A propósito del Hölderlin de Peter Weis
Por Horacio Montenegro.
En un tiempo como el nuestro, cuando las fronteras otrora rigurosamente trazadas entre los géneros literarios se han vuelto borrosas y la creación moderna ha cedido a la tentación ecléctica de servirse de cuanto le es útil para sus fines—sin miramientos respecto a la singularidad de las Escuelas y corrientes—, a menudo resulta difícil discriminar eficazmente la naturaleza de ciertas obras de las demás y, en consecuencia, un tanto aventurado o casi imposible categorizarlas con absoluta certeza en el lugar que les corresponde en el amplio abanico de la teoría literaria. Así las cosas, ¿quién osará decir, sin riesgo de equivocarse, que El cuaderno de Blas Coll, por nombrar sólo un ejemplo, es un ensayo, una narración o una obra poética? Es innegable que encontramos aspectos de los tres géneros en ese libro, pero no de manera exclusiva, de suerte que es preciso hacer una concesión: o bien ese singular texto de Eugenio Montejo es una convergencia de los tres géneros, o ninguno. Sea cual fuere el caso, ¿dónde lo ubicaríamos? No es una pregunta descabellada, pues ni siquiera el autor se ha atrevido a clasificarlo y, en el inventario de sus obras, suele figurar en un sitio apartado de los demás.
Diríase que nos hemos adentrado en la vorágine de la polémica de Parménides contra Heráclito. En efecto, del mismo modo que lo advirtiese Parménides en lo que los lógicos han llamado el principio de la identidad, a propósito de la solución al problema metafísico que ofrecía Heráclito, ocurría que una cosa es y no es al mismo tiempo, puesto que el ser—según éste—consiste en estar siendo, en fluir y devenir. Parménides, analizando la idea misma de devenir, de fluir, de cambiar, encuentra en esa idea el elemento de que el ser deja de ser lo que es, para entrar a ser otra cosa; y al mismo tiempo que entra a ser otra cosa, deja de ser lo que es, para entrar a ser otra cosa (...) Cualquier vista que tomemos sobre la realidad, nos pone frente a una contradicción lógica; nos pone frente a un ser que se caracteriza por no ser1. Fue entonces cuando el pensador Parménides dijo aquellas palabras inmortales: el ser es y el no ser no es. Y aunque esto parece ser cierto, no podemos evitar conciliar asimismo con Heráclito, quien a la luz de las constantes transformaciones del mundo físico que perciben nuestros sentidos, afirmaba que nadie se baña en un mismo río dos veces.
Ante semejantes ambigüedades nos encontramos en la tentativa de dar un nombre a la especie de teatro que el alemán Peter Weiss engendró y representó a finales del siglo XX: la pieza en dos actos, ocho escenas y un epílogo titulada Hölderlin. Y la empresa es tanto más desafiante cuanto más nos ciñamos ciegamente a los postulados de una obra como la Poética de Aristóteles, pues a pesar de que sus preceptos nos ayudan a distinguir un limón de una naranja, desafortunadamente no podía prever que muchos siglos después se popularizarían frutos literarios que supiesen a ambos. El mismo dramaturgo del Hölderlin está consciente, a su manera, de esta ambivalencia y, desde el principio de la pieza, nos dice, por boca del protagonista, lo siguiente: Con arreglo a las categorías esta obra es una tragedia. Sin embargo no me la representéis mucho por lo trágico, pues la tristeza es siempre algo secundario en la vida con relación a la alegría, aunque yo carezca de ésta y melancólico la añore. Juntad por tanto al discurso algo de música con el fin de que la explicación no resulte monótona2.
