRISTIAN METZ : Trucaje y cine

CHRISTIAN METZ – Trucaje y cine

Christian Metz (1931-1993)

1. La noción de bandas de imágenes.
La parte visual de un film sonoro (o la totalidad de un film mudo) corresponde a lo que se llama la «banda de imágenes». A pesar de este nombre, la banda de imágenes no está formada únicamente por imágenes, sino que comprende también dos elementos de naturaleza diferente: por un lado, todo un corpus de enunciados escritos, como el título de un film, las menciones de los títulos, la palabra «Fin», los carteles del cine mudo, los subtítulos de los films sonoros exhibidos en versión original en el extranjero, las diversas indicaciones del tipo «Veinte años más tarde», etc.; y por otro lo que hace al objeto de este estudio: diversos efectos ópticos obtenidos por manipulaciones apropiadas y cuyo conjunto constituye un material visual no fotográfico. Una «cortina», un «fundido» son cosas visibles pero no imágenes, ni representación de algún objeto; un «flou», un «acelerado» no son fotografías, sino modificaciones pertinentes a las fotografías. El «material visible de las transiciones», como dice Etienne Souriau (1), es siempre extra-diegético. Mientras que las imágenes del film tienen como referencia a objetos, los efectos ópticos tienen como referencia, de alguna manera, a las imágenes mismas, o al menos a las que son contiguas en la cadena. El teórico marxista Béla Balázs subrayaba que estos procedimientos ópticos señalan una intervención directa del cineasta en el relato (2), mientras que las fotografías (incluso las que están en movimiento, como las del cine) únicamente expresan el punto de vista del autor a través de la fabulación de una «historia»: la manera en que ésta se despliega revela -al mismo tiempo que la oculta-, envuelve en resumidas cuentas, la posición del autor sobre los acontecimientos presentados; es este efecto de envolvimiento que se puede presentir en la noción de «puesta en escena», que engloba al guión técnico, al montaje, a los movimientos de aparatos, etc. Se trata en suma de un cierto tipo de relación entre la ideología y el contenido manifiesto del texto fílmico. Con un fundido a negro, por el contrario, esta relación se desplaza y el cineasta (o de alguna manera la cámara) parece hablar en nombre propio: «efectos fílmicos absolutos», «expresive technique of the camera» como resume Béla Balázs (3). Sin embargo, no se debe olvidar que estos efectos ópticos no son obtenidos en el rodaje; algunos son producidos en laboratorios. Algunos resultan, pues, de una manipulación de la cámara, a diferencia de otros que resultan de una manipulación de la banda (4). Es una primera división posible, en el interior de los «procedimientos especiales».

2. Trucajes y signos sintácticos.
Esta división no es la única. Se puede igualmente distinguir entre las manipulaciones que desembocan en lo que llamamos (conservaré la palabra para ir más rápido) marcas sintácticas, que en la primera categoría ubicamos los «signos de puntuación»; y las que constituyen los trucajes: inversión de la banda, acelerado, cámara lenta, exposiciones múltiples en un mismo cuadro que permiten mostrar sobre la misma imagen dos «ejemplares» del mismo actor conversando entre sí, etc. La noción de trucaje tal como se ha propuesto aquí no debe ser confundido con los «trucajes» o los «efectos especiales» de los que hablan los técnicos de los estudios. Preocupados por los problemas prácticos de su oficio, los técnicos consideran como efectos especiales todos los efectos que hay que realizar especialmente, y que requieren, además de las faenas normales de la filmación, una pequeña técnica particular: están en los estudios los especialistas del trucaje, su nombre figura a veces en los títulos. Así definido, la rúbrica de los efectos especiales evidentemente va a formar para el semiólogo un conjunto de figuras bien heteróclito. Jean Louis Comolli tiene razón en señalar (5) que las nociones de los técnicos -que tienen a veces una característica profesional y por así decir corporativa- no pueden ser consideradas automáticamente como conceptos teóricos: hay que examinar cada caso.

