PIER PAOLO PASOLINI
Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología de la realidad
1
Observemos
el film de 16 mm. que un espectador, entre la multitud, rodó sobre la
muerte de Kennedy. Se trata de un plano-secuencia; y es el más
característico plano-secuencia.
El
espectador-operador, en efecto, no eligió ángulos visuales: filmó
simplemente desde donde se encontraba, encuadrando lo que su ojo –mejor
su objetivo– veía.
El plano–secuencia característico es, por lo tanto, una toma «subjetiva».
En
un posible film sobre la muerte de Kennedy faltan todos los demás
ángulos visuales: desde el del mismo Kennedy al de Jacqueline, desde el
del asesino que disparaba al de los cómplices, desde el de los restantes
presentes más afortunadamente situados al de los policías de la
escolta, etc. .
Suponiendo
que tuviésemos films rodados desde todos estos ángulos visuales, ¿de
qué dispondríamos? De una serie de planos-secuencia que reproducirían
las cosas v las acciones reales de aquel momento, contemporáneamente
vistas desde diferentes ángulos visuales: es decir, a través de una
serie de tomas «subjetivas». Por lo tanto, la toma «subjetiva» es el
máximo límite realista de toda técnica audiovisual. No se puede concebir
«ver y oír» la realidad en su transcurrir mas que desde un solo ángulo visual: y
este ángulo visual siempre es el de un sujeto que ve y oye. Este sujeto
es un sujeto de carne y hueso, porque si nosotros, en un film de
acción, también elegimos un punto de vista ideal y, por lo tanto en
cierto modo abstracto y no naturalista, desde el momento en que
colocamos en ese punto de vista una cámara y un magnetófono siempre
resultará algo visto y oído por un sujeto de carne y hueso (es decir,
con ojos y oídos).
Ahora bien, la realidad vista y oída en su acaecer siempre es el tiempo presente.
El
tiempo del plano-secuencia, entendido como elemento esquemático y
primordial del cine –es decir, como una toma subjetiva infinita–, es,
por consiguiente, el presente. El cine, por lo tanto, «reproduce el
presente». La «toma directa» de la televisión es una paradigmática
reproducción del presente, de algo que sucede.
Entonces
supongamos que tenemos no un único film sobre la muerte de Kennedy,
sino una docena de films análogos en cuanto a planos-secuencia que
reproducen subjetivamente el presente de la muerte del presidente. En el
mismo momento en que nosotros, también por razones puramente
documentales (entramos en una sala de proyección de la policía que
efectúa la investigación), vemos continuadamente todos estos
planos-secuencia subjetivos, es decir, unidos entre sí, aunque no en
forma material, ¿qué es lo que hacemos? Hacemos una especie de montaje,
aunque extremadamente elemental ¿Y qué es lo que obtenemos con este
montaje? Obtenemos una multiplicación de «presentes», como si una acción, en lugar de desarrollarse una sola vez ante nuestros oros, se desarrollara más veces. Esta
multiplicación de «presentes» suprime, inutiliza en realidad, el
presente, cada uno de estos presentes, al postular la relatividad del
otro; su inautenticidad, su imprecisión, su ambigüedad.
Al
observar, para una investigación de la policía –la menos interesada por
cualquier hecho estético, e interesadísima, en cambio, por el valor
documental de los films proyectados en cuanto testigos oculares de un
hecho real a reconstruir con toda exactitud–, la primera pregunta que
nos haremos es la siguiente: ¿cuál .de estos films representa con mas
exactitud la autentica realidad de los hechos? Hay tantos pobres ojos y
oídos (o cámaras y magnetófonos) ante los que ha tenido lugar un
capítulo irreversible de la realidad, presentándose a cada pareja de
órganos naturales o de estos instrumentos técnicos, de manera diferente
(campo, contracampo, plano general, plano americano, primer plano y
todos los ángulos posibles): pero cada una de estas formas en que la
realidad se ha presentado es. extremadamente pobre, aleatoria, casi
digna de compasión, si se piensa que es una sola, y las otras son tantas, infinitamente tantas.
