EL ROSTRO DE LA GARBO
Por Roland Barthes
La Garbo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturbaba enormemente a las multitudes, cuando uno se perdía literalmente en una imagen humana como dentro de un filtro, cuando el rostro constituía una suerte de estado absoluto de la carne que no se podía alcanzar ni abandonar. Algunos años antes, el rostro de Valentino producía suicidios; el de la Garbo participa todavía del mismo reino de amor cortés en que la carne desarrolla sentimientos de perdición.
Se trata sin duda de un admirable rostro-objeto. En La reina Cristina, película que se ha vuelto a ver durante estos años en París, el maquillaje tiene el espesor níveo de una máscara, no es un rostro pintado, sino un rostro enyesado, defendido por la superficie del color y no por sus líneas; en esa nieve a la vez frágil y compacta, los ojos solos, negros como una pulpa caprichosa y para nada expresivos, son dos cardenales un tanto temblorosos.
En su enorme belleza, ese rostro no dibujado sino más bien esculpido en la lisura y lo frágil, es decir, perfecto y efímero a la vez, incorpora la cara harinosa de Chaplin, sus ojos de vegetal sombrío, su rostro de tótem.
Pero la tentación de la máscara total (la máscara antigua, por ejemplo) tal vez implique menos el tema del secreto (caso de las semimáscaras italianas) que el de un arquetipo del rostro humano. La Garbo mostraba una especie de idea platónica de la criatura y esto explica que su rostro sea casi asexuado, sin que por ello resulte dudoso. Es cierto que la película (alternativamente, la reina Cristina es mujer y joven caballero) se presta a esa indivisión, pero allí la Garbo no realiza ninguna actuación de travesti: siempre es ella misma, un fingir lleva bajo su corona o bajo sus grandes sombreros gachos el mismo rostro de nieve y soledad. Es indudable que su sobrenombre de Divina apuntaba menos a traducir un estado superlativo de la belleza que a la esencia de su persona corporal, descendida de un cielo donde las cosas se conforman y acaban con la mayor pureza. Ella lo sabía; cuántas actrices han consentido en dejar ver a la multitud la inquietante madurez de su belleza. Ella no: no era posible que la esencia se degradara, hacía falta que su rostro no tuviera jamás otra realidad que la de su perfección intelectual, más aún que plástica. Poco a poco, la Esencia se ha oscurecido, se ha cubierto progresivamente con anteojos, capellinas y exilios, pero jamás se ha alterado.
Sin embargo, en ese rostro deificado se dibuja algo más agudo que una máscara: una suerte de relación voluntaria y por lo tanto humana entre la curvatura de las fosas nasales y el arco ciliar, una función extraña, individual, entre dos zonas de la cara; la máscara no es más que una adición de líneas, el rostro es ante todo la recordación temática de unas a otras. El rostro de la Garbo representa ese momento inestable en que el cine extrae una belleza existencial de una belleza esencial, cuando el arquetipo va a inflexionarse hacia la fascinación de figuras perecederas, cuando la claridad de las esencias carnales va a dar lugar a una lírica de la mujer.
Como momento de transición, el rostro de la Garbo concilia dos edades iconográficas, asegura el paso del terror al encanto. Como se sabe, hoy estamos en el otro polo de esta evolución: el rostro de Audrey Hepburn, por ejemplo, está individualizado, no sólo por su temática particular (mujer-niña, mujer-gata), sino también por su persona, por su especificación poco menos que única del rostro, que ya no tiene nada de esencial sino que está constituido por la complejidad infinita de las funciones morfológicas. Como lenguaje, la singularidad de la Garbo era de orden conceptual; la de Audrey Hepburn es de orden sustancial. El rostro de la Garbo es idea, el de la Hepburn es acontecimiento.
De “Mitologías”.
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