Georg Lukács |
Escrito en 1913.
En: «Frankfurtcr Zeitung» del 10 de septiembre de 1913
No
salimos nunca de la situación de confusión conceptual: en nuestros días
ha nacido algo nuevo y hermoso, pero en vez de tomarlo tal como es,
queremos encasillarlo por todos los medios posibles en unas categorías
viejas e inconvenientes, despojándolo de su verdadero sentido. Hoy se
interpreta el cine o
bien como instrumento de una enseñanza instructiva, o bien como una
competencia nueva y barata del teatro; por un lado en sentido pedagógico
y por el otro lado' en sentido económico. Pero sólo una minoría piensa
que una nueva belleza es ante todo belleza y corresponde a la Estética determinarla y valorarla.
Un
conocido dramaturgo fantaseó en cierta ocasión que el «cine» (gracias
al perfeccionamiento de la técnica y de la reproducción de la palabra)
podría substituir al teatro. Cuando
se logre esto -opina-, ya no existirá ningún conjunto incompleto: el
teatro ya no estará sujeto a la dispersión local de los buenos elementos
interpretativos; en las obras sólo actuarán los mejores artistas, y
únicamente actuarán bien, puesto que aquellas representaciones en que
alguien no está a la altura no serán captadas por las cámaras. Las
buenas representaciones serán eternas; el teatro perderá su fugacidad
para convertirse en un gran museo de todas las producciones
verdaderamente perfectas.
Este hermoso sueño es sin embargo una equivocación. Pasa
por alto la principal condición del efecto escénico, es decir, la vida
auténtica del actor. Porque la raíz del efecto teatral no se encuentra
en las palabras y en los gestos de los actores o en los sucesos del
drama, sino en el poder mediante el cual un hombre, el vivo deseo de un
hombre vivo, se transmite sin mediación y sin ningún conducto
obstaculizador a una masa igualmente viva. El escenario es el presente absoluto.
Lo pasajero de la representación no es ninguna desgraciada debilidad,
sino más bien un límite productivo: es la necesaria correlación y la
expresión sensible de la fatalidad en el drama. Porque el 'destino es lo
propiamente presente. El pasado únicamente es armazón, bajo el aspecto metafísico es
algo completamente inútil. (Si fuese posible una metafísica pura del
drama, que ya no precisara una categoría meramente estética, no
conocería los conceptos «exposición», «desarrollo», etc.) En cuanto al
futuro, es algo completamente irreal y sin importancia para el destino:
la muerte que cierra las tragedias, es el símbolo más convincente.
Gracias a la representación del drama, este sentimiento metafísico se
acrecienta hacia lo inmediato v patente: la más honda verdad del hombre y
su posición dentro del cosmos se convierte en una realidad evidente. El
«presente», la existencia del actor, es la expresión más manifiesta y
por ello profunda para el aspecto consagrado por el destino en sus
personajes del drama. Porque ser presente, esto es: vivir
verdaderamente, exclusivamente y lo más intensamente posible, ya es de
por sí destino; sólo que la llamada «vida» no alcanza nunca tanta
intensidad vital que pudiese alzarlo todo a la esfera de lo fatal.
Debido a ello, la mera aparición en escena de un actor verdaderamente
importante (por ejemplo la Duse) incluso sin representar un gran drama
ya está consagrada por el destino, ya es tragedia, misterio, servicio
divino. La Duse es la persona completamente presente, en la cual según
las palabras de Dante el essere es idéntico a la operazione. La Duse es la melodía de la música fatal, que debe sonar en toda ocasión sin dcpender del acompañamiento.
La
ausencia de la situación «presente» es la característica esencial del
«cine». No porque las películas fuesen incompletas, no porque los
protagonistas aún se han de mover mudos, sino por el hecho de ser
únicamente movimientos y acciones de hombres, pero no hombres. No se trata de defecto del «cine», sino de su límite, su principium stilisationis. Debido
a ello las imágenes del cine semejantes en su esencia a la naturaleza y
sobremanera fieles a la vida, no sólo por su técnica sino también por
su efecto. no son menos orgánicas y vivas que aquellas del escenario,
sino que su vida es completamente diferente; son -en una palabra- fantásticas. Lo
fantástico no es sin embargo una contradicción de la vida viva, sólo es
un nuevo aspecto de ella: una vida sin presente, una vida sin
fatalidad, sin bases, sin motivos; una vida con la cual lo más íntimo
nunca quiere ni puede identificarse; v aunque anhela -a menudo-dicha
vida, este anhelo se dirige únicamente hacia un abismo extraño, hacia
algo lejano, internamente distanciado. El mundo del «cine» es una vida
sin trasfondo ni perspectiva. sin diferenciación de los valores y de las
cualidades. Pues sólo el presente confiere a las cosas destino y peso,
luz y ligereza: es una vida sin medida ni orden, sin esencia ni valor;
una vida sin alma, de superficie simple.
