La frase de Godard: “¡El cine ha muerto!”
¿Cuál es su eco en la crítica de cine?
Por Réal La Rochelle
Traducción: FLV
Una de las paradojas más desgarradoras de la crítica cinematográfica, en los inicios de este nuevo milenio, es la de trabajar sobre un artefacto convertido en objeto momificado respecto de la realidad audiovisual. Esta crítica exigente, incluso elitista, surgió de un molde creado en la época lejana en que el cine florecía como “séptimo arte”, es decir en la era pre-televisión, antes de la explosión en todas las direcciones de lo audiovisual y lo digital. Y no hablo aquí de antagonismos entre los soportes (película, banda magnetoscópica, disco duro), sino del conjunto de las condiciones de producción/difusión/recepción del cine.
El mayor consumo de films –en Quebec, al menos– se produce desde hace largo tiempo en televisión y en video; por su parte, los nuevos multiplex reunieron y fusionaron antiguas casas de juegos electrónicos, tiendas, bares y cines. Para ver un film en estos lugares hay que descubrir primero una sala en medio de un laberinto ruidoso con múltiples pantallas centelleantes de publicidad, anuncios, video-clips. Curiosamente, cuanto más se desarrollan las tecnologías, más se asemeja el cine al de sus primeros tiempos de hace más de un siglo, cuando un film era consumido y paladeado en una feria, en un circo, en una verbena, en un music-hall. ¿Se halla el viejo cine a punto de sufrir una regresión a su infancia?
Vida y muerte del cine
El último invierno tuve ocasión de meditar un poco, en Montreal, sobre las increíbles transformaciones ocurridas en el cine desde los años ’50 y ’60, durante esta corta historia de medio siglo de metamorfosis. Fue en febrero de 2002, durante los Rendez-vous de Cinéma Québécois, en la Cinémateca de Quebec. Se consagraron allí dos noches a recordarnos los así llamados “bellos años” de nuestros cineclubs, de la creación de la Cinemateca, del primer Festival cinematográfico de Montreal. Una noche había sido dedicada a homenajear a Robert Daudelin, director de la Cinemateca desde hace casi treinta años y que anuncia su retiro para este otoño. La otra ceremonia, dedicada a los “pasadores” de cine (los animadores de cineclubs, críticos de revistas, profesores), me permitió relatar a los jóvenes recuerdos emocionados de mi primer cineclub, en 1957, con How Green Was My Valley de John Ford, mis comienzos con el cine de arte. Por otra parte, en las palabras de homenaje a Daudelin que me solicitaron, acompañadas mágicamente por el saxo de Jean Derome, tuve ocasión de evocar nuestras primeras pasiones cinefilias con el descubrimiento, entre otros, de Ford y Hitchcock, de Godard y Resnais, de Fellini y Bergman, Rossellini y Renoir, así como todas las nuevas olas de ese planeta llamado Modernidad. Materias similares tejen el tema de mi libro: Cinéma en rouge et noir (Triptyque, Montreal, 1994).
Esas nuevas olas, nos recuerda Godard, parecían destinadas a una longevidad digna de las obstinaciones más audaces y las transformaciones más coherentes. Pero sin embargo iban a extinguirse pronto como el más brillante y sonoro fuego de artificio. Ya durante los años ’60 se moría el cine. Ya las figuras de Rossellini y Godard se agigantaban en la televisión: no decían que había que hacer televisión, sino más bien que había que hacer films para la televisión, pues era allí que se encontraría en adelante la masa del público que, en un mismo movimiento, desertaba del cine y favorecía así, sin saberlo, la paulatina desaparición de los palacios céntricos y las salas de barrio.
El cine había muerto, pero la crítica continuaba con su melopea y su hombrecito del camino como si nada pasara; sigue incluso poniendo el mismo disco en 2002, como si los festivales no se hubiesen convertido en industrias del entertainment, como si el único cine fuera el de la película y las grandes pantallas, como si la televisión y el video debieran ser consideradas meras “reproducciones” y “fotocopias” eternamente despreciables. Las revistas de cine viven en una cámara funeraria, como si la vida fílmica no continuara, como si Chaplin no hubiera pasado jamás del “mudo” al sonoro, como si Agnès Varda no hubiera rodado con una cámara DV su magnífica Les Glaneurs et la glaneuse, ni Lars von Trier su musical Dancer in the Dark con la misma técnica. La crítica confunde aquí el cine –su muerte marcada por la historicidad de su desarrollo técnico, artístico, comercial– con los films, siempre vivientes, con la escritura fílmica.