3. Taxemas y exponentes
En el tema que nos ocupa, la introducción de una tercera pertinencia va permitir la división de los dominios de los efectos ópticos de modo distinto. Si consideramos la posición del significante con relación al resto de la cadena perceptible del film (=criterio distribucional), el fundido a negro va a oponerse a todos los otros procedimientos. En efecto, éste ocupa un segmento más o menos largo de la banda de imágenes en sí misma; cuando un cierre en fundido es seguido de una apertura en fundido, queda un breve instante durante el cual el rectángulo negro es el único dato visual proporcionado al espectador: en este caso el efecto óptico es, por lo tanto, un taxema fílmico en el sentido de Louis Hjelmslev, un segmento indescomponible de la cadena que monopoliza la pantalla durante un momento. Lo que define todos los procedimientos especiales, como lo hemos visto, es una suerte de diferencia con relación a la fotograficidad. Para el fundido a negro, esta diferencia reside en el hecho en que el mismo film durante un instante no da a ver ninguna fotografía. Con los otros efectos ópticos, la situación es diferente. Consideremos el caso de la sobreimpresión o el fundido encadenado: consisten en superponer dos unidades de percepción que son ambas de naturaleza fotográfica; ciertamente, su superposición no es en sí misma una fotografía: es esta característica que aquí define la diferencia. Pero en ningún momento el espectador podrá ver únicamente el efecto óptico, sino que verá imágenes afectadas de un efecto especial, como una clase de exponente semiológico. El procedimiento ya no es un taxema, sino un exponente de uno o varios taxemas, es suprasegmental. Es decir, se refiere a una imagen que le es contemporánea, mientras que el fundido a negro se refiere a las imágenes que le son inmediatamente anteriores o posteriores.
Comparado al fundido a negro, procedimiento-taxema, los procedimiento-exponentes son bastantes numerosos: iris, cortinas, lentillas especiales, "flou", inversión de la banda, acelerado, cámara lenta, inserción de "vistas" fijas en medio de la banda, fundido encadenado, sobreimpresión, sobreexposición, montaje simultáneo (varias fotos al mismo tiempo, división de la pantalla en «escenas», pero por yuxtaposición y sin sobreimpresión), etc.: todos los efectos que suponen (y que afectan) una o varias fotografías. No obstante, algunos de ellos admiten variantes mediante las cuales se convierten (si se puede decir) en cuasitaxemas. Por ejemplo el iris (en apertura o en cierre). Si se considera la parte de la imagen que queda visible hasta el final es un procedimiento-exponente, siendo aquí el exponente el halo negro que se cierra sobre lo que se sigue viendo. Pero si se considera este iris invasor que solicita la mirada por sí mismo, éste se revela como cercano al fundido a negro -que, además, lo ha reemplazado, a lo largo de la historia del cine, en la mayoría de sus empleos-, y es hasta cierto punto el iris en tanto que tal que ocupa el segmento correspondiente del film (o al menos de la banda de imágenes, ya que este estudio se limita a ello y deja de lado los elementos sonoros). Podemos aplicar observaciones similares a la cortina, según que se consideren las dos imágenes como si una de ellas empujara fuera de la pantalla a la otra (entonces el efecto producido es de un exponente de estas dos imágenes), o que se considere esta curiosa evicción en sí misma que puede, en última instancia, convertirse en espectáculo esencial hasta que dura su proceso. Esto se produce sobre todo en una de las variantes técnicas de la cortina en la que una banda blanca de cierta amplitud barre la pantalla, empujado por la imagen que viene y empujando la que se va: efecto empleado por ejemplo en Tom Jones de Tony Richardson (Inglaterra, 1963), y que tiende a hacer de la transición un segmento autónomo, por el hecho de la agresividad perceptiva del material extradiegético utilizado. Esta impresión se hace aún más fuerte cuando la banda blanca no se desplaza paralelamente en vertical por el rectángulo de la pantalla, sino que adopta un itinerario más de fantasía a través del tejido textual, como por ejemplo una raya que barre circularmente la pantalla a partir de un punto central (también en Tom Jones, en donde estos procedimientos corresponden a una voluntad de distanciamiento, y son el equivalente cinematográfico de una cierta escritura alegre propia de las novelas del s. XVIII). Por el contrario en Los siete samurais de Akira Kurosawa (Japón, 1954), y en muchos otros casos, aparece una variante de cortina sensiblemente diferente: es una especie de ola de sombra que recorre la pantalla lateralmente, separando (sin ser bien percibida en sí misma) la imagen que «sale» y la que «entra»: en este caso la cortina es un exponente de dos imágenes, y por ende nos vuelve traer al caso general. Si los efectos ópticos son raramente taxemas es porque lo propio del film es entregarnos imágenes tratadas de tal o de tal manera, y no algo diferente de las imágenes (ésta es en suma la definición del procedimiento-taxema). Intentaré mostrar, un poco más adelante, que en el cine clásico el régimen de funcionamiento que se considera óptimo para los efectos especiales es la que permite relacionarlos a la vez -por una división de la creencia y una denegación de la percepción- a la diégesis y a la enunciación. Ahora bien, el procedimiento-taxema está marcado de entrada como fuera de la diégesis, por lo tanto se encuentra del lado del discurso en acto. El fundido a negro responde a exigencias a veces imperiosas de claridad en el relato (que es capaz de satisfacer en razón su particularidad misma): hay casos en que el cineasta desea separar netamente una secuencia de la siguiente. Usual por su empleo, este procedimiento es excepcional por su estatuto; no podríamos compararlos más que con ciertos títulos (los que están sobre cartones, y no sobre el fondo de la imagen), con algunos títulos en cierta magnitud y la palabra «Fin» (bajo la misma reserva): todos los momentos fílmicos en que la banda de imágenes no nos ofrece ninguna imagen; además, en estos últimos casos se nos ofrece un texto escrito; en el fundido a negro, no se nos ofrece nada: el rectángulo negro es menos percibido como tal, sino como un breve instante de vacuidad fílmica. Su fuerza reside en esta extenuación. Este vacío singular de la pantalla, en el universo fílmico que normalmente está tan pleno y tupido, nos lleva a suponer por su situación insólita una separación fuerte entre el antes y el después, y el fundido a negro es quizá el único signo de «puntuación» verdadero que el cine tiene a su disposición hasta hoy. Su eficacia reside en que es irregular (como se dice de una conjugación), y por su eficacia se ha vuelto habitual. Raro en el sistema, es común en el texto.