En
cualquier caso está claro que la realidad, con todas sus facetas, se ha
expresado: ha dicho algo al que estaba presente (estaba presente
formando parte de ella: porque la realidad no habla con nadie más que consigo misma), ha
dicho algo en su lenguaje que es el lenguaje de la acción (integrado
por los lenguajes humanos simbólicos y convencionales): un disparo de
rifle, un cuerpo que cae, un coche que se para, una mujer que grita,
muchas personas que chillan... Todos estos signos no simbólicos dicen
que algo ha sucedido: la muerte de un presidente, ahora y aquí, en el
presente. y dicho presente es, repito, el tiempo de tantas tomas
subjetivas como planos-secuencia, rodados desde diferentes ángulos
visuales en los que el destino ha colocado a sus testigos con sus
incompletos órganos culturales o instrumentos técnicos.
El
lenguaje de la acción es, por lo tanto, el lenguaje de los signos no
simbólicos del tiempo presente y, en el presente, sin embargo, no tiene
sentido o, si lo tiene, lo tiene subjetivamente, es decir, de manera
incompleta, incierta y misteriosa. Kennedy, muriendo, se está expresando en su última acción: la
de caer y morir en el asiento de un automóvil presidencial negro, entre
los débiles brazos de una pequeña burguesa norteamericana.
Pero
ese último lenguaje de la acción con el que Kennedy se ha expresado
ante varios espectadores queda en el presente –al ser percibido por los
sentidos y filmado, que es lo mismo– detenido e inenarrado. Como todo
momento del lenguaje de la acción, éste es una búsqueda. ¿Búsqueda
de qué? De una sistematización en relación con sí misma y con el mundo
objetivo; y, por lo tanto, una búsqueda de relaciones con los restantes
lenguajes de la acción con los que los demás, junto con él, se expresan.
En el caso que nos ocupa, los últimos sintagmas vivientes de
Kennedy buscaron una relación con los sintagmas vivientes de aquellos
que en ese momento se expresaban viviendo a su alrededor. Por ejemplo,
ej, de su asesino, o asesinos, que disparaba o que disparaban.
Hasta
que dichos sintagmas vivientes no se relacionen entre sí, tanto el
lenguaje de la última acción de Kennedy, como el lenguaje de la acción
de los asesinos, son lenguaje mutilados e incompletos. ¿Qué deberá
suceder, por lo tanto, para que lleguen a ser completos y comprensibles?
Que las relaciones, que cada uno de ellos a tientas y balbuceantemente
buscan, se establezcan. Pero no a través de una simple multiplicación de
presentes –como sucedería si yuxtapusiésemos las diferentes tomas
subjetivas–. sino a través de su coordinación. En efecto, su
coordinación no se limita, como la yuxtaposición, a destruir y a
inutilizar el concepto de presente (como en la hipotética proyección de
los distintos films, pasados uno después del otro en la salita del F. B.
I.), sino a expresar el presente pasado.
Sólo
los hechos sucedidos y acabados son coordinabIes entre sí, y por esto
adquieren un sentido (como diré, tal vez mejor, más adelante).
Ahora
supongamos una cosa: es decir, que entre los investigadores que han
visto los diferentes, y por desgracia hipotéticos films. unidos unos a
otros, había una genial mente organizadora.
Su
genialidad no podría consistir más que en la coordinación. Intuyendo la
verdad –a partir de un análisis de los diversos fragmentos
naturalistas, que constituyen los diferentes films–, estaría en
condiciones de reconstruirla. ¿Pero cómo? Seleccionando los momentos
verdaderamente significativos de los diferentes planos-secuencia
subjetivos y encontrando, como consecuencia, su auténtica sucesión. Se
trataría, en pocas palabras, de un montaje. Después de este trabajo de
selección y coordinación los diferentes ángulos visuales se disolverían,
y la subjetividad, existencial, cedería el sitio a la objetividad; ya
no estarían las conmovedoras parejas de ojos–oídos (o
cámaras–magnetófonos) para captar y reproducir la fugaz y poco estable
realidad, pero en su sitio habría un narrador. Este narrador transforma
el presente en pasado.