La sentencia no podría ser más contradictoria, porque ¿puede, en todo rigor, una tragedia apartarse de lo trágico? ¿No supondría ese distanciamiento de la tragicidad desmentirse a sí misma? Procedamos, pues, como Parménides para dilucidar, hasta donde nos sea posible, esta cuestión, porque si bien Aristóteles nos ha acompañado un buen trecho en nuestras disertaciones, a manera de un sumo pontífice de la teoría literaria, hay asuntos más de fondo a que están sujetos sus propios postulados, esto es, la consideración de la dicotomía sustancia y forma, a la que no escapa su Poética. Además, ya hemos visto de qué modo su obra es, si no prescindible, insuficiente para el estudio de los raros especimenes que en la actualidad se imprimen y pueblan las vidrieras.
Cuando Parménides, enfrentándose a los postulados de Heráclito, desmintió a éste diciendo que el ser es y el no ser no es, lo hacía basándose en un principio lógico: que el ser no puede no ser y el no ser no puede ser. No obstante, sabía perfectamente que su postura de teórico reñía con la práctica, es decir, que el espectáculo del mundo mostraba a nuestros sentidos una realidad completamente distinta a la que concebimos mentalmente, pues todos estamos al tanto de la metamorfosis incesante del universo físico. Y así, para resguardar cuanto de verdadero había en el principio de identidad, amenazada por la forma cambiante de la realidad objetiva—que llega a nosotros por la percepción sensorial—, anunció la existencia de dos mundos: el mundo inteligible y el mundo sensible, sentenciando, además, que aquél, propio del pensamiento, es el único verdadero; y éste, propio de los sentidos, que fácilmente pueden ser engañados por la apariencia, es necesariamente falso.
En este sentido, es inevitable que el amigo Aristóteles, pese a sus buenas intenciones, se nos aparezca como un Heráclito, porque, de convalidar cuanto nos dice en su Poética, es ininteligible que haya obras teatrales que provoquen, en los espectadores o lectores—según sea el caso—, efectos idénticos o muy semejantes a los de la tragedia y, sin embargo, no cumplan con todas las formalidades que el filósofo juzgó imprescindibles en su definición del género. Y aún más, es igualmente incomprensible que ciertas piezas—como lo expuse en mi análisis anterior—, pese a tener elementos propios de la tragedia, no lo sean en lo absoluto. De ahí que juzgo necesario—y creo que los tiempos que corren, en virtud de la evolución de la literatura, así lo exigen—distinguir entre sustancia y forma, como lo hiciera Parménides, insisto, al hablar del mundo inteligible y el mundo sensible, respectivamente. En efecto, ni las sombras en la caverna de Platón eran la realidad verdadera, por así decirlo, ni el hábito hace al monje, sino su devoción. Todo lo cual nos lleva, en la hoy riesgosa empresa de categorizar una obra, a apelar a un último recurso que la misma teoría literaria ha tomado en cuenta para tal fin. Más allá de las formalidades, es preciso estudiar un atributo cuya importancia es fundamental para la consideración de los géneros: el cometido del texto. Cualquier resistencia a proceder de este modo, cuando el asunto se torna confuso, sería regresar al tiempo en que todo lo escrito en verso se consideraba poesía, aunque se tratase de una receta de cocina, y ya ha corrido suficiente agua bajo el puente para ver el absurdo de tales rigores, como también hemos aprendido a conferirle altura de poesía a una prosa que goce de ciertas características relativas a la belleza y la cadencia, las imágenes y el empleo de metáforas, la traslación de sentido, etc., aun cuando en el seno de sus estrofas no nos deleitemos con la rima de los sonetos o las elegías de antaño. Así, pues, es el cometido o el propósito de la obra, en última instancia, el elemento que habrá de guiarnos en nuestra intención de identificar su naturaleza, más allá de los “requisitos” que Aristóteles nos exigía en su formulario para ser miembros de las cofradías de Sófocles, Esquilo y Eurípides. Pero, ¿a cual hemos de proponer a Peter Weiss? Dejemos, de momento, esta pregunta sin contestación, y antes hagamos algunos comentarios generales sobre su pieza.
