Guillermo Cabrera Infante:
Orson Welles. Un genio nada frecuente.
Guillermo Cabrera Infante
Una vez escribí una semblanza de Orson Welles y la titulé: «Un genio demasiado frecuente». El título era una parodia de una pieza de Christopher Fry, dramaturgo inglés, titulada Un fénix demasiado frecuente. Ambos títulos, ambas piezas de literatura eran en realidad un jeux d' esprit. Fry, sin embargo, tiene otro título que parece venirle de perilla (término de tabaco) a Welles. Es aquel de Que no quemen a la dama. En el caso de Orson Welles habría que pedir «Que no quemen sus películas» porque a nuestro genio intentaron quemarlo vivo varias veces y él se portó, de veras, como un puro fénix —o un fénix con un puro.
Desde el Renacimiento no había un artista como Orson Welles de quien se pudiera decir con justicia que era, precisamente, un hombre del Renacimiento. Welles era actor de teatro, director de escena, mago de salón, escritor, adaptador, productor, director de cine, actor de cine y una personalidad única de quien hay que decir que le echaremos de menos hasta el día en que nos reunamos de nuevo en el cielo de celuloide. De otros artistas similares siempre podemos decir «Pero queda su obra». Esto no es cierto en el caso de Orson. (Esa es otra característica wellesiana: siempre, a pesar de su rareza, lo trataremos familiarmente. John Ford o Ford, Howard Hawks, Hitchcock, pero por siempre Orson.) No es cierto que Orson Welles haya dejado una filmografía completa detrás. Con excepción de El ciudadano Kane siempre tuvimos de él no la obra entera sino fragmentos, pedazos de películas, retazos y en el caso de The Magnificent Ambersons hasta un final que nunca filmó. Con todo, como muchas veces con Orson, los fragmentos componen una obra maestra, mientras las obras de sus muchos contemporáneos se ven a trozos, trizas, atroces. No estaban hechas, evidentemente, para durar.
Orson siempre suscitó la envidia cuando no el encono. Ya al llegar a Hollywood se dejó crecer una barba que era una cortina de pelos para ocultar su doble barba. Las críticas, hoy día, parecerían ridículas. Muchos directores llevan ahora barba por un tiempo: Spielberg, Lucas, Scorsese. Nadie por supuesto ha pensado que son barbas radicales. Pero sucede que en 1940 ninguna figura pública había usado barba desde el asesinato del zar Nicolás. Marx y Engels usaban barba, Lenin tenía barba en todas sus manifestaciones políticas, Trotsky con su barbita hacía parecer a Stalin con su bigote absolutamente lampiño. La barba de Orson era profusa y los periódicos dieron por llamarle La Barba. Orson podía haber sido la mujer barbuda de un circo (en realidad cultivaba su pilosidad para su rol de héroe de Conrad) y todavía habría sido criticado. Hay figuras así en la historia de las artes. Todo lo que hacía Byron, de un incesto a un ciento, era criticado. Pushkin estaba hecho de escándalo ruso y el escándalo le costó la vida en un duelo que nunca debió ocurrir. Mark Twain se quejaba ya de que la prensa lo perseguía. En este siglo Hemingway profirió idéntica queja, con barba o sin barba. Dalí, con su bigote en guía, ha sido devorado por la prensa más de una vez. Todos tienen en común con Welles una indudable capacidad publicitaria: crean atención y son noticia y después se quejan. Lo que hace que la persecución no sea mera paranoia: todos son de una manera u otra perseguidos por la notoriedad, el escándalo y la fama.
