Thursday, April 24, 2008

HISTORIA DE UNA VOCACIÒN: APRENDIZAJE DE LA CRÌTICA/ JOSÈ MIGUEL OVIEDO

ANTOLOGÌA DE LA CRITICA CINEMATOGRAFICA EN EL PERÙ(1)

HISTORIA DE UNA VOCACIÓN
Aprendizaje de la crítica
Por José Miguel Oviedo
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Fue Abelardo Oquendo, por entonces encargado de la sección literaria de este Suplemento Dominical, quien me propuso escribir una reseña para su página. Con el entusiasmo irresponsable propio de los jóvenes, acepté encantado la idea, antes de ponerme a pensar si podría hacerlo bien. Aún con mayor temeridad, le dije que comentaría nada menos que Exiliados, la única obra teatral de James Joyce, publicada por la editorial "Sur" de Buenos Aires.

Un poco en defensa mía, agregaré que yo acababa de leer el Ulises y había contraído un severo sarampión joyciano; donde podía usaba la palabra "magenta", cuyo sonido me fascinaba aunque no supiese bien qué color designaba. Me bastaba saber que era parte del vocabulario de Joyce. Por esa época yo era un estudiante de literatura en la Universidad Católica y al mismo tiempo era auxiliar de mi profesor Luis Jaime Cisneros en el curso de Lingüística -otra muestra de mi audacia y de generosidad suya- ante la mirada aturdida de una multitud de alumnos. En mi limitada experiencia literaria, se contaban unos pocos cuentos que justamente habían aparecido en El Dominical, por gestión del mismo Abelardo, que eran más o menos regurgitaciones de mis lecturas de Borges, Cortázar y Arreola, autores que por entonces pocos frecuentaban. Compartía esas lecturas con un pequeño círculo de amigos entre los cuales estaban Abelardo, Luis Loayza y Mario Vargas Llosa, cuando éste quedaba libre de alguno de sus siete trabajos simultáneos con los que a duras penas se sostenía. Pero nunca había escrito una reseña y no se diga un artículo crítico digno de tal nombre.

LA PRIMERA RESEÑA
Escribí la breve nota que apareció, creo, a fines de la década del cincuenta. Recuerdo esa solitaria columna en la que se había convertido mi texto y la extraña sensación de orgullo y pudor que me producía verlo en letras de molde: no sabía si me había salido bien o mal, pero ahora eran los otros quienes debían juzgarlo. Pocas semanas después publiqué otra nota sobre un libro del poeta mexicano Alí Chumacero. Poco a poco esas notas críticas fueron haciéndose más frecuentes hasta que un buen día me encontré escribiendo cada semana y, así, sin saber cómo, me convertí en el responsable de la página literaria.

Por supuesto, antes de eso, yo era un lector regular del suplemento, quizá desde que fue fundado por el filósofo Francisco "Paco" Miró Quesada. Algunos de los artículos que recuerdo eran las espléndidas "Crónicas de Italia" que enviaba Jorge Eduardo Eielson y las finas piezas humorísticas ("La rebelión de las masitas", "La fiesta de la basura", "El zambito nazi") de Héctor Velarde, ilustradas con graciosos dibujos de su pluma. Jamás imaginé que escribiría en esas mismas páginas.

Cuando había tiempo hablaba con "Paco" de varias cosas; cierta vez entré a su oficina para contarle con gran entusiasmo de mi lectura del Tratatus Philosophicus de Wittgenstein, una rigurosa reflexión filosófica en forma de textos aforísticos, que él conocía muy bien.

LAS MESAS DE PLOMO
La redacción del suplemento ocupaba una amplia sala con muebles desvencijados, sufridas máquinas de escribir y crujiente piso de madera; yo iba cada lunes para entregar mi material, y los jueves, para corregir pruebas y hacer los necesarios ajustes de diagramación.

Muchas veces, en esos tensos jueves había que hacer ingratos cortes, discutir con el diagramador y bajar a los húmedos talleres del sótano, donde los linotipistas y cajistas andaban en camiseta y movían de un lado para otro las pesadas planchas en las que ellos eran capaces de leer al revés los lingotes de plomo antes de pasar a impresión en la rotativa. Eran otros tiempos, marcados por el sudor, el trabajo lento en medio de la prisa, mientras dábamos ansiosas vueltas entre esas mesas rodantes que el gran ensayista Alfonso Reyes las llamó "las mesas de Plomo" en el título de un libro suyo. Todos salíamos de allí con las manos y la ropa manchadas de tinta.

CRIMEN Y CASTIGO
Cuando Sebastián Salazar Bondy entró a colaborar en El Dominical, la página literaria se hizo más animada y seguramente más leída. Creo que por esa época ya teníamos una doble página, que yo llenaba con un par de notas y algunas noticias de libros recientes. Con Sebastián nos divertíamos escribiendo juntos una columna que titulamos "Crimen y castigo" (como epígrafe llevaba el latinajo "Errare humanum est, pero no tantum"), en la que dedicábamos breves y traviesas líneas a comentar los pecados líricos cometidos por poetastros y poetisas a la violeta que nunca faltaban en el ambiente literario; de hecho, yo tenía en casa una sección teratológica en mi biblioteca donde guardaba esos malhadados tesoros para fustigarlos en el momento oportuno.