Hölderlin es una obra que representa el devenir de toda una época, por demás compleja—la segunda mitad del siglo XVIII, Alemania—en que las luces de la Ilustración estaba subordinada o afectada, en el mejor de los casos, por el ímpetu de dos fuerzas antagónicas: por una parte, la efervescencia de la Modernidad naciente—consigna de los burgueses acaudalados y toda la alta sociedad, más o menos conservadora—, y, por otra, las reminiscencias del ideario revolucionario que la Francia de entonces había propagado a todas las naciones. La historia retrata el influjo que estas ideas libertarias tuvieron en la generación de entonces, que aquí cobra vida en las personas de Hegel, Schelling, Sinclair, Neuffer, Hiller y Schmid, en principio, pero también en Schiller, Goethe y Fichte, entre otros. Pero de todos aquéllos, que coincidieron por estudios de teología en el seminario de Tübingen, y de los tratos que ulteriormente tuvieron con éstos y un sinnúmero de personajes representativos de las tendencias de la época, surge uno como estandarte: Johann Christian Friedrich Hölderlin, en cuyo genio y figura Weiss plantea el dilema del rol que ha de tener el hombre de letras en su tiempo, particularmente en relación con las grandes reformas que atañen al destino de la patria. La pieza se alarga en el tiempo para mostrar los destinos de los jóvenes, los cuales han tomado sendos caminos de la vida, en algunos casos contrarios a los que anhelaron en la juventud y a espaldas de su causa de entonces, cuando eran unos rebeldes soñadores. Pero no sólo eso, la pieza también se nos presenta como un testimonio poético de la vida del protagonista y, en este sentido, puede ser considerada una historia de corte biográfico adaptada al teatro. De hecho, su extensión—unas doscientas páginas—ya nos da un indicio de ello, además de la mención que hace el Narrador, al principio de cada escena, de fechas capitales en la vida de Hölderlin, sugiriéndonos asimismo el momento histórico.
Ciertas peculiaridades relativas a los medios que emplea Peter Weiss revelan la índole vanguardista de la pieza. Desde el inicio la obra parece atentar contra sí misma, haciéndonos saber, en las intervenciones de los personajes y del propio Narrador, que se trata de una obra teatral. Así vemos que el Narrador anuncia el prólogo y enseguida interviene Hölderlin de esta manera: Una obra que se refiere a Friedrich Hölderlin (...)3 Sin duda que el autor de la Poética habría condenado sin piedad este uso de la tercera persona por el actor que encarna a Hölderlin, quien hace notar desde el primer momento la farsa de la representación, lo cual rompe con la ilusión teatral. Pero esto no resulta extraño en nuestro tiempo de escrúpulos más desenfadados respecto al arte: no sólo hemos visto con beneplácito, verbigracia, el juego de ilusión y realidad que Luigi Pirandello genialmente logró en Siete personajes en busca de autor, sino que nos complace de igual manera la originalidad de El público de Federico García Lorca, cuyas primeras líneas, referentes a la plática entre un criado y el director de teatro, son como sigue:
CRIADO. Señor.
DIRECTOR. Qué.
CRIADO. Ahí está el público.
DIRECTOR. Que pase.
Y ni hablar del teatro del absurdo de Ionesco o los hoy tan populares monólogos en que ocasionalmente la participación espontánea de los espectadores, inducidos por los actores, forman parte de la trama. En fin, vivimos una era en que los actores de teatro han dejado de ser figuras lejanas e intocables. A fin de cuentas, sólo importa que podamos identificarnos con ellos, de modo que suframos sus penurias y nos alegremos con sus regocijos. Porque, del mismo modo que la verosimilitud de un cuento de ficción nos permite tomar por verdadero cuanto ahí nos es relatado, jamás olvidamos que al cerrar el libro habremos vuelto a la realidad. En ninguno de los casos anteriormente expuestos ha sido destruido el poder de persuasión de la obra de arte. Al contrario, se ha puesto más al alcance del público, pues le ha permitido ser parte de la obra y participar de su representación, aunque sea de modo muy efímero, cual si estuviese tras bastidores. Indistintamente llorarán el tramoyista y el espectador sentado en su butaca cuando vean morir al protagonista. Me refiero a que es ridículo permitir que la Poética nos convenza de que esta licencia del dramaturgo es inadmisible, arrebatándonos la pieza apenas comenzada. Pretender algo semejante supondría creer a ciegas en algo que la oferta literaria contemporánea ha demostrado ser extemporánea, y está claro que no somos el público que otrora contemplara el funesto destino de Edipo Rey. Esto no quiere decir que cualquier bodrio deba ser visto como drama o tragedia, pero sí nos exhorta a entender que el drama o la tragedia no son sólo lo que Aristóteles apreció en su siglo. Es por esto mismo que he hablado del cometido, pues la coincidencia entre el de Hölderlin y el de las obras estudiadas por el filósofo es lo que nos permitirá dar con las relaciones entre unos y otros.