De
donde se deriva que el cine (o mejor la técnica audiovisual) es
sustancialmente un infinito plano–secuencia, tal y como es la realidad
para nuestros ojos y nuestros oídos durante todo el tiempo en que
estamos en condiciones de ver y oír (un plano–secuencia infinito que
acaba al final de nuestra vida): y este plano–secuencia, además, no es
más que la reproducción (como he dicho varias veces) del lenguaje de la
acción; en otras palabras, es la reproducción del presente.
Pero
desde el momento en que interviene el montaje. es decir, cuando se pasa
del «cine» al film (que, por lo tanto, son dos cosas muy diferentes,
del mismo modo que «langue» es diferente de «palabras») el presente se
convierte en pasado (es decir, se han realizado las coordinaciones a
través de las distintas lenguas vivientes): un pasado que, por razones
inmanentes al medio cinematográfico, y no por elección estética, tiene
siempre características de presente (es decir, es un presente histórico).
Aquí
entonces debo decir lo que pienso de la muerte (y dejo libres a los
lectores para preguntarse, escépticos, que tiene que ver esto con el
cine). He dicho varias veces, y siempre mal, por desgracia, que la
realidad tiene su lenguaje –mejor ?icho, un lenguaje–, que, para ser
descrito, tiene necesidad de una «semiología general», que por ahora
falta, incluso como noción (los semiólogos observan siempre objetos muy
nítidos v definidos. es decir, los diferentes lenguajes, sígnicos o 'no
existentes' todavía no han descubierto que la semiología es la ciencia
descriptiva de la realidad).
Dicho
lenguaje –he dicho, y siempre mal– coincide, por lo que al hombre se
refiere, con la acción humana. Es decir el hombre se expresa
principalmente con su acción –no entendida como una mera acción
pragmática– porque con ella modifica la realidad e incide en el
espíritu. Pero esta acción suya carece de unidad o sea de sentido, hasta que no se haya consumado. Mientras
Lenin vivía, el lenguaje de su acción todavía era en parte
indescifrable, porque todavía era posible y, por lo tanto, modificable
por eventuales acciones futuras. En definitiva, mientras tiene futuro,
es decir una incógnita, un hombre está inexpresado. Puede haber un
hombre honesto que, a los sesenta años cometa un delito: esta acción
censurable modifica todas sus acciones anteriores y, por consiguiente,
se presenta distinto del que siempre fue. Hasta que no me muera nadie
podrá garantizar que verdaderamente me conoce es decir, podrá dar un
sentido a mi acción, que, por lo tanto, en cuanto momento lingüístico,
es difícilmente descifrable.
Por
lo tanto, es absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos
vivos, carecemos de sentido v el lenguaje de nuestra vida (con el que
nos expresarnos, y al que, por lo tanto, atribuimos la máxima
importancia) es intraducible: un caso de posibilidades, una búsqueda de
relaciones y de significados sin solución de continuidad. La muerte
realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea selecciona sus
momentos verdaderamente significativos (inmodificables ya por otros
posibles momentos contrarios o incoherentes), y los ordena
sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e
incierto, y por lo tanto lingüísticamente no descriptible, un pasado
claro, estable, cierto y, por lo tanto, lingüísticamente bien
descriptible (precisamente en el ámbito de una Semiología General). Sólo
gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.
Por
lo tanto, el montaje realiza sobre el material del film (que está
constituido por fragmentos, larguísimos o infinitesimales, de tantos
planos-secuencia como posibles tomas subjetivas infinitas) lo que la
muerte realiza sobre la vida.