4. Trucaje profílmicos y trucaje cinematográficos
Otra distinción importante es la que concierne únicamente a los trucajes y no a los signos «sintácticos». Con la sola palabra «trucaje» tenemos la costumbre de designar dos especies de intervenciones que no se sitúan en el mismo punto del proceso total de la fabricación del film. Los unos, que llamaré trucajes profílmicos, en el sentido preciso que la filmología da a este adjetivo (6), consisten en una pequeña maquinación que ha sido previamente integrado a la acción o a los objetos frente a los cuales se ha plantado la cámara; es antes del rodaje que algo ha sido«trucado». Éstos son en el fondo «juegos» análogos a los de los prestidigitadores. Los códigos específicos del cine sólo tienen un lugar débil, aunque los films recurran a ellos frecuentemente. Para los técnicos son trucajes de igual estatuto que los otros, ya que deben ser puestas a punto especialmente como los otros. El recurrir al «doble» es un ejemplo usual; el doble reemplaza al actor en algunas escenas (acrobacia difíciles o peligrosas, por ejemplo); el cineasta elige una persona parecida al actor o a la actriz, maquilladores y vestuaristas hacen el resto, el operador tiene el cuidado de no filmar más que a cierta distancia y bajo cierto ángulo, etc. Entre los «trucos» de Georges Méliès, muchos eran profílmicos y no cinematográficos. Méliès no hacía diferencia, prestidigitador de oficio, consideraba sus trucos cinematográficos como sucedáneos en forma previsoria de sus juegos de ilusionista que diversas insuficiencias en la maquinaria de su teatro habían hecho imposible durante un tiempo (7). En 1896, cuando Méliès inaugura el «truco de desaparición» en Escamoteo de una dama -se trataba de hecho de una simple interrupción de la toma en la que la dama se salía del campo-, esta resolución no estaba a gusto de él: este procedimiento reemplaza a su parecer la ilusión del teatro que le falta en ese año. Si a partir de 1900 la invención cinematográfica de Méliès disminuye y se sofoca, es en parte porque su nuevo estudio comporta un conjunto de aparatos teatrales perfeccionados. Por su lado Jean Cocteau ha declarado (8) que en varios de sus films, sobre todo en Orfeo (1950), había preferido maquinaciones más antiguas que los trucajes de cine: por ejemplo, los reflejos en los cristales son «interpretados» por dobles. A estos trucos profílmicos se oponen a los del cine que le son específicos. En la elaboración del film, éstos intervienen en otro momento. Es decir, pertenecen a la filmación y no a lo filmado. Como lo dije ya, son producidos, según los casos, durante el rodaje (=trucaje de cámara) o luego (=trucaje de banda realizado en laboratorio): en todo caso no antes. En otra parte intenté mostrar (9) que la «especificidad cinematográfica» es un fenómeno que admite gradaciones: algunas figuras son menos específicas que otras, sin dejar de serlo. Esta presencia, en el interior mismo del dominio globalmente específico (que a su vez no es más que una parte del film) de varios grados de especificidad, se deja también constatar, entre otros, en el caso de los trucajes cinematográficos (=trucajes no profílmicos). El «flou», por ejemplo, se debe a la filmación y no a la acción filmada: por ende es «específico»; no obstante, el "flou" es una técnica fotográfica que el cine se ha contentado en retomar; esto no equivale a decir que esté desprovisto de toda especificidad, ya que una de las características propias a los códigos cinematográficos es integrar en ellos los códigos fotográficos; sin embargo, el "flou" es el menos específico del cine -ya que lo comparte con otros muchos «lenguajes»-, por ejemplo el acelerado que supone una multiplicidad de fotograma es posible únicamente en el cine y no es compartido con la fotografía. En suma, lo que hay que comparar con los trucajes profílmicos, es la gama completa de diferentes trucajes más o menos cinematográficos. En cuanto a los efectos ópticos que se consideran con valor «sintáctico» y que no participan en nada del trucaje, constataremos que jamás son profílmicos: la pantalla negra, el fundido encadenado, el iris, las cortinas, la panorámica, etc. son todos, en sus diferentes grados, procedimientos cinematográficos que implican el trabajo de la cámara o la preparación de la banda. Es lógico, ya que se trata de marcas de enunciación que el cine, a lo largo de su historia, ha constituido lentamente y cuya finalidad consciente excluía la intervención en el corazón mismo de la acción filmada: éstas pertenecen al relato y no a la historia, a la instancia de la narración y no a la instancia narrada. Veremos no obstante que, a pesar de esta situación de principio, el funcionamiento real del film los induce a inclinarse, al menos en parte, en provecho de la diégesis.

5. Trucajes imperceptibles, trucajes invisibles, trucajes visibles.
A través de su contenido, la distinción de lo profílmico y de lo cinematográfico se ubicaba del lado de la fabricación del film; lo que sigue por el contrario concierne a su lectura. A primera vista, ésta parece aplicarse únicamente a los trucajes, y no obstante induce, gradualmente, a volver sobre la distinción entre los trucajes y los procedimientos sintácticos. En el cine clásico (el cine de la diégesis), un protocolo minucioso y codificado, que forma parte de la institución cinematográfica, prescribe los diferentes tipos de relación que el espectador podrá mantener con los trucajes; tocamos aquí una verdadera regla de la percepción, que está en sí misma ligada -es lo que quiero mostrar- a la repartición histórica de los géneros cinematográficos. Algunos trucajes son imperceptibles mientras que otros, por el contrario, están destinados a aparecer (acelerado, cámara lenta, etc.). Los trucajes imperceptibles, además, no deben ser confundidos con los trucajes invisibles. El recurso a los dobles es un trucaje imperceptible; hemos visto las precauciones que toma el cineasta: si se lleva a buen término, el espectador no notará que ha habido trucaje; podrá saberlo por haberlo leído en una revista de cine, pero poco importa, si no lo ha notado, que lo sepa o no (incluso es mejor que lo sepa como lo veremos más adelante). El trucaje imperceptible es perfectamente compatible con la convención, propia de la mayoría de los films actuales, en un grado mínimo de realismo de término medio, es decir, bajo el régimen de lo que se llama «film realista». Si el actor es más bajo que la actriz (=films con Charles Boyer e Ingrid Bergman), él lleva puesto zapatos especiales, o no es fotografiado más que bajos ángulos estudiados; el film Crin blanco de Albert Lamorisse (Francia, 1952) ha sido rodado con tres o cuatro caballos diferentes, mientras que nos cuenta la historia realista de un caballo (y por supuesto de uno sólo), etc. El trucaje invisible es otra cosa. El espectador no sabría decir cómo ha sido realizado, ni en qué punto exacto del texto fílmico interviene; es invisible porque no sabemos dónde está, porque no lo vemos (en tanto que vemos un "flou" o una sobreimpresión); pero es perceptible, ya que se percibe su presencia, la «sentimos», y, además, este sentimiento es considerado como indispensable, en el código, para una apropiada apreciación del film. De este modo los trucajes empleados en los films, los más logrados sobre «el hombre invisible» son: trucajes muy convincentes, imposibles de localizar, pero de cuya existencia no hay ninguna duda y constituye incluso uno de los intereses mayores del film, que cada uno acordará en encontrar como «bien hecho» en razón de su perfecta calidad (mientras que una secuencia con dobles sólo está bien hecha si no se sospecha de su intervención). El espectador habituado al cine, y que conoce la regla del juego, dispone de este modo de tres regímenes perceptivos que corresponden respectivamente, en el film, a trucajes imperceptibles, a trucajes visibles y a trucajes perceptibles pero invisibles. En canto a las marcas de puntuación, no nos sorprendamos de constatar que también pertenecen todas ellas a la categoría de los efectos visibles.