Pero en el caso de Orson ese acoso se ha extendido a su arte. Nadie impidió que Hemingway escribiera y publicara sus libros, Dalí pintaba. Pero Orson, a partir de su completo control de Citizen Kane (por lo que todos tenemos una deuda con la RKO Radio de entonces que nunca cedió a la presión de la Prensa Hearst y sus adláteres), después de terminar esta obra maestra absoluta se encontró en Hollywood no con los mecenas florentinos que le habían prometido sino con una oposición casi universal. Así Orson pasó de ser enfant terrible a ser solamente terrible. Las alabanzas de prodigio se convirtieron en las acusaciones de pródigo y Orson se transformó en una bête noire y su nombre de osito de peluche devino un monstruoso Oso Welles. Nadie en la historia del cine (ni siquiera los dos falsos vous, Stroheim y Sternberg o el director que era para el cine lo que Einstein para la ciencia, Eisenstein) fue de tal victoria alada a la derrota total. Orson, como Eric von Stroheim, pudo salvar la cara con afeites, barbas falsas y narices postizas porque era un actor de carácter y tenía el físico y la voz y una personalidad extraordinaria. El hombre que en plena juventud había creado una obra maestra absoluta del cine se vio en su vejez reducido a una voz que alababa la bebida que odiaba, la cerveza. Eisenstein tuvo que complacer al más terrible crítico de cine, José Stalin, que le enseñaba siempre la vía recta aunque muchas veces fue la via smarrita. Von Stroheim terminó fingiendo que dirigía a una Gloria Swanson demente que insistía en confundirlo con el epítome del director de éxito, Cecil B. De Mille. Von Sternberg acabó obligado a hacer una Marlene morena de Jane Russell en una Macao de cartón piedra como esa misma ciudad concebida por Orson en La historia inmortal, con el beneficio de dos mujeres (Blixen, Moreau) menos llamativas que la estrella ampulosa que Von Sternberg quería desinflar con sus puyas. Con Jane Russell el Von habría tenido que usar dos puyas.
Pero Welles fue en la RKO de la cima a la sima. Su siguiente película The Magnificent Ambersons fue montada (el verbo casi sugiere una yegua) en su ausencia, terminada del todo y exhibida antes de que Orson pudiera decir OK. Para añadir injuria al insulto la cinta fue exhibida en un programa doble junto con la obra maestra de Lupe Velez, La fogosa mexicana ve un fantasma. De cierta manera en ese programa Orson compartía las carteleras con Leon Erroll. Nadie, tan pronto, pudo caer tan bajo. Por supuesto Orson pasó a crear más de una obra maestra, como El extranjero, que Orson para darse lija llamaba su peor película. En Hollywood hizo también La dama de Shanghai que no sólo es un thriller maestro sino una de las películas más hermosas de los años cuarenta. Poco después y como adiós a Hollywood dirigió y actuó en una de las cintas más feas de los años cuarenta. Pero su fealdad es como la del día con que comienza la obra: «Un día tan feo y tan bello no he visto», dice Macbeth y lo repite Orson con un atroz acento escocés, pero con un sentido de la imagen épica trágica sólo igualable al de Eisenstein en Iván el terrible. No voy a hacer una crítica de todas las películas de Orson Welles, ni siquiera mencionar la media docena de obras maestras que tiene en su haber.
Quiero hablar momentáneamente de Orson Welles actor. Criticado por muchos como un ham (palabra inglesa que quiero traducir por jamón, ya que guarda la misma alusión al jamón ahumado, a la pierna de cerdo y tiene connotaciones con mojama, es decir cecina, jamaca y jamás: un actor que ronca en sus laureles), como un ham que es la peor clase de actor, aquel que da ganas de reír en la tragedia, de llorar en la comedia y de irse del teatro en el melodrama. Pienso por el contrario que Orson Welles es el mejor actor shakesperiano que ha tenido el cine, solamente igualado por Laurence Olivier en el teatro. Curiosamente, después de las últimas actuaciones de Olivier en el cine, mucha gente empieza a decir, privadamente claro, que Sir Larry es un jamón. Es la misma gente que en el apogeo de Orson creían que Gregory Peck era un gran actor. Es la que al ver The Marathon Man piensan que Dustin Hoffman le dio lecciones de actuación a Olivier. Es la que prefiere un jamoncito dulce a un gran jamón. Por supuesto a nosotros, los que estamos aquí, nos parecerá siempre que John Barrymore era irresistible, fuera jamón de York o curado en alcohol. Jamón, jambon, James Bond.