2
El
film se podría definir como «palabras sin lengua»: en efecto, los
distintos films para ser comprendidos no remiten al cine, sino a la
realidad misma. Se entiende que con esto estoy postulando mi habitual
identificación del cine con la realidad y que la semiología del cine
sólo debería ser un capítulo de la Semiología General de la realidad.
Veamos:
en un film aparece el encuadre de un muchacho con el pelo rizado y
negro, los ojos negros y sonrientes, una cara cubierta de acné, la
garganta un poco hinchada, como de hipertiroide, y una expresión alegre y
burlona que emana de toda su persona. Este encuadre de un film, ¿remite
acaso a un pacto social hecho de símbolos, como sería el cine definido
por analogía con la «langue»? Sí, remite a este pacto social, pero este
pacto social, no siendo simbólico no se distingue de la realidad, o sea del auténtico Ninnetto Davoli (1) en carne y hueso reproducido en aquel encuadre.
Tenemos
va en nuestra cabeza una especie de «Código de la Realidad» (o sea esa
Semiología General en potencia de la que estoy hablando). Y, a través de
este inexpresado e inconsciente código que nos hace comprender la
realidad, también comprendemos los diferentes films. Mejor dicho, para
decirlo todo, de la forma más sencilla y elemental, reconocemos la
realidad en los films, que se expresa en ellos para nosotros como hace
cotidianamente en la vida.
Un personaje, en el cine, como en cualquier momento de la realidad, nos habla a través de los signos, o sintagmas vivientes, de
su acción que, subdivididos en capítulos, podrían ser: 1) el lenguaje
de la presencia física; 2) el lenguaje del comportamiento; 3) el
lenguaje de la lengua escrita–hablada; todos, precisamente, sintetizados
en el lenguaje de la acción, que establece relaciones con nosotros y
con el mundo objetivo. En una Semiología General de la realidad, cada
uno de estos capítulos debería, naturalmente, dividirse en un número
impreciso de apartados. Es un trabajo, éste, que desde hace tiempo tengo
en la pluma; quisiera limitarme aquí únicamente a observar el segundo
apartado, el titulado «Lenguaje del comportamiento»; indudablemente
sería el más interesante y complejo. Mientras tanto, y en primer lugar,
habría que dividirlo en dos subapartados, es decir, el «Lenguaje del
comportamiento general» (que sintetizaría la manera de ser aprendida a
través de la educación en una sociedad codificadora), y el «Lenguaje del
comportamiento específico» (que serviría para expresarse en situaciones
sociales particulares y en determinados momentos, diría de la jerga, de
esta situación).
Cojamos, por ejemplo, al actor con el pelo rizado y el acné del que hablaba antes: el lenguaje de su comportamiento general me
indica inmediatamente –a través de la serie de sus actos, de sus
expresiones, de sus palabras– su ubicación histórica, étnica y social.
Pero el lenguaje de su comportamiento específico, precisa hasta
la más extrema concreción como ubicación (así como sucede con el
dialecto y la jerga con respecto a la lengua). El lenguaje del
comportamiento específico está, por lo tanto, sustancialmente
constituido por una serie de ceremoniales, cuyo arquetipo pertenece
decididamente al mundo natural o animal; e! pavo real que despliega su
cola, el gallo que canta después del coito, las flores que muestran, en
una determinada estación, sus colores. El lenguaje del mundo es, en
resumen, sustancialmente un espectáculo. En el caso de una pelea, el
muchacho del pelo rizado que hemos tomado como ejemplo, no trasgrediría
uno solo de los actos exigidos por e! código popular: desde las primeras
frases del diálogo dichas con la peculiar expresión, confusa casi, del
que no se siente bien, a las primeras amenazas casi dignas de compasión,
a los primeros gritos contra el pecho del adversario con ambas manos
abiertas con las palmas hacia adelante, etc., etc.