6. El trucaje como maquinación confesada.
Así, la teoría indígena del cine (10) reserva ciertos efectos ópticos un lugar aparte, convirtiéndolos en instrumentos retóricos, en cláusulas de discurso, escapando de este modo al universo de la maquinación. Pero por el contrario es esta maquinación la que define el estatuto oficial de los trucajes en la institución cinematográfica. Curiosamente, resulta de ello que el trucaje está siempre confesado. Se confiesa en el film mismo si se trata de un trucaje invisible pero perceptible (y a fortiori de un trucaje visible); y si es un trucaje imperceptible, se confiesa, por así decir, en los contornos del film, en su publicidad, en los comentarios, que van a insistir sobre la proeza técnica en que el trucaje imperceptible debe ser imperceptible. (No nos dejemos engañar por los casos particulares en donde la publicidad, al menos inmediata, calla sobre ciertos trucajes imperceptibles cuya revelación perjudicaría la otra publicidad: por ejemplo la del actor, si su talla es pequeña y que el film la ha «agrandado» artificialmente; silencio provisorio y puntual que no impide que el cine, en su publicidad ampliamente definida, insista gustosamente sobre sus capacidades de maquinación.) Cierta duplicidad se vincula por lo tanto a la noción misma de trucaje. Hay en ello algo que está siempre oculto (ya que sólo es trucaje en la medida en que la percepción del espectador es sorprendida), y simultáneamente se indica siempre algo, ya que es importante que sean los poderes del cine los que se vean acreditados en esta sorpresa de los sentidos. El trucaje visible, el trucaje invisible y el trucaje imperceptible representan tres tipos de solución, tres niveles de equilibrio entre estas dos exigencias fundamentales.

7. El trucaje como proceso de diegetización.
Las marcas sintácticas se separan así de los trucajes porque no son, en principio, maquinaciones. De este modo el término «efectos especiales» (cuya comprehensión es, además, bastante vago) está en general reservado a los trucajes y excluye en su mayoría los signos retóricos. No obstante, estos últimos son efectos especiales en la definición que ha sido dada al comienzo de este texto: procedimientos ópticos particulares y localizados, que no se confunden con el desarrollo normal de los fotogramas, efectos visuales pero que no son fotográficos. Sin duda es por este parentesco tecnológico que los trucajes y las marcas de enunciación son menos fáciles de distinguir, concretamente, que como podríamos creer según la bipartición de principio que nos propone a este propósito la vulgata de los comentarios cinematográficos. Esta última nos dirá, por ejemplo, que tal «procedimiento» tiene el valor de una señal sintagmática de separación entre un antes y un después, mientras que la cámara lenta es un trucaje destinado a crear una atmósfera onírica. Y es verdad que, en algunos casos, la diferencia es neta (aunque la cámara lenta, por convencionalización progresiva, pueda convertirse en signo retórico del pasaje al sueño, lo que vuelve a plantear el problema...). Pero inclusive dejando esto, y concediendo que la oposición es a veces bastante clara y dividida, todavía queda la cuestión de que no es ni ha sido siempre así. Lo que se experimenta hoy como simple figura de discurso era usualmente, para los primeros espectadores del cinematógrafo, un «truco» mágico, una pequeña maravilla sorprendente y fútil al mismo tiempo. Es Méliès, lo sabemos, quien ha elaborado una buena parte de los efectos ópticos que están aún hoy en uso, pero él los consideraba como «formulitas mágicas», «abracadabrantes» (para retomar las observaciones de Georges Sadoul (11) continuadas por Edgar Morin (12)), más que como figuras de lenguaje, como lo ha mostrado pertinentemente Jean Mitry (13). Fue necesario la fuerza del hábito, y la progresiva estabilización de los códigos, para que algunos trucajes cesen de ser trucajes (es particularmente claro en el caso del fundido encadenado). Esta incertidumbre de la diacronía se proyecta en parte sobre el plano sincrónico, dentro del cine actual. Cuando un fundido encadenado figura entre dos secuencias en la que se quiere señalar la separación y a su vez un lazo pronunciado -ya que ésta es en suma el significado de esta «puntuación»- en ese momento es marca de transición (pero sigue siendo todavía marca evocadora). Si este fundido encadenado, estirado esta vez con más insistencia, superpone durante un tiempo el rostro soñador del héroe y la representación del sueño, el indicador retórico, de ahí en más sensible como tal, no se libera del todo bien de una empresa de trucaje, y la secuencia guarda un toque maravilloso y mágico. Un paso más hacia atrás, y será la sobreimpresión prolongada: trucaje que ahora, sin embargo, se superpone con el principio de una deixis de enunciación, como en el pasaje de La balada del soldado de Grigori Chukhrai (U.R.S.S., 1959), en que el joven héroe lleva consigo, en el tren que atraviesa un triste paisaje invernal, el recuerdo encantado de algunos breves instantes de felicidad. Es comprensible que los efectos ópticos, frecuentemente, se muestren como oscilante entre el estatuto de trucaje y de cláusula. No siendo fotografías, éstos no son nunca «realistas»; permanecen un poco al margen con respecto al resto del film (es justamente en este aspecto que éstos son procedimientos «especiales»), y esta separación, sentida de algún modo, es interpretada (según el contexto, el género del film: fantástico, burlesco, o por el contrario menos marcado por lo fabuloso, etc.) ya como un salto hacia lo insólito, ya como una indicación metalingüística que ayuda comprender mejor las imágenes contiguas. En la secuencia de La balada del soldado, la sobreimpresión del rostro de una muchacha sobre un paisaje invernal y sobre imágenes ferroviarias no busca de ninguna manera engañar al espectador: es claro que en la «realidad» (=la de la diégesis), el soldado hace un viaje en tren; es mentalmente que éste evoca los rasgos de la muchacha que encontró hace un momento. Se podría decir otro tanto de la célebre secuencia en forma acelerada de La línea general (o Lo viejo y lo nuevo) de Einsenstein (U.R.S.S. 1929): la kolkhoziana (14) y el obrero han logrado por fin sacudir la inercia del establecimiento oficial, y están a punto de obtener la firma necesaria para la compra de un tractor; los servicios ministeriales, que habíamos visto hasta el momento como soñolientos, casi dormidos, de repente van a animarse (gracias al acelerado) a una febril actividad que desemboca en un santiamén en la preciosa firma: pero nosotros sabemos bien que se trata de una caricatura (así como de una convención propia al género burlesco), y que las oficinas del ministerio, aunque convenientemente solicitados, como lo sugiere el film, no están considerados que trabajen de ese modo en la realidad diegética. Por el contrario, los films sobre «el hombre invisible» (que recuerdan muchas veces un procedimiento especial, el fondo negro con escondites) alcanzan su meta -cuando lo alcanzan- en la medida en que tenemos la impresión de que el héroe, no obstante invisible, está en la verdad diegética y que está a punto de girar lentamente la manija de la puerta: el efecto fallaría si la idea del procedimiento óptico empleado estuviese netamente presente en nuestro espíritu, como en los films torpes. Por lo tanto sólo hay trucaje cuando hay engaño. Podemos convenir el uso de este término en los casos en los que el espectador atribuye a la diégesis la totalidad de los datos visuales que le son proporcionados: en los films fantásticos, la impresión de irrealismo no es convincente más que si el público tiene el sentimiento de asistir, no a una ilustración plausible de procedimientos que obedece a una lógica no humana, sino a encadenamientos perturbadores o «imposibles» que se desarrollan a pesar de todo frente a él sobre el modo de surgimiento acontecimental. En el caso contrario, el espectador opera entre el material visible en que se constituye el texto fílmico una suerte de selección espontánea, y sólo relaciona a una parte de ella a la diégesis. Los servicios del Ministerio de Agricultura han trabajado más rápido porque se les ha hablado en un tono conveniente: tenemos aquí el retorno a la diégesis. El film ha querido bromear sobre esta rapidez inesperada, la ha exagerado irónicamente: tenemos aquí la intensión, un retorno a la enunciación. En la exacta medida en que se halle mantenida esta bifurcación perceptiva, lo connotado no puede hacerse pasar como denotado, es decir, no habría trucaje: el efecto óptico no ha sido confundido con el juego normal de los fotogramas, lo visual en su totalidad no ha sido tomado por lo fotográfico, la diegetización no ha sido completa.