Muerte del cine y transfiguración de los films
Cuando Godard afirma que el cine ha muerto, no dice jamás que dejará de hacer películas y videos, o que ya no editará bandas sonoras en discos (tal como lo hizo con Nouvelle vague e Histoire(s) du cinéma). Creo que nos invita simplemente a mirar de frente a la realidad, es decir, a aferrarnos a las posibilidades inmensas del montaje de imágenes y de sonidos para escribir discursos, filosofar, para narrar temas y personajes con un punto de vista, un estilo, una escritura. Es exactamente esta idea la que había presidido el nacimiento de la crítica cinematográfica, impulsado a un Rossellini a crear sus films para la televisión, a Bergman a hacer para este medio su espléndida Flauta mágica, o a Chris Marker a trabajar en video, en instalaciones multimedia o en DVD (Immemory, por ejemplo, para Beaubourg). Como lo hacen por otra parte los François Girard y Atom Egoyan, todos ellos grandes cineastas.
Las revistas de cine y la crítica cinematográfica ¿no serán a fin de cuentas como esas lloronas profesionales de la Antigüedad, a las que se les pagaba para expresar un duelo y una nostalgia en nombre de una multitud completamente indiferente? Las revistas de cine se ocupan poco y mal de la nueva realidad de las imágenes y los sonidos, electromagnéticos o digitales; la edición en francés de los escritos de Rossellini sobre la televisión (Editions Cahiers du cinéma), textos redactados hace varias décadas, los deja fríos, los productos derivados de los films también. Cada tanto se oye entonces un grito de alarma, un sollozo, una invectiva contra la televisión, sobre todo para lamentar los “buenos viejos tiempos” y las supuestas “edades de oro” del cine.
Creo que la crítica cinematográfica debe ser repensada a fondo, que debe inscribirse en una nueva propedéutica, examinar más profundamente la realidad del cine, la realidad de sus modos más recientes de producción y difusión. Quizás este reciclaje más fino terminaría permitiendo la emergencia de nuevas formas de análisis, al mismo tiempo que ayudaría a dejar de lado lugares comunes del pensamiento y la escritura que descienden en línea recta de los cines de arte y de ensayo de la Francia de posguerra, o de los Cahiers de cinéma de Bazin (influencias directas sobre la crítica de Quebec desde fines de los años ’50).
No se trata obviamente de arrojar el niño con el agua del baño. Por mi parte, jamás me negaría a evocar las iluminaciones de los años ’50 y ’60, y las que siguieron en el cine de formato tradicional. Pero no quisiera ciertamente rechazar los buenos hallazgos de la televisión, la manera en que permitió que muchos films continuaran existiendo y rejuvenecieran, ni analizar maravillosos video-clips y algunas publicidades inteligentes, sólidos reportajes y documentales, videos de arte, o incluso films y composiciones fílmicas en DVD.
Siento cada vez más dificultades para respirar el aire viciado de revistas de cine embretadas en miriñaques y fracs trasnochados que envejecen cada vez peor. Esta es la razón de que me haya tomado un período sabático respecto de este tipo de revistas, y de que deje tentar por otros medios como las revistas de cine web, o incluso por otras prácticas de escritura fílmica para creaciones audiovisuales que se inician por medio de instrumentos novedosos. Por ejemplo, dedico mucho trabajo actualmente a los guiones de films radiofónicos (creaciones sonoras), y también a un proyecto de DVD. Lo que no me impide también planear una biografía intelectual de Denys Arcand, el mayor cineasta quebequés de la modernidad, que lleva ya cuarenta años de cine en el cuerpo. Nos conocimos en los bancos de la Universidad de Montreal en 1960, época en la que delirábamos tanto con La dolce vita como con El ángel exterminador. Hoy, en esta biografía que sigue el recorrido del Quebec contemporáneo desde la Revolución tranquila, Arcand se plantea todavía la pregunta por la vida y la muerte del cine. Para este cineasta, el cine de Quebec se extinguió a fines de los años ’60. Lo que no le impide continuar rodando películas, incluso excelentes.
Concluyo esta nota en medio del Festival des Films du Monde de Montreal, institución que hace ya mucho tiempo ha dejado de ser un festival cinematográfico para convertirse en un Wal-Mart de todo tipo de films, un revoltijo donde es posible encontrar cualquier cosa, un mercado de pulgas sin dirección ni política editorial; testimonia por sí solo la muerte del cine. En esta feria, un film errante de Jean y Serge Gagné, Barbaloune, clama en el desierto: “Somos una especie en vías de desaparición. ¡El cine se muere, mamá!”
Agosto de 2002
* Versión française
Pierrot le fou
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