IRLANDESES BAJANDO LA ESCALERA
El humorista "Sofocleto" tenía su propia página, en la que publicaba sus geniales "sinlogismos", sus falsos sinónimos y burlescas notas críticas sobre grandes obras clásicas como si fuesen contemporáneas (a semejanza de las notas de lectura en el Diario imaginario de Umberto Eco) que me gustaban más que sus versos satíricos o picarescos. El humor de "Sofocleto" era fulminante e instantáneo.

Una vez, mientras Abelardo y yo bajábamos la escalera de mármol del diario, nos saludó: "O'Quendo, O'Viedo: los irlandeses del periódico". Nadie, y menos yo, podía imaginar que mi labor de crítico en El Dominical se iba a mantener por más de tres lustros. Eso me permitió estar allí cuando el otro fundador del suplemento, Luis Miró Quesada G., el cordial y recordado "Cartucho", pasó a dirigirlo. Esa relación de trabajo se convirtió luego en una amistad personal que me permitió apreciar la discreción y sencillez de este hombre con refinado sentido estético. Luego vino un largo paréntesis cuando, en 1975, acepté ser profesor visitante en una universidad norteamericana por un semestre; ese semestre fue el inicio de una imprevista y ya extensa vida en el extranjero, donde todavía permanezco. Solo volví a colaborar con alguna frecuencia en El Dominical en los años en los que Alonso Cueto -tan buen amigo como buen escritor- fue su editor. Durante tantos años debo haber escrito, en total, varios miles de páginas en este mismo lugar y por eso puedo decir que El Dominical fue el vehículo -aparte de mis trabajos de investigación publicados en libros y en revistas especializadas- en el que aprendí, más por simple persistencia que por talento, el oficio que definió mi vida: el de crítico literario.

TRES CONVICCIONES
Esa experiencia ha ido dejando en mí ciertas profundas convicciones que quiero compartir ahora con los lectores, pero especialmente con aquellos que estén pensando dedicarse al mismo oficio. En primer lugar, creo que el crítico es sobre todo un lector, una especie particular de lector y de escritor, pues lee pensando escribir sobre lo que lee o, mejor, que lee como si estuviese escribiendo. Es muy difícil que los que jamás han hecho crítica puedan imaginar que escribir sobre lo que uno lee, completa la lectura y la esclarece de modo sustancial; con el tiempo, he llegado a pensar que solo entiendo bien las obras sobre las cuales he escrito.En segundo lugar, creo que la crítica es una práctica que no debe aspirar nunca a demostrar verdades absolutas o plantear métodos infalibles (si así fuese, ya lo sabríamos todo sobre Shakespeare, Cervantes o Proust), sino encarar los textos con sensibilidad y una íntima comprensión personal, y saber comunicar a otros el mismo placer que la obra nos produjo o las razones de nuestra insatisfacción. Aunque el critico debe estar bien informado y tener una visión coherente de textos y contextos, su primera virtud es la de tener criterio, que permite equilibrar la pasión y el rigor. Por eso, Martí definió la crítica como "el ejercicio del criterio". Es una tarea siempre relativa y debe ser ejercida con una sencilla certeza: todos sabemos algo, pero nadie lo sabe todo. Por último, siendo un quehacer al que no muchos se dedican, se basa en una función natural del hombre: la de opinar y juzgar sobre todo lo que vemos, leemos, escuchamos, sentimos o escribimos nosotros mismos (eso se llama "autocrítica"). Lo que todos hacen espontáneamente, el crítico profesional lo transforma en algo esencial para la literatura: facilitar el diálogo entre los lectores y los textos y el de estos entre sí, creando un vasto palimpsesto o constelación textual. Y tal operación se funda en la noción de que todos somos libres para pensar por nuestra cuenta, al margen de autoridades y preceptos permanentes.

No uno, sino muchos críticos
En diversas etapas de su historia, El Dominical siempre contó con críticos y comentaristas culturales de muy buen fuste. Esta es, sin duda, una buena ocasión para recordar nombres como los de José María Arguedas, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Carlos Germán Belli, Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Washington Delgado, Antonio Cisneros y Ricardo González Vigil. Por estas páginas desfilaron igualmente críticos de arte como el poeta Jorge Eduardo Eielson, Juan Acha, Mirko Lauer, Jorge Bernuy y Jorge Villacorta. El teatro no se quedó atrás, con firmas como las de Alfonso La Torre (Alat) y Jorge Chiarella. En cuanto al cine, Héctor Boza y Hugo Bravo se internaron más de una vez en los misterios del ecran, labor que hoy continúa Ricardo Bedoya.
EL Comercio, 30 de Mayo del 2008.

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