Ahora bien, una vez expuesta esta diferencia capital, que a los efectos de nuestro análisis refiere una discrepancia de “forma” respecto de los trágicos griegos, es preciso ver, a favor de Peter Weiss, que éste no ha vuelto la espalda del todo a sus antecesores. La sola presencia de un Narrador en su Hölderlin alude a una figura que ya en el teatro antiguo se había ganado un lugar intocable en la representación del género: el Coro. Así, el Narrador de Weiss hace las veces del Coro de Sófocles, por ejemplo, porque a su manera aparece como la voz de la sensatez. Desde luego que esta equivalencia responde a la similitud de los roles en lo “sustancial”, porque ni el Narrador de Hölderlin se expresa en los mismos términos que el Coro de las tragedias griegas ni se limita solamente a la función de éste. Por lo que respecta a la pieza que nos ocupa, el Narrador es una sola persona, en lugar de varios, como ocurría en la tragedia antigua. En lo tocante a la expresión, la sensatez del Narrador es de otro orden. Naturalmente, aquí ya no se trata de una voz que previene a los actores de incurrir en hybris, lo que les valdría un desenlace terrible y la ira de los dioses, sino que más bien las semejanzas entre ambas figuras se aprecia mejor en el hecho de que las dos, indistintamente, intervienen como autoridades incuestionables que dan cuenta de la historia y reflexionan sobre ella. Pero Weiss le concede además otras funciones al Narrador, entre ellas la de ser emisario del argumento—que en la antigüedad aparecía sólo al principio de la tragedia y jamás volvía a enunciarse—, y también de la temporalidad de la situación, lo que a su vez es necesario para enterar al público del tiempo que ha transcurrido entre cada escena y las circunstancias que rodean al protagonista y sus contemporáneos en sendos momentos de la historia. Por otra parte, y valiéndose de su autoridad, el Narrador en ocasiones se toma la libertad de decir ciertas cosas, en respuesta a la intervención de algunos actores, que no pueden ser dichas por ningún otro, ya porque no se corresponde con su temperamento, ya porque el momento no es propicio para ello. Un ejemplo de ello podemos verlo en la Escena Sexta del Segundo Acto, durante la cual Hölderling refiere a sus compañeros los pormenores de su Empédocles. Schelling, quien como Hegel se ha convertido en un creador al servicio del Sistema, hace unos comentarios elogiosos sobre la obra de Hölderling, y es azotado por las palabras del Narrador. A saber:
Schelling
Yo opino que a estas alturas
los espíritus ya se hallan divididos
y que los valientes se pronuncian
en favor de Empédocles
mientras Hermócrates
agrupa a su alrededor
a todos los hombres pusilánimes.