La
temporalidad del escenario y lo que acontece en ella es siempre algo
paradójico: es la temporalidad y la corriente de los grandes instantes,
la profunda tranquilidad interna, casi transida, eternizada.
precisamente a consecuencia del atormentador y fuerte «presente». Pero
la temporalidad y la corriente del «cine» son puras y claras: la esencia
del «cine» es el movimiento propiamente dicho, la eterna alterabilidad,
el continuo cambio de. las cosas. A conceptos distintos del tiempo
corresponden diferentes principios básicos de
la composición en el escenario y en el «cine»: uno de ellos es
puramente metafísico. alejando de sí todo lo empíricamente vivo, el otro
tan fuerte y exclusivamente empírico y vivo, ametafisico, que debido a
su agudización externa nace una metafísica completamente nueva. En una
palabra: La ley fundamental de la asociación es la inexorable necesidad
para el escenario y el espectáculo, para el «cine» la posibilidad no
limitada por nada. Los instantes aislados, cuya asociación origina la
sucesión temporal de las escenas del «cine», sólo están unidos entre sí
por el hecho de que se siguen de forma inmediata v sin t transición. No
existe ninguna causalidad que los uniese: su causalidad no está frenada o
controlada por ningún contenido. Todo es posible: esta
es la intuición del mundo del «cine», v puesto que en cada instante
aislado su técnica expresa la verdad absoluta (aunque empírica) de este
momento. la vigencia de la «posibilidad» queda suprimida como categoría
contrapuesta a la «realidad»: ambas categorías son equiparadas, se
convierten en una identidad. «Todo es verdadero v real, todo es
igualmente verdadero e igualmente real»: esto nos lo enseñan las
secuencias de imágenes del «cine».
De
este modo surge en el «cine» un mundo nuevo, homogéneo v armónico,
uniforme y rico en cambios, al cual corresponden en los mundos de la
Literatura y de la vida el cuento y el sueño: la máxima viveza, sin una
tercera dimensión interna; una sugestiva unión mediante la simple
sucesión; realidad rigurosa v fiel a la naturaleza v extrema fantasía;
el aspecto decorativo de la vida común. no patética. En el «cine» puede
realizarse todo aquello que el romanticismo había operado -en vano del
teatro: movimiento extremado y no cohibido de los personajes, completa
viven del fondo, de la naturaleza y del interior, de las plantas v de
los animales: pero una viveza que de ningún modo esté unido al contenido
y a los limites de la vida común. Los románticos intentaron por
consiguiente imponer al escenario el carácter fantásticamente cercano a
la naturaleza (le su sentimiento del mundo. Pero el escenario es el
imperio de las almas v de los sentimientos desnudos; todo escenario es,
en lo más hondo de su ser, griego: los
personajes que lo pisan se visten de forma abstracta y representan su
juego del destino delante de unas grandiosas v abstractas salas vacías.
Trajes, decoración. ambiente, riqueza ,,"variación de los
acontecimientos externos constituyen un simple compromiso para el
escenario; en el instante verdaderamente decisivo siempre son superfluos
y por consiguiente resultan molestos. El «cine» sólo representa
acciones, pero no su fondo y sentido, sus personajes sólo tienen
movimientos, pero no alma, y aquello que les ocurre sólo son
acontecimientos. pero no fatalidad. Debido a ello -y al parecer sólo
debido él la actual imperfección de la técnica o las escenas del «cine»
son mudas: la palabra hablada, el concepto sonoro, constituyen el
vehículo del destino; la continuidad obligatoria en la psyché de las personas dramáticas únicamente se forma en ellos y debido a ellos. La substracción de la palabra, y
con ella de la memoria, de la obligación y de la fidelidad hacia sí
mismo y hacia la idea de la propia ipseidad lo hace todo fácil, alado,
frívolo y alegre cuando la falta de palabra se convierte en totalidad.
Lo que tiene importancia en los acontecimientos representados, se
expresa y debe expresarse exclusivamente por medio de sucesos y gestos;
toda apelación a la palabra significa una desentonación de este mundo,
una destrucción de su valor esencial. Pero de este modo todo aquello que
subyugaba la fuerza abstracta y monumental del destino florece hacia
una rica y exuberante vida: tan sobrecogedor es el efecto de su valor
fatal, que ya no tiene importancia ni lo que ocurre en escena; en el
«cine» el «cómo» de los acontecimientos tiene una fuerza que domina todo
lo demás. Por vez primera lo vivo de la naturaleza recibe forma
artística: el murmullo del agua, el viento entre los árboles, el
silencio de la puesta del sol y el bramido de la tormenta como procesos
naturales se convierten en arte (no como en el arte, a través de sus
valores adquiridos en otros mundos). El hombre ha perdido su alma, pero en compensación gana su cuerpo. Su
grandeza y poesía se halla en relación con su fuerza o su destreza al
superar los obstáculos físicos, y su comicidad consiste en su fracaso
frente a ellos. Los progresos de la técnica moderna, completamente
indiferentes para cualquier gran arte, actuarán aquí de forma fantástica
e impresionantemente poética. Por ejemplo, sólo en el «cine» el
automóvil se ha hecho poético, en la secuencia palpitante de
romanticismo de una persecución en rápidos coches. Del mismo modo la
actividad cotidiana en las calles y en los mercados se impregna de vivo
humor y poesía natural; el sentimiento ingenuamente animal de felicidad
del niño tras una travesura lograda o ante la desamparada actitud de
desconcierto de un desgraciado queda configurado de modo inolvidable. En
el teatro, delante del impresionante escenario del gran drama nos
reunimos y alcanzamos nuestros mayores momentos; en el «cine» debemos
olvidar esos momentos culminantes y hacernos irresponsables: el niño,
vivo en toda persona, queda en libertad y se convierte en dueño sobre la
psyché del espectador.