De
los diversos ceremoniales vivientes del lenguaje del comportamiento
específico se llega, insensiblemente, a los diversos ceremoniales
conscientes: de aquellos mágicos arcaicos a aquellos establecidos por
las normas de la buena educación de la civilización burguesa
contemporánea. Hasta llegar, después, siempre insensiblemente, a los diversos lenguajes humanos simbólicos, pero no sígnicos: los
lenguajes en que el hombre, para expresarse, utiliza su propio cuerpo,
su propia figura. Las representaciones religiosas, los mimos, las
danzas. los espectáculos teatrales pertenecen a estos tipos de lenguajes
figurales y vivientes. También el cine.
En
espera de trazar al menos algunos apuntes de esta «Semiología General»
mía, quisiera limitarme aquí, todavía, a observar cómo dicha Semiología
General sería, al mismo tiempo, la Semiología del Lenguaje de la
Realidad, y la Semiología del Lenguaje del Cine. Teniendo presente un
solo hecho más: la reproducción audiovisual. Sobre las maneras de dicha
reproducción ––que recrea en el cine las mismas características
lingüísticas de la vida entendida como lenguaje–podría plantearse y
elaborarse una gramática del cine. Y, en otras ocasiones, precisamente
me he ocupado de esto. Aquí me interesa señalar –y es el punto central
de estas palabras mías– cómo, semiológicamente, si no hay ninguna
diferencia entre el tiempo de la vida y el tiempo del cine entendido
como reproducción de la vida –en cuanto supone un infinito
plano–secuencia–, es en cambio sustancial la diferencia entre el tiempo
de la vida y el tiempo de los distintos films.
Cojamos
un plano–secuencia en estado puro: es decir, la reproducción
audiovisual, hecha desde un ángulo visual subjetivo, de un fragmento de
la infinita sucesión de cosas y acciones que podrían potencialmente
reproducirse. Dicho plano–secuencia en estado puro estaría constituido
por una sucesión extraordinariamente aburrida de cosas y acciones
insignificantes. Lo que me aparece y me sucede en cinco minutos de
mi vida resultaría, proyectado en una pantalla, algo absolutamente
carente de interés: de una irrelevancia absoluta. Esto no se me
manifiesta en la realidad porque mi cuerpo es viviente, y esos cinco minutos son cinco minutos de soliloquio vital de la realidad consigo misma.
El
hipotético plano–secuencia puro pone en evidencia, por lo tanto,
representándola, la insignificancia de la vida en cuanto vida. Pero a
través de este hipotético plano–secuencia puro, también logro saber –con
la misma precisión de las pruebas de laboratorio–que la proposición
fundamental expresada por lo más insignificante es: «Yo soy», o «Hay», o
simplemente «Ser».
Pero
¿es natural ser? No, no me lo parece; al contrario, me parece que es
portentoso, misterioso y, en cualquier caso, absolutamente innatural.
Ahora,
el plano–secuencia, dadas las características que he descrito de él, se
convierte, en los films de ficción, en el momento más «naturalista» de
la narración cinematográfica. ¿Un hombre da una bofetada a una mujer,
sube a su automóvil y se va por la autopista del mar? Pues bien, yo
coloco la cámara con un magnetófono en el mismo sitio donde podría estar
un testigo de carne y hueso, míseramente naturalista. y tomo toda la
escena seguida, como vista y oída por él, hasta la desaparición del
coche hacia Ostia. Es cierto: tanto en el acontecimiento que sucede en
la realidad frente a mis sentidos como en su reproducción, la
proposición fundamental y dominante es: «Todo esto es.» (Sin embargo, al
igual que en la realidad no soy indiferente, tampoco, potencialmente,
soy indiferente delante de la reproducción de la realidad. y puesto que
en el film juzgo a través del Código de la Realidad, reproduzco en mí,
poco más o menos, los mismos sentimientos que si viviese aquel hecho
material.)