Narrador
Lo malo es solamente
que todos aquellos
que muestran gran amor por el héroe
mientras él resplandece lozano
luego procuran evitar su compañía
en cuanto lo ven marchito
y desolado.4
Está claro que, del mismo modo que los personajes de Empédocles son encarnados por sus semejantes de la trama del Hölderlin—el mismo actor que hace del Duque Karl Eugen, enemigo de los jóvenes en el seminario, es el villano Hermócrates; la emancipada y precoz feminista Wilhelmine Kirms hace el papel de la guerrera Panthea, etc.—, el Narrador, dado que son la misma persona, se refiere a Hölderlin al hablar de Empédocles, una vez que la conveniencia y el oportunismo de algunos de los presentes ha sido desenmascarada, asunto que, por cierto, trataremos más adelante. Por último, y para concluir la idea sobre el Narrador, diremos que la acotación de la Escena Primera señala que éste debe estar ataviado como un hombre del pueblo. Aquí se hace evidente la pretensión del dramaturgo de conferir a tal personaje—de la misma índole que todos aquellos que habrían de hacer la revolución en Alemania—la jerarquía de autoridad incuestionable de que hablábamos anteriormente, lo que concuerda con el cometido del Empédocles y de la propia pieza Hölderlin, en tanto reflejos de la esperanza que el protagonista guardaba en la insurrección soñada. Por lo tanto, es comprensible que los integrantes del Coro del Empédocles sean, lo mismo que en el Hölderlin, siervos y demás personajes oprimidos por la burguesía.
Hemos hablado de algunas diferencias y similitudes entre el Hölderlin de Weiss y los rasgos generales de la tragedia que Aristóteles señalaba en su Poética, y hasta ahora hemos visto, a excepción de la anunciación del Narrador que descubre el artificio teatral al principio de la obra, que hay equivalencias sustanciales entre las tragedias antiguas y la pieza que nos compete: así en los roles del Narrador y el Coro, pero también en lo tocante a la retórica. Los diálogos del Hölderlin también son de altura, cargados de elevadas expresiones, como los de los personajes sofócleos, tanto más cuanto que los de Weiss pertenecen a una minoría selecta que se ha hecho con las luces del conocimiento al que no acceden las masas populares. Asimismo, el mito está presente, como en las obras inmortales de Grecia, pues es innegable que personajes como Marat figuran como dioses de la Revolución Francesa, lo mismo que un Robespierre o un St. Just harían las veces de las deidades que protegen a los enemigos, como en Ilíada Apolo y Hera velaban por los troyanos. Claro que este trasfondo mitológico es mucho más sutil y abstracto que el que encontramos en la épica y la tragedia de aquellos tiempos, pero en todo caso su presencia, aún más en una Alemania que miraba con atención a los nuevos “dioses” que emergían o perecían en Francia, es insoslayable. ¿No figura acaso Buonaparte como un Zeus implacable? ¿Y no es Bounarotti una especie de Atenea para Hölderlin, cuando se le aparece a éste en su alucinación del manicomio? Y, si es menester un ejemplo más claro, ¿no hablaba Hölderlin de Plutón y el submundo al sentir su muerte llegar en la torre? Pero acaso la mejor demostración de la presencia de la mitología en la historia es el hecho de que el Empédocles del poeta suponía, por sí solo, la enorme tentativa del poeta de mitificar su tiempo. Esto es, de concederle a la causa de la época, su propia causa, la altura ditirámbica o hímnica que en tiempos anteriores habían tenido las lides de Grecia y Roma. En efecto, hay dos momentos de la trama en que este cometido del poeta se hace evidente. Se nos revela, por vez primera, al principio de la Escena Tercera, mientras Hölderlin platica con Schiller, antes de su encuentro con Goethe. La segunda vez aparece en la disertación que hace frente a sus compañeros, acerca del Empédocles, en la Escena Sexta. Veamos cada caso:
Hölderlin
Yo no me refiero a un retorno
al mundo de los griegos
sino a la necesidad en que nos encontramos
de encontrar símbolos que sean válidos
para este nuestro tiempo
que sean eficaces y de alcance
como en su día lo fueron las deidades y las mitologías.5
Y después:
Hölderlin
Porque es preciso que surja
una figura mítica
ahora