Pero
la verdad natural del «cine» no está ligada a nuestra realidad. Los
muebles se mueven en la habitación de un borracho, la cama vuela con él
-en el último instante aún pudo asirse al borde de su cama, y su camisa
ondea como una bandera en derredor suyo-por encima de la ciudad. Las
bolas con las que se disponía a jugar un grupo de personas se rebelan y
aquellas las persiguen por las montañas y los campos, vadeando los ríos,
saltando sobre los puentes, y subiendo con rapidez altas escaleras,
hasta que por fin también los bolos se ponen en movimiento y recogen a
las bolas. Incluso en un aspecto puramente mecánico el «cine» puede
hacerse fantástico: cuando las películas se proyectan en sentido inverso
y las personas se levantan bajo los rápidos coches, cuando la colilla
de un cigarro va aumentando cada vez más al fumar, hasta que en el
momento de encenderla el cigarro intacto es devuelto a la cajetilla. O
bien invertimos las películas, de manera que vemos actuar a unos
extraños seres que desde la Pantalla se lanzan de repente hacia la
profundidad, escondiéndose allá como orugas. Son cuadros y escenas de un
mundo como lo fue el de E. T. A. Hoffmann o de Poe, el de Arnim o de Barbey d'Aurevilly -con
la diferencia de que su gran poeta que los habría interpretado y
ordenado, que habría salvado su fantasía sólo técnicamente casual en un
estilo puro, aún no ha llegado. Lo que ha llegado hasta hoy nació de
manera ingenua y a menudo en contra del deseo de los hombres, sólo a
partir del espíritu de la técnica del
«cine»: pero un Arnim o un Poe de nuestros días hallaría aquí para
ansiedad escénica un instrumento tan rico e internamente adecuado, como
lo era por ejemplo el escenario griego para Sófocles.
Es cierto: un escenario del reposo de
uno mismo. un lugar de diversión, de la más sutil y la más refinada. de
la más ruda y primitiva a la vez, pero nunca la diversión edificante y
de elevación, fuese cual fuese su clase. Pero precisamente por ello el
«cine» verdaderamente desarrollado y adecuado a su idea puede despejar
el paso para el drama (una
vez más: para el drama verdaderamente grande. y no para aquello que hoy
es llamado «drama»), El drama ha desarraigado casi por completo de
nuestros escenarios el impulso insuperable de diversión: desde las
novelas dialogadas por entregas hasta las novelas fuertemente anémicas o
las acciones de grandes palabras vacías, lo podemos ver todo en el
actual escenario -con la sola excepción del drama. El «cine» puede
realizar aquí la clara división: posee la capacidad de estructurar
aquello Que pertenece a la categoría de la diversión y puede ser
manifestado, de modo más efectivo y a la vez sutil de lo que puede
hacerlo el teatro. Ninguna tensión de una obra de teatro podría competir
en intensidad de movimiento con la ofrecida aquí, la naturaleza
figurada en escena apenas es una sombra de lo que se puede lograr aquí, y
surge un mundo de la inanimidad consciente y necesariamente existente,
un mundo puramente externo en lugar de las crudas abreviaciones de almas
que. debido a la forma del drama hablado, deben medirse
involuntariamente y por lo Que las encontramos distantes: lo que en el
escenario era brutalidad, puede transformarse aquí en infantilidad,
tensión propiamente dicha, o en farsa. Y si alguna vez -me refiero aquí a
una meta muy alejada pero por ello más profundamente anhelado por
aquellos que se interesan en serio por el drama-la literatura de
entretenimiento de los escenarios fuese aniquilada por su competencia,
el teatro se vería obligado a cultivar su verdadero significado: la gran
tragedia y la gran comedia. y
la diversión que en el escenario estaba condenada a la crudeza, debido a
que sus contenidos contradicen a las formas del escenario del drama,
puede hallar una forma adecuada en el «cine», que podría ser tan
ajustada internamente y tan verdaderamente artística, aunque en el
«cine» actual no lo sea a menudo. Y cuando se aparta a los psicólogos
sutiles y con aptitudes novelísticas de ambos escenarios, tanto ellos
como la cultura teatral resultan beneficiados y esclarecidos.
De GYÖRGY LUKACS, Sociología de la literatura. Ediciones Península, Madrid, 1973. Traducción de Michael Faber-Kaiser.
Un
libro acerca de las teorías cinematográficas de György Lukács
Lukacsian Film Theory and Cinema
A Study of Georg Lukacs' Writing on Film 1913-1971
Author: Ian Aitken