Orson Welles actor tocó fondo cuando actuó en Casino Royale. Allí permitió ser ninguneado por un caso patológico llamado Peter Sellers. Si ustedes quieren saber qué es el delirio de grandeza no hay más que seguir los pasos esquizoides de Sellers a partir de Lolita. Quienquiera que crea que John Lennon volaba en un globo de mariguana cuando dijo «Soy más popular que Cristo», esperen a oír a Sellers diciendo sin el menor dejo cómico en su voz de vodevil: «Dios tiene un pacto conmigo». Welles tuvo que soportar el desaire de este actor patético cuando rodaron una escena juntos. Tomaron, a petición, todos los close-ups de Sellers y dijo sus bocadillos. Welles estaba a un lado de la cámara leyendo del guión. Cuando le tocó a Welles hacer los planos opuestos, Sellers dejó el set sin ninguna explicación, sin excusa. Orson tuvo que ser a su vez su arte y la parte del doble. Había perfeccionado una técnica, que le había servido de mucho en Otelo (donde un plano se filmaba en Mogador, Marruecos y el contraplano en Venecia muchos meses después), y que consistía en imaginar que en los close-ups hablaba con un actor invisible que más parecía un trípode que una bípeda figura humana. Pero no dejaba de ser de parte de Sellers un insulto deliberado. Sellers, tenía que serlo, era un actor de vis cómica, pero su ego, comparado con Welles, era de una dimensión abismal.
Ahora llegamos a otra calumnia levantada contra Orson: su don de derroche, su desprecio por la industria que lo acogió, su extravagancia. Nada puede ser más falso. Orson de hecho hizo siempre las películas más baratas del cine de su tiempo, cualquiera que fuese, y en Macbeth consiguió hacer cine con miserias. Después de su ida a Europa, en sus obras maestras como Otelo, Falstaff, Mr. Arkadin y hasta Fake fue Orson el que puso dinero de su bolsillo, ganado aceptando los más irrisorios roles, para terminarlas. No hay, por otra parte, director en toda la historia del cine al que el cine le haya costado dinero, además de los proverbiales sudor y lágrimas. Con Orson todo productor estaba dispuesto a cobrarse su libra de carne —y muchas veces lo conseguían. Orson por supuesto de carne tenía más de una libra.
Iba a hablar de la máxima calumnia contra Orson, perpetrada por una crítica eminente, Pauline Kael del New Yorker. La señora Kael escribió todo un libro para demostrar la cuadratura de un círculo vicioso: Orson no hizo Citizen Kane. Todo es el concepto de un guionista menor, Herman Mankiewicz. Orson sólo siguió sus pautas, como un músico anónimo la partitura. El argumento, absolutamente ad hominem, es tan falaz que la sola visión no de la película sino de una sola foto-fija de El ciudadano Kane nos convence de la mediocridad de Mankiewicz, casi un hack, frente a la concepción visual de Orson, maestra.
Orson fue, a pesar de los Sellers y los buyers, un gran actor de cine. Dicen los que lo vieron que también fue un extraordinario actor teatral. Pero en el cine está la evidencia y todos podemos comprobarla. Del joven Charley hasta el sexagenario Charles Foster Kane hay una extensa gama de actuación, tan notable como la visión del paso del tiempo en la cara del actor. De aquí arrancan todos los grandes momentos histriónicos que nos ha regalado Orson. Algunos ingratos (críticos tanto como público) han rechazado estas piezas de bravura como el peor histrionismo. Nadie les prohíbe que detesten su delicioso Falstaff que es un monumento a la gula y a la cobardía pero también a la lealtad. En Touch of Evil Orson logró en Hank Quinlan su mejor actuación, a pesar del sebo y la sevicia. Pero por mi parte prefiero para siempre su Harry Lime, el más atractivo de todos los villanos de esa década de malvados minuciosos que son los años cuarenta. Usando un sombrero y un abrigo negro y la oscuridad rota por un spot, Orson no tuvo más que dirigir su mirada de soslayo, de abajo arriba, como el malhechor que surge de las alcantarillas para casi conquistar de nuevo el amor de un Joseph Cotten, tan gris como la ciudad en la niebla. La apoteosis del melodrama es ese hombre lívido vestido de negro: bolsa negra, negro él mismo, cine negrísimo.