Puesto
que el cine jamás podrá prescindir de dichos planos-secuencia por
mínimos que sean, tratándose siempre de una reproducción de la realidad,
es acusado de naturalismo. Pero el miedo al naturalismo es (al menos a
propósito del cine) miedo al ser. O sea, en definitiva, miedo a la falta
de naturalidad del ser: de la ambigüedad territorial de la realidad
debida al hecho de que está basada en un equívoco: el pasado del tiempo.
¡El mejor naturalista! Hacer cine es escribir sobre un papel que arde.
Para
comprender qué es el naturalismo del cine, tomemos un caso extremo que
se presenta, o es presentado, como un acontecimiento del cine de
vanguardia: en las bodegas de New York del New Cinema, se proyectan
planos-secuencia que duran largas horas (por ejemplo, un hombre
durmiendo) (2). Esto, por lo tanto,
es cine en estado puro (como he dicho más veces), y como tal, en cuanto
representación de la realidad desde un único ángulo visual, es subjetivo
en el sentido de locamente naturalista: sobre todo en cuanto de la
realidad también tiene la duración natural.
Como
siempre, culturalmente, el nuevo cine es una consecuencia extrema del
neorrealismo: con su culto al documental y a lo verdadero. Pero mientras
el naturalismo cultivaba con optimismo, sentido común y sencillez, su
culto a la realidad con los inherentes planos–secuencia, el nuevo cine
invierte las cosas: en su exasperado culto a la realidad y en sus
interminables planos–secuencia, en lugar de tener como proposición
fundamental «Lo que es insignificante, es», tiene como proposición
fundamental «Lo que es, es insignificante». Pero dicha insignificancia
se siente con tanta rabia y dolor que agrede al espectador y, con él, su
idea del orden y su existencia! amor humano por lo que es. El breve,
sensato, mesurado, natural, afable plano–secuencia del neorrealismo nos
proporciona el placer de conocer la realidad que cotidianamente vivimos v
disfrutar a través de la confrontación estética con las convenciones
académicas; el largo, insensato, desmesurado, innatural, mudo
plano–secuencia del nuevo cine, por el contrario, nos coloca en un
estado de horror ante la realidad, a través de la confrontación estética
con el naturalismo neorrealista, entendido como academia de vivir.
Por
lo tanto, prácticamente, la cuestión de la diferencia entre vida real y
vida reproducida, es decir entre realidad y cine, es una cuestión, como
decía, de ritmo temporal. Pero es también una diferencia de tiempos que
distingue un cine del otro. La duración de un encuadre, o el ritmo en
la concatenación de los encuadres, cambia el valor del film: lo hace
pertenecer a una escuela en lugar de otra, a una época en lugar de otra,
a una ideología en lugar de otra.
Si,
además, se tiene presente que en los films de ficción puede darse la
ilusión del plano–secuencia también a través del montaje, entonces el
valor del plano–secuencia se hace todavía más ideal: se convierte en la
auténtica y verdadera elección de un mundo. Mientras, de hecho, el
plano–secuencia verdadero reproduce tal cual una acción real, y tiene su
duración, un plano–secuencia falso (que es el caso de la mayor
parte del cine neorrealista, pero también de ese naturalismo ilustrativo
de la convención comercial) imita la correspondiente acción
real, reproduciendo varios rasgos, reduciéndolos después conjuntamente a
un tiempo que los falsifica fingiendo la naturalidad.
Los
montajes del nuevo cine tienen, en cambio, como principal
característica la de mostrar, de forma manifiesta, las falsificaciones
del tiempo real (o, en el caso de los eternos planos-secuencia de los
que hablaba antes, su exasperación a través de la inversión del valor de
lo insignificante ).
¿Tienen
razón los autores del nuevo cine? O sea, ¿en una obra el tiempo real es
sin duda destruido, y dicha destrucción debe ser el elemento principal y
más evidente del estilo? ¿Quitando por esto completamente al espectador
la sensación del desarrollo de la acción en el tiempo, como ocurría en
los antiguos y recientes cuentos?