8. Trucajes y marcas retóricas (retorno): fluidez de la fronteras.
Es lo que explica que, en numerosos casos, haya y no haya a la vez trucajes. La segregación perceptiva definida hace un instante no es mantenida en su rigor, ni abandonada definitivamente. El espectador no es víctima de la maquinación al punto de ignorar su existencia, pero no es consciente de ello al punto de que pierda su eficacia. La actitud del espectador, cuya creencia se divide, responde así a la del cine, por eso decía yo que el film propone sus trucajes como maquinaciones confesadas. En este juego, la institución cinematográfica siempre gana, ya que ella gana dos veces: como representación en la mediada en que es efecto especial, poco sensible como tal, es atribuida a la diégesis (=debilitamiento de la segregación, caída en la magia), y por la afirmación de su poder en la medida en que este procedimiento, bastante marcado como tal, es llevado en provecho del discurso: es decir, mantiene la segregación y la retórica lúdica, de ahí los encantos del cine. Ahora se comprende mejor porqué las puntuaciones y otras transiciones no se distinguen muy bien, muchas veces, de los trucajes. Esto sucede no sólo porque, en la historia del cine, las reglas sintácticas comenzaron siendo trucajes, sino también porque éstas tienen en común con los últimos la tecnología, de ser efectos especiales. Además, los trucajes, en una de sus vertientes (la enunciación confesada), manifiestan un parentesco intrínseco con las marcas retóricas y no se han separado en última instancia más que, en sincronía, por el umbral de un pasaje: de la maquinación confesada (trucaje), se pasa a la figura puramente sintáctica cuando la confesión se desambigua suficientemente para que la maquinación no sea sólo una, y para que el espectador, ante el efecto óptico, no atribuya estas partes a la diégesis (es el caso de algunos fundidos a negro que se dan claramente para los límites de los «capítulos»). Se mantiene como verdad, entonces, que es la ausencia de maquinación que define, frente al trucaje, la pura señal de transición. Solo que es raro que una señal de transición sea pura, que no esté acompañada de un principio (¿o de un fin?) de trucaje. En los mejores films logrados sobre «el hombre invisible», el espectador más ingenuo -a condición de estar habituado ir al cine- no pierde nunca completamente de vista, en medio de su apasionante interés por la intriga, que las imágenes han debido ser obtenidas por alguna técnica especial. Inversamente, en la secuencia de La línea general, el espectador más crítico y advertido tendrá fugitivamente la impresión, en medio de las reflexiones que esboza sobre la escritura del cineasta, que los personajes del film se desplazan «de verdad» tan rápido de cómo se los ve. Tanto el distanciamiento como la identificación nunca se dan completamente; es uno de los aspectos de esta «interfusión» de lo real y lo imaginario que ya había estudiado bien Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario. La sintaxis del film queda pegado a los movimientos de la afectividad, y el trucaje maravilloso puede en cualquier momento convertirse en convención en el cine realista. Los films fantásticos más cautivantes, los burlescos más divertidos nos ofrecen trucajes que permanecen siempre más o menos percibidos como instrumentos del discurso; incluso es lo que constituye estos géneros: sólo pueden funcionar como tales porque suscitan en el público una reacción doble y contradictoria: creencia en la realidad, maravillosa o cómica, de los acontecimientos presentados, e
interés para la proeza en que el cine se muestra capaz. Estos géneros reposan sobre un equilibrio frágil, que es susceptible de ser roto en cualquier momento en un sentido o en otro. Es sin duda una de las razones por las cuales hay tan pocos buenos films burlescos, y menos aún buenos films fantásticos. La dimensión retórica, en suma, es sensible en el mismo trucaje, que no es más que maravilloso. A la inversa, la figura de discurso no es más que sintáctico, ésta alienta usualmente el proceso de diegetización. Hemos visto más arriba que en La balada del soldado se supone que el espectador no diegetiza el contenido de la sobreimpresión: sabe que la muchacha no está en el tren y que el soldado se encuentra en él «indefectiblemente», y que el efecto óptico sirve para introducir convencionalmente imágenes mentales en la representación de la diégesis. No obstante está claro que esta forma de introducirlas (de la que no se negará el aspecto convencional) no es en absoluto el equivalente de un enunciado lingüístico como «El soldado, en el tren, pensaba en la muchacha». Este último hubiera provocado una representación de palabras, en el sentido freudiano de la expresión, mientras que la sobreimpresión se da a ver como una «representación de cosas»; es más, las dos imágenes, la diegética y la mental, se recargan sin marca formal de diferenciación y en «soportes» idénticos (=ambos fotográficos); de este modo lo que es considerado que separa a los ojos de una lógica "despierta" -oposición de lo «real» con la evocación mental- se encuentra, por la virtud del procedimiento cinematográfico, sutilmente negado y borroneado en el momento mismo en que la convención lo indica expresamente: el exponente narrativo del «pasaje a la interioridad» se desdobla forzosamente de sugestiones más inquietantes y más profundas: se presenta desde el principio como una condensación de dos rostros, donde el deseo del soldado encuentra su realización, éste arrastra consigo siglos de leyendas y cuentos sobre la telepatía amorosa, la presencia en la ausencia y los ojos del alma. Es en esta medida que pierde su pureza sintáctica y hace crecer la diégesis. Es el caso de todos los signos de diégesis, aunque en distintos grados; su eventual pureza es sólo un caso límite. El otro caso límite, que nos conduce al extremo opuesto (por ende, del lado de los trucajes), son los efectos imperceptibles, de los que hablé más arriba (los dobles por ejemplo). Es sin duda el único en que no tenemos modo de preguntarnos en qué medida la intervención especial ha sido percibida como diegética: ésta no ha sido percibida en absoluto, y por lo tanto podemos estar seguros que todo ha sido en provecho de la diegésis. Llegado a esta instancia, la institución cinematográfica prefiere asegurar su poder antes que mostrarlo: la maquinación está a su máximo, la confesión en su mínimo.

