Thursday, February 25, 2010

DOMINGO DE TETA Y SUSTOS

Domingo de teta y sustos

Por César Hildebrandt

Hace unos días hice lo que había aplazado durante largos meses: ver “La teta asustada”, la película peruana más exitosa y reconocida de todos los tiempos, una obra que, sin ninguna duda, debe tener méritos y excelencias que este columnista, por alguna razón entre las que no se encuentra la cicatería, no pudo (o no supo) encontrar.

Como alguna vez he confesado, soy un viejo cinéfilo que ha pasado grandes momentos de su vida viendo películas de todos los estilos, todos los géneros, todos los directores y todas las calañas.

Me había resistido a ver “La teta asustada” porque temía que no me gustara (“Madeinusa” me había parecido un buen intento fallido) y porque, si así sucedía, tendría que escribirlo y no callarme como hacen tantos a la hora de mirar la dirección de los vientos.

Y al no callarme –pensé- tendría que enfrentar el callejón oscuro de los adocenados y los nacionalistas del culo que están viendo “antipatriotas” hasta en la sopa (en la sopa de Acurio por ejemplo, que es, como se sabe, sagrada).

De modo, que compré “La teta asustada” en una versión formal –soy de los que jamás compra piratería: no soy un “peruano cabal”- y la vi. Quiero decir, la vimos.

Cuando aparecieron los créditos finales no sabía a qué espectáculo había asistido: ¿era sólo una mala película o era el resumen más brioso de la huachafería vagamente progre y de exportación, esa que PromPerú podría auspiciar junto a algunas ruinas sobreestimadas?

Vamos a ver. Los actores de “La teta asustada” no son buenos y al no ser buenos no sostienen una historia hiperbólica que hubiera requerido un registro realista que compensara tanto exceso. ¡Y es que el realismo incluye también lo actoral y eso es algo que el cine sudamericano, con algunas excepciones, no logra entender!

La fotografía de “La teta asustada” combina las postales distantes, los planos abiertos de un observador frío, con algunos primeros planos voluntaristamente dramáticos y sin sentido y con encuadres gaudianos, retorcidos y amputadores. ¿Fue un aporte al cubismo que hubiese brazos cortados, contraplanos a media caña, manitas sin antebrazos, codos sueltos?

La película es un tour para catalanes y berlineses perversones en torno a un país trágico que Claudia Llosa se ha empeñado en hacer cómico (y, claro, así, en clave de humor negro y de sal gruesa, elude rozar siquiera el origen de todo: la raíz social no de la papa sino de la injusticia y la escisión social).

Como comedia varias veces involuntaria, “La teta asustada” es prodigiosa. Que un ginecólogo le diga al tío que recomendará “otro anticonceptivo” a la niña que tiene una papa en la vagina –dando por hecho que el tubérculo cumple esa función- es como para sonreír.

Que una ricachona tenga su palacete junto a un mercado del Perú profundo –realidades encarnizadamente enemigas separadas apenas por una puerta eléctrica-, ¿es una manera de ahorrar platós, agudizar las contradicciones o hacer una caricatura abreviada y en pocos metros cuadrados del Perú?

Que esa misma señora le diga a la protagonista que tome asiento cuando ésta ya está sentada, no es una distracción de vieja pituca: es la enésima tontería de un dialoguista empeñado en construir personajes oligofrénicos.

La señorita Llosa es una militante del realismo mágico, pero tiene un problema: no es García Márquez; es, más bien, la secretaria visual de Isabel Allende.

De allí, de ese almacén ingenuo de realismo mágico en versión “Coquito” salen, en desfile continuo, el barco que va a cruzar un túnel más