A
mi entender, los autores del nuevo cine no mueren suficientemente
dentro de sus obras: se agitan, se contorsionan o, mejor, agonizan
dentro de ellas, pero no mueren: por esto sus obras quedan como
testimonios de un sufrimiento del absurdo fenómeno del tiempo, y, en
este sentido, únicamente se pueden interpretar como un acto de vida. El
miedo al naturalismo les contiene en definitiva dentro de los límites
del documento, y la subjetividad llevada hasta el extremo de suministrar
o planos-secuencia –para horrorizar al espectador sobre la irrelevancia
de su realidad– o una obra de montaje que trastorna la sensación del desarrollo en el tiempo, siempre de esa realidad suya –termina
por convertirse en la mera subjetividad de los documentos sicológicos– o
incluso en la página literaria más vanguardista y aparentemente
indescrifrable, se evoca una determinada realidad o tout court, la
realidad: no se huye de la realidad porque habla consigo misma y
nosotros estamos en su círculo. Desde una página vanguardista ilegible
––como desde una secuencia cinematográfica que exaspera los tiempos
hasta quitarnos cualquier ilusión de revivir la realidad a través de
ella– siempre hay una realidad que salta fuera: y es la del autor que, a
través del propio texto, expresa su miseria sicológica, su cálculo
literario, su noble o innoble neurosis pequeño–burguesa.
Debo
repetir que una vida, con todas sus acciones, sólo es descifrable plena
y verdaderamente después de la muerte: en este momento, sus tiempos se
estrechan y lo insignificante desaparece. Su proposición fundamental
entonces ya no es, simplemente, «ser», y su naturalidad se convierte así
en un falso blanco como un falso ideal. El que hace un plano–secuencia
para mostrar el horror de la insignificancia de la vida, comete un error
igual y contrario al del que hace un plano–secuencia para mostrar la
poesía de la insignificancia. El proceso de la vida, en el momento de la
muerte –o sea después de la operación de montaje– pierde toda la
infinidad de tiempos en los que viviendo nos –regodeamos, deleitándonos
en la perfecta correspondencia de nuestra vida física –que nos lleva a
la consunción con el transcurso del tiempo: no hay un instante en que
esa correspondencia no sea perfecta. Después de la muerte ya no existe
esa continuidad de la vida, pero existe su significado. O ser
inmortales e inexpresivos o expresarse y morir. La diferencia entre el
cine y la vida es, por lo tanto, insignificante; y la misma Semiología
General que describe la vida puede describir, repito una vez más,
también el cine. Por lo cual, mientras una acción que ocurre en la vida
–por ejemplo, yo que estoy hablando –tiene como significado su sentido –
que sólo podrá descifrarse verdaderamente después de la muerte–, una
acción que sucede en el cine, tiene como significado el significado de
la misma acción que sucede en la vida, y, por lo tanto, sólo
indirectamente tiene su sentido (sentido también en este caso sólo
descifrable verdaderamente después de la muerte). Por lo tanto, a
diferencia de lo que ocurre en la vida, en el cine, en un film una
acción –o signo figurativo, o medio expresivo, o sintagma viviente
reproducido, úsese la definición que se quiera– tiene como significado
el significado de la acción real análoga –realizada por las mismas
personas en carne y hueso en aquel mismo cuadro natural y social–, pero
su sentido ya es completo y descifrable, como si ya hubiese ocurrido la
muerte. Lo que quiere decir que en el film el tiempo es finito, aunque
se trata de una ficción. Por lo tanto, es necesario aceptar la fábula
por fuerza. El tiempo no es el de la vida cuando se vive, sino el de la
vida después de la muerte: como tal es real, no es una ilusión y puede
muy bien ser el de la historia de un film.
Notas
(1) Amigo de Pasolini, que ha actudo en casi todas sus películas desde Uccellacci e uccellini (N del T.).
(2) Se refiere al film Sleep, de Andy Warhol (N del T.).
De Problemas del Nuevo cine. (Varios autores) Alianza Editorial, Madrid, 1971. Traducción de Augusto Martínez Torres.
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