9. La denegación de la percepción en el cine.
En los casos de mediación (que forman la mayoría de los trucajes y una buena parte de las marcas «sintácticas»), el doble juego sólo es posible, por el lado del espectador, por un proceso psíquico algo parecido a la denegación que ha sido descrita por Freud a propósito de la angustia de la castración y el nacimiento del fetichismo. A lo que llamamos «espectador» del film, en efecto -aquél que mira el film-, no solamente es el yo consciente (que además, como se sabe, es un sujeto «escindido»), sino la persona en su conjunto. El pensamiento lógico «desdiegetiza» sin cesar los procedimientos ópticos: sabe que la muchacha de La balada del soldado (el objeto del deseo) no está presente en el tren. Pero al mismo tiempo un otro pensamiento, más ligado a los procesos primarios y al principio de placer, no se ve advertido de lo que sabe el yo, ya que no ha sido notificado (o que ha rechazado la notificación): éste diegetiza sin interrupción lo que la clara consciencia gramaticaliza simultáneamente. Hay que decir que este pensamiento tiene un profundo interés en ello (tras la identificación secundaria con el soldado, que el film da a ver, que es especular en esto): este otro pensamiento desea que la muchacha esté en el tren, y el film le permite justamente con la ayuda de esta sobreimpresión (que «condensa» tan bien), alucinar o soñar esta presencia. De este modo los poderes de la institución cinematográfica vendrían al encuentro de los deseos que, en el espectador, no son superficiales o transitorios; el cine, en este intercambio, se encuentra más fortalecido. La posibilidad misma de dividir constantemente su creencia tiene mucho valor en la empresa cinematográfica sobre el espectador: representa para él una formación de compromiso, altamente beneficiaria, entre un cierto grado de satisfacción pulsional y un cierto grado del mantenimiento de las defensas, ya que elude la angustia. Es en buena parte en razón de este orden que se deben los fenómenos individuales de vínculo en el cine, que resultan de una evolución ampliamente opaca y sufrida (donde la formación de compromisos tiene algo de síntoma), o por el contrario de la elaboración lúcida de una economía que sea la menos perjudicial posible, tras la desidia de los integrismos del super-yo y la adquisición por el sujeto de una mínima capacidad de soportarse a sí mismo. Este último caso, que corresponde a las formas menos obtusas de la cinefilia, explica también la larga empresa de algunas formas del cine clásico, como los films de género, que manejan el placer de complicidad difícilmente reemplazable.