que el fuego de la Gran Revolución
está apagado
y sólo aislada y esporádicamente
brilla su rescoldo
Porque alguien
cansado de contar las horas que pasan
debe hacer recordar
que lo que antes era
llama ardiente
y ahora se ha hundido
en insondable pretérito
puede ser de nuevo avivado
por la fuerza de un poderoso hálito.6
Hallamos, pues, que Hölderlin es consecuente en su propósito de instaurar el mito como asidero de las ideas revolucionarias que se han sumido en letargo, porque el fracaso en Francia—a la cual no pueden imitar a ciegas los alemanes oprimidos—, y la supremacía de las clases dominantes conspiran contra la causa del pueblo. Es esta fidelidad a su visión lo que en Hölderlin constituye la piedra angular de su protagonismo, y también, desde luego, lo que justifica el efecto de la pieza: apiadarnos de la triste suerte del poeta, cuyo alado pensamiento trascendía su época y por ende siempre fue un incomprendido, una rara criatura aún entre sus amigos, un excluido y al cabo un marginado—incluso por voluntad propia, al saberse inhabilitado de tratar con sus semejantes—que asumió su destierro en la torre con dolorosa dignidad. Es precisamente esta cualidad, insistimos, la que lo separa de sus compañeros, de los cuales muy pocos siguieron fieles a los valores y principios de la mocedad, y que nos son revelados en la Escena Primera. Es por ello que la evolución de los caracteres que dibuja Peter Weiss es muy significante en el retrato que hace de la época.
La Escena Quinta, que tiene lugar en la casa de los Gontard—segunda en que Hölderlin servía de preceptor; la primera fue en la de los von Kalb—donde se han reunido señores de la burguesía y algunos literatos, es una de las que mejor da cuenta de las personas en que se han convertido los jóvenes del seminario. Y más aún, la escena muestra sus roles con respecto a la sociedad. En relación a Hölderlin, son Sinclair y Schmid sus amigos incondicionales. Aquél, como lo fue desde sus tiempos de estudiantes en Tübingen, y éste, quien sólo aparece en su madurez, pero que también se ha ganado su afecto. Sinclair y Schmid, aunque fieles a la causa revolucionaria, son personajes emblemáticos porque simbolizan dos tesis de insurrección: Sinclair pretende acabar con los enemigos desde las altas esferas del Congreso, en tanto que Schmid prefigura a un guerrillero que ansía la lucha armada en los montes. Por ello es éste quien se parece más al Empédocles de Hölderlin, aunque ambas tesis fracasan. La maestría de Weiss en la Escena Quinta radica en el frecuente contraste de los muchos personajes que ahí aparecen, no sólo entre los otrora estudiantes, sino también entre éstos con la burguesía y los siervos. Diríase que los tres estratos sociales principales están presentes.
Los de arriba son la familia aristocrática Gontard, los comerciantes Gogel, Schellenberg, el banquero Bethmann y el mismo Hegel, cuyas sugerencias a Bethmann sobre cómo aplacar a los pobres le desenmascara como frío estratega y oportunista, lo que hace comprensible su apartamiento de los compañeros, en la Escena Primera, durante los actos de rebeldía de éstos. Es Hegel, junto con Schiller y Goethe, uno de estos tres personajes que se oponen al trío Hölderlin, Schmid y Sinclair. Goethe, puesto que no guarda ninguna relación especial con Hölderlin y se siente muy seguro de su superioridad, no le da tregua en la crítica a su obra y apariencia personal. Pero la relación entre los dos primeros con Hölderlin es más compleja, porque aunque se han vendido al prestigio de las cátedras universitarias, como bien lo señalara Schmid en la Escena Sexta, sin embargo sienten cierta admiración por el poeta. Schiller fue, en cierto modo, benefactor de Hölderlin a lo largo de su vida, consiguiéndole el cargo de preceptor con los von Kalb y luego el de bibliotecario de la Corte. En cierto modo se siente unido al amigo por la idea de la revolución, pese a estar muy claro, al parecer, de que no es más que una utopía con la cual se puede hacer literatura, en tanto que para Hölderlin es una necesidad histórica. Por su parte, Hegel, pese a no estar de acuerdo con el espíritu rebelde de Hölderlin, no pudo evitar la fascinación que en él suscitaba su obra.