Hay dos anécdotas (y la historia del cine, como la otra historia, no es más que una cadena de anécdotas, chismes y la constante reescritura del texto por el ganador) que sirven para mostrar a Orson en una luz más cruda que la de un reflector en una calle de Viena, ejerciendo ahora una suerte de picardía noble, que era a la vez su salvavidas particular y su modo de financiar su cine. Había un bailarín cubano a quien le gustaba comer más que bailar y se puso gordo, inflado: un globo que nunca tuvo su ascenso. Su gran momento en Words and Music, junto a Judy Garland brevemente, en un paso de rumba o dos, su enorme culo coloreado moviéndose alrededor de una casi caquéctica Garland. Este rumbero con más kilos que kilómetros recorridos de Cuba-USA se llamaba Sergio Orta. Todavía se llamaba así cuando regresó a Cuba pensando que tenía nombre en el cine. No ocurrió nada con él en La Habana y tuvo la luminosa idea de venir a España. En Madrid no pudo dar un paso de rumba pero se hizo coreógrafo. Como se sabe, la coreografía es el último refugio del bailarín, pero Orta hizo dinero y cuando se cruzó en su camino Orson —de gordo a gordo— tenía cuarenta mil dólares en el banco y más de cincuenta años. De alguna manera Orson, que podía ser muy persuasivo, convenció a Orta de que invirtiera en su película. (Mr. Arkadin, por supuesto). Sería un éxito seguro de taquilla y además de recobrar su dinero ganaría mucho, tendría un papel en la trama y su nombre en las marquesinas de todo el mundo civilizado. ¿Y quién quiere estar en las marquesinas del mundo bárbaro? Orta cayó. O mejor dicho, mordió y Orson capturó su ballena y la arrimó a orilla segura. Escribió especialmente para el bailarín de plomo una secuencia que ocurría en la cocina de un restaurant de Munich, pero estaba toda hecha en el estudio en Madrid. Orta y Orson orquestaron un ballet rojo. Akim Tamiroff entraba a la cocina buscando el paté de sus sueños, sin saber que mientras perseguía al ganso lo perseguían con menos afán. Pero el verdadero ganso fue Orta. Después de estar filmando durante días una escena en que finalmente le clavaban en la crasa espalda un cuchillo dirigido a Tamiroff, Orta moría en una agonía de rumbero caído. Pasaron los meses, se estrenó Mr. Arkadin y cuando Orta llevó a la première a algunos amigos advertidos de su participación digna de un Oscar, Orta con Orson, vio que de su participación en el crimen y en la muerte, quedaba un cocinero gordo, iracundo y violento que esgrimía un enorme cuchillo ante la visión patética (debe de venir de paté) de Tamiroff. Durante días Orta persiguió a Orson con un idéntico cuchillo. Los gordos porosos nunca se encontraron.
La otra ocasión fue cuando el muy rico, muy emprendedor Michael Winner se hizo director de cine. Orson supo que Winner (cuyo nombre en inglés quiere decir ganador) era millonario por su familia y firmó enseguida el contrato para la primera película del muy bisoño director. Se titulaba, creo que se titula todavía, «I'll Never Forget What's his name». Winner fue temprano al estudio a esperar a Welles, que vino dos horas más tarde. Cuando Winner le explicó la secuencia, los encuadres y la mise en scène, Orson (que ya le había dicho a Winner con una sonrisa, «Llámame Orson») miró el set, dio vuelta a la cámara y a la tramoya y le explicó a Winner: «Mira Mike, en esta escena tú tienes a tu actor principal y lo coges con la cámara de frente, conmigo de espaldas. Luego vas dando la vuelta con la cámara en dolly y recorres toda la habitación, siempre con tu actor en cámara». Winner estaba encantado. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes?«Perfecto, Orson. Tú te sientas aquí.» Orson lo interrumpió: «No exactamente. Como yo estoy de espalda a la cámara, no me necesitas. Puedes usar un doble, cualquier doble. Y como vas a estar ocupado toda la mañana en ese shot (no olvides los dollies), y tendrás que hacer retakes, yo ahora me voy a Londres, a almorzar al Savoy y vengo por la tarde y completamos mis close-ups». Winner todavía no ha olvidado la lección de Orson. Le hizo falta para controlar a Charles Bronson, un Orson bronco.
Cuento estas historias porque son divertidas y porque muestran que Orson era un hombre del Renacimiento. En el Renacimiento estuvieron contratados por el mismo estudio el violento Miguel Ángel y el Dulce Rafael y el inventor de la mise en scène en pintura, Leonardo, quien como Orson, fue acusado de que nunca terminaba un cuadro. Recuerden que en inglés cuadro se llama también a las películas: todos son pictures. La Mona Lisa y F. for Fake, La última cena y The Magnificent Ambersons y La creación y Citizen Kane. ¿Presuntuoso? En todo caso, presuntu Orson.
Orson Welles
En Cine o sardina