10. Del trucaje de cine al cine como trucaje.
Quizá nos sorprenda que las consideraciones de alcance bastante general sean, de modo gradual, la continuación de un análisis de los trucajes y de los signos de puntuación, es decir, fenómenos asaz particulares que sólo ocupan una pequeña porción del tejido textual del film. Pero estos casos particulares, en realidad, no son particulares más que en la medida en que ponen particularmente en evidencia dos hechos que no tienen nada de particular y marcan al cine en su conjunto: el rol de la maquinación confesada en la institución cinematográfica, y la denegación de la percepción en la economía espectatorial.
Es importante captar, en efecto, que el cine en su conjunto es, de alguna manera, un extenso trucaje, y que su posición con relación al conjunto del texto es muy diferente en el cine y en la fotografía: diferencia que se debe en última instancia a la constitución del cine sobre varias fotografías, que hace desfilar los «planos» en el interior del film y los fotogramas en el interior del plano. El trucaje de una fotografía es una empresa "abrupta" (única y además fija), porque la representación que ella da de su objeto es considerada inflexiblemente analógica y saca de ahí su régimen específico de funcionamiento social. Pero vemos al mismo tiempo lo que le falta de este modo a la fotografía: en su gran parte, exponentes sintácticos del discurso que son tan numerosos en el cine. Ciertamente la incidencia angular, la distancia de la toma, la iluminación, etc. constituyen una interpretación subjetiva del objeto fotografiado, y la sociedad admite que otros «tratamientos» habrían sido posibles para el mismo objeto. Pero esta interpretación, como lo ha mostrado pertinentemente Roland Barthes (15), es sentida culturalmente como una clara connotación, y de ninguna manera relacionada a la denotación, es decir, al objeto representado, el equivalente de la diégesis en el caso de la fotografía fija. Todo sucede como si la regla del juego invitara al espectador de una fotografía a operar una severa división perceptiva entre las intenciones del fotógrafo (siempre más o menos observables como tales, y que podrían tornarse en trucaje) y la representación fotográfica en sí misma, en principio estrictamente fiel ya que es obtenida por así decir de un solo disparo. El espectador llega de alguna manera a «reencontrar», bajo el coeficiente de enunciación en que se opera la sustracción mental, esta «fotografía (incluso utópica) bruta, frontal y neta» de la que habla Roland Barthes. El sentimiento común quiere que la denotación no sea construida, y que todo lo construido sea la connotación. He aquí la dificultad (no técnicamente, sino psicológicamente, deontológicamente) para trucar una fotografía: el fotógrafo no tiene elección más que entre una toma «normal» -que, incluso muy solicitada, no será trucada ya que lo idealmente denotado encontrará el medio de atravesar indemne todos los efectos que simplemente lo adornan- y, si quiere verdaderamente engañar a la gente, la mentira caracterizada, la práctica fraudulenta, como en los «montajes» fotográficos, hábiles collages de dos tomas diferentes, de la que se sirven los políticos deshonestos para desacreditar a sus adversarios, que supuestamente el «objetivo» habría sorprendido en una situación comprometedora. El trucaje fotográfico debe ser un error descarado o no ser. Le es incómodo intervenir toscamente en el interior mismo de la acción fotografiada, ya que se considera que la fotografía remite en bloque a un espectáculo real que reproduciría de manera indivisa, no dejando de este hecho ninguna falla, ninguna fisura que daría oportunidades a un hábil trucaje, o a un semi-trucaje. Por el contrario, el cine aprovecha una gran parte de estos intersticios, siembra allí cada uno de sus pasos. Cada pasaje de «plano» a «plano» por ejemplo -o de fotograma a fotograma, si pensamos en el acelerado o en la cámara lenta de débil amplitud- ofrece la ocasión de deslizar, entre los pavimentos compactos pero disjuntos que producen los códigos analógicos, las habilidades de un trucaje sutil y permanente que es conforme a los usos, y que no tiene ninguna necesidad de ir hasta la mentira para ejercer su eficacia, ya que puede permitirse jugar sobre la multiplicidad de las fotografías y el encadenamiento de éstas, cuya existencia es asimismo confesada y moral: la denotación ya no es indivisa, se da a sí misma para construir (es una de las grandes diferencias semiológicas entre el cine y la foto), ya no hay obstáculo que se imponga entre lo denotado y lo connotado: de este modo se pasa suavemente y sin discontinuidad de la simple intención discursiva (que no obstante el espectador le atribuirá a la diegésis) a un principio de trucaje en que, sin embargo, este mismo espectador será parcialmente embaucado. El mismo montaje, que está en la base de todo el cine, es ya un trucaje perpetuo, sin ser reducido a lo falso en los casos ordinarios: si varias imágenes sucesivas representan un lugar bajo ángulos diferentes, el espectador, víctima del «trucaje», percibirá espontáneamente este lugar como unitario, ya que es justamente su percepción la que reconstruye la unidad: el trucaje, en este caso, reposa sobre una proyección, y esta es otro aspecto de la construcción analógica, la construcción de lo representado: construcción en el film, y también construcción en el espíritu del espectador. Pero simultáneamente, este último no ignorará que ha visto varias fotografías: no habrá sido engañado. Hoy estamos tan habituados al montaje que a nadie se le ocurriría ponerlo entre los trucajes (o entre los efectos «especiales») ya que es una manipulación tan común y generalizada. Pero el montaje -que permanece como el prototipo de trucaje en fotografía, un hecho muy significativo- era mencionado en 1912, en un libro de Ducom sobre la técnica del cine, como el más elemental de los trucajes. En el cine, en última instancia, son los recorridos que, según la manera en que se especifican, fundan la sintaxis más común autorizando los trucajes más deliberados o más raros. Así se explica que los trucajes imperceptibles sean los únicos trucajes puros, y que con éstos se pueda asegurar la ilusión para el espectador, ya que éste no ha notado nada. Desde que abordamos el vasto dominio de las intervenciones perceptibles, trucaje y lenguaje son sólo dos polos situados en los extremos de un eje común y continuo, distintos entre sí por su centro de gravedad pero no por sobre sus fronteras.
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La cuestión de la diferencia que tratamos hace un instante entre el cine y la fotografía tiene algo de paradójico. Parecería en efecto, por otros aspectos, que nuestra cultura acuerda al cine un crédito de realidad muy superior al concedido a la foto: el cine, que dispone de movimiento, de despliegue temporal (sin hablar del sonido y de la palabra), ¿no parece «reproducir la vida» de manera mucho más completa -mucho más «viva», como se dice usualmente no por azar- que la fotografía? Pero hay que tener cuidado. El funcionamiento social de estos dos lenguajes no se debe solamente a sus supuestas relaciones con la «realidad», sino tanto más por su posición respectiva con relación a la tradición histórica de las artes de la representación (epopeya, novela clásica, pintura con tema, teatro de intriga, etc.). El cine -por su abundante índices de realidad que pueden estar al servicio de la ficción-se ha insertado sin demasiados esfuerzos en esta tradición. Demasiado desarmada, demasiado «pobre», la fotografía se ha quedado fuera de ésta, y una parte notable de sus empleos se destacan en este orden que consideramos como «no artístico»: fotos de identidad, fotos de familia, ilustraciones para libros técnicos de todo género, fotos de archivo, etc. En esto la imagen social de la foto se estrecha pesadamente, y acarrea con ella resabios de estado civil de la que el cine está exento. Cuando la fotografía no dispone de un poder de realidad suficientemente prestigioso para que le encarguemos tareas, consideradas más nobles, del imaginario ficcional, a cambio le prestamos (siempre míticamente), en un movimiento en que puede leerse como un deseo de inmediación, una especie de integridad feroz (aunque sin brillo) en el respeto literal de esta misma realidad: es esta reputación de "intratable" es la que reduce a aquél que truca a un simple falsario. Por el contrario el cine se beneficia en el espíritu público de esta especie de indulgencia que está a mitad de camino de la fascinación -como los misóginos con respecto a las mujeres- y que consentimos de manera general a todas aquellas cosas de las que no esperamos una honestidad completa, y por ende pueden permitirse cierta duplicidad sin caer en la infamia. Volvemos a encontrar aquí la cuestión de la maquinación confesada como dije anteriormente. El cine se ha convertido un arte de representación, y la cultura ha legitimado, como lo ha hecho en su momento con la novela o la pintura, sus juegos sobre la ficción de realidad y la realidad de la ficción: de este modo tiene «facilidades» sociales que le son propias a los herederos, de las que no dispone la fotografía.
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Es sólo eso. Las tecnologías, en este problema, también tienen un gran peso. Las del cine y las de la fotografía son, a decir verdad, bastante vecinas, ya que la segunda forma parte de la primera y que, más esencialmente, éstas producen ambos códigos analógicos en donde se elabora la semejanza, y por ende la impresión de no-códificación. Entre uno y lo otro, la diferencia reside sobre todo en el grado de complejidad. Esta cuestión es muy importante. La codificación fotográfica es relativamente simple y compacta: mecánica robusta que no conoce suaves desarreglos, y que no podríamos falsear más que por una intervención suficientemente brutal para que se denuncie en ella una alteración en el curso admitido de las cosas. La mecánica del cine, aunque sea también de tipo analógico, comporta un número mayor de procedimientos variados de codificación, enlazados por un complejo entretejido de conexiones: cada fotograma es una fotografía, pero que no sucede al primero más que por una mediación de un fondo «negro» cuyo lapso es materia de decisión (esto ha variado desde la época del mudo hasta ahora); estos fotogramas son agrupados en paquetes (los «planos») cuya concatenación abre cada vez una elección (corte franco, efecto óptico, etc.): mecánica de alta precisión, en el que el poder de la semejanza crece aún más, pero crece también al mismo tiempo la vulnerabilidad en ligeros desarreglos que no son otra cosa que la otra cara de numerosos arreglos necesarios. Haría falta mostrar esta cuestión un poco más ampliamente. Pero sólo tomaré como prueba de ello una característica relevante a los trucajes cinematográficos: y es que ninguno de ellos puede trucar completamente lo que es trucado. La demora sobre la imagen, que altera el movimiento normal, deja intacto a la fotograficidad. El "flou", que desarregla la acomodación, no modifica la posición respectiva de los objetos en el espacio. La inversión de la banda respeta en el orden temporal una suerte de principio de especularidad. Dos recortes empalmados en el mismo plano dejan subsistir las superficies fotográficas no trucadas. La cámara lenta, que rompe con la velocidad de desplazamiento admitida, no altera ni la forma ni la dirección del movimiento, etc. Tocamos aquí un problema que ha sido muy debatido últimamente, en la que recientemente Jean Patrick Lebel ha consagrado un libro cuya argumentación es apremiante y en que ciertos desarrollos me parecen sólidos y convincentes (16). Sin embargo, estoy en desacuerdo con una de las tesis centrales de la obra: a mi parecer la técnica no designa una suerte vallado que estaría fuera del alcance de la historia. Es verdad que la técnica, por el hecho de su funcionamiento, prueba la verdad científica (no ideológica) de los principios que están en la base. Pero el cómo de su funcionamiento (=los arreglos de la máquina), que no se confunde con su porqué, no está de ninguna manera bajo el control de la ciencia, e implica opciones que no pueden ser más que de orden socio cultural. Aunque la técnica se mantenga alejado de la cultura, ciertas tecnologías -por el juego de sus características técnicas, como he intentado mostrar- se prestan a intervenciones en las que las determinaciones históricas se dan sin ninguna duda. No es necesario ser marxista para convencerse de esto mirando alrededor de uno.
 
Conclusión. El cine, ¿en qué historia?
En el horizonte de todos estos problemas, estamos llevados a interrogarnos sobre la naturaleza exacta de las relaciones, a la vez real y mal conocido, que la institución cinematográfica -y no únicamente el cine comercial-mantiene con la ideología en general. ¿En qué medida esta institución se sostiene en el deseo de seducir al cliente, en la búsqueda de ganancia, y por ende en el régimen económico (o en sus supervivencias bajo otros regímenes)? ¿En qué medida esta institución está ligada al acontecimiento, histórico en sí mismo y no obstante desfasado con relación a la cronología de los sistemas económicos, que constituye la emergencia de las artes de representación, y la simple existencia de una diégesis? Y para terminar ¿En qué medida el cine en su totalidad no es más que una invención por la que el hombre intenta responder a los objetivos obstinados que le propone su narcisismo, investido en formas lúdicas de una estesis perpetua susceptible sin embargo de ser tomada en la temporalidad de una historia? Ahora bien, ¿ésta sería una tercera historia?

NOTAS

1) «Les grands caractères de l’univers filmique» contribución a L’univers filmique (obra colectiva, Flammarion, 1953), p. 11-31.
2) Pasaje citado p. 19.
3) Theory of the Film (Londres, Dennis Dobson, 1952), p. 144.
4) Theory of the Film (op., cit.), p. 143.
5) En «Technique et idéologie» (Cahiers du Cinéma, 1971, ns. 229, 230, 231, y las siguientes), J. L. Comolli observa pertinentemente que no hay que reducir a la cámara únicamente todo el conjunto de la tecnología cinematográfica (n. 229, p. 7-8). Op. Cit. n. 231, p. 47.
6) Es profílmico todo lo que se pone frente a la cámara (e inversamente) para la toma.
7) Georges Sadoul: «Georges Méliès y la primera elaboración del lenguaje cinematográfico» Revue internationale de Filmologie, n. 1 junio-agosto 1947, p. 23-30.
8) Entretiens autour du cinématographe (recopilados por André Fraigueneau), Paris, Ed. André Bonne, 1951, p. 126 a 138.
9) Cap. X de Langage et cinéma (Paris, 1971).
10) Con este nombre se designa generalmente a una tradición de teorías internas al cine. Es el resultado de un efecto acumulativo de las observaciones más pertinentes de las críticas de las películas, el mejor ejemplo sigue siendo el clásico libro de André Bazin ¿Qué es el cine? (Ver J. Aumont y otros Estética del cine, Paidós Barcelona 1989.) [N. del T]
11) Op. Cit. p. 26 (nota 7, p. 178).
12) Le cinéma ou l’homme imaginaire (Paris, Ed. de Minuit, 1956) p. 57 a 63.
13) Esthétique et psicologie du cinéma (Paris, Ed. Universitaires), Tomo I (1963), p. 271 a 279.
14) Viene del ruso kolkhoz que significa granja colectiva. [N. del T] 15) «Rhétorique de l’image», Communications, 4, 1964, p. 40-51. 16) Cinéma et idéologie, Paris, 1971, Ed. Sociales.

Christian Metz, Trucaje y cine (1971)
Traducción Domin Choi., Floresta, verano caluroso de 1999.
 
Domin Choi es estudiante de la carrera de Artes con orientación combinadas de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. 

 Lenguaje Y Cine - Christian Metz

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