Volviendo a la idea del contraste de clases en la Escena Quinta, la digresión momentánea de la página 103, en que irrumpen un par de criadas, una de las cuales se queja a la otra por la leche acumulada en sus senos y que no ha tenido tiempo de amamantar al bebé por el trabajo, recuerda la presencia del pueblo oprimido. La otra criada sólo le exhorta a apresurarse para procurarse las propinas de los señores. Y estos contrastes se sucederán una y otra vez, como ocurre con los jardineros, por ejemplo, dándoles a éstos la razón al final de la escena, cuando un despliegue grotesco de las clases los reúne a todos, tras el despido de Hölderlin. El grupo que representa al pueblo rebasa a la minoría aristocrática, demostrando que los siervos son mayores en número que los amos, y al frente, con aquellos, sólo quedan Hölderlin, Schmid y Sinclair, tapando a los opresores. El mensaje de la escena es nítido: éstos, que no han tenido éxito en la vida por obedecer a sus principios y creer en la revolución, son los más cercanos al pueblo. Ni siquiera Susette Gontard pudo evitar estar en el grupo adverso al de Hölderlin y, como los de su clase, fue tapada por la multitud. Ella, el amor prohibido por el cual echaron a Hölderlin de la casa, no puede ser suya. Es una más de quienes pregonan la Modernidad que aplastará al individuo del futuro.
Piedad y terror, tales son los dos efectos que atribuía Aristóteles a la tragedia. Hölderlin nos conmueve, nos sacude, y la tortura que sufre el protagonista en el manicomio de la Escena Séptima, en que aparecen imágenes fantasmagóricas del pasado, nos horroriza tanto como su talante enloquecido en la torre, mientras esperaba la llegada de la Muerte. La sangre en el zapato de Sinclair, que había matado a su padre, regresa con más fuerza. Las palabras de Susette Gontard, exhortándole a esperarle bajo el castaño y buscarla en su alcoba a escondidas, vuelven insoportablemente. Las palabras de su madre, apareciendo por vez primera, aplastan duramente por el recuerdo de la infancia perdida y los reproches de ella penetran los oídos sin piedad. En la última escena, Hölderlin, prematuramente envejecido, recibe la visita de Hegel y Schelling y éste se comporta hipócritamente, diciéndole que se ve muy bien. El elogio resulta insultante al lector. El protagonista, trastocado, no reconoce a los visitantes o finge no saber quiénes son. Éstos se marchan como si nada. El estado del amigo no alcanza a conmoverlos. Es más bien desconcierto lo que sienten.
Hölderlin es, sin duda, una tragedia de la modernidad. Difiere en la forma de los atributos de la tragedia que Aristóteles nombró y explicó en su Poética, pero no en sustancia, esto es: suscitar piedad y terror. Parménides, antecedente del filósofo, nos ha ayudado a descubrirlo. El cometido de la Antígona de Sófocles y el Hölderlin de Weiss es el mismo, porque ambos ocupan un mismo lugar en el mundo inteligible de la teoría literaria, aunque se distancien mucho en el mundo sensible. La percepción es engañosa, no el pensamiento. De esto se puede decir mucho más, claro está, pero con esto me basta.
Horacio Montenegro.
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1 García Morente, A. Lecciones preliminares de filosofía. México. Editores Mexicanos Unidos, S.A., 1983. p. 60
2 Weiss, Peter. Hölderlin. México. Editorial Grijalbo, s/a. p. 11 y 12.
3 Ídem. p. 10
4 Ídem. p. 146
5 Ídem. p. 64
6 Ídem. p. 134
Ver:
http://www.arteliteral.com/al/index.php/ensayos/100-a-proposito-del-hoelderlin-de-peter-weiss.html
Tuesday, March 16, 2010
A PROPOSITO DEL HÖLDERLIN DE PETER WEIS/ POR HORACIO MONTENEGRO
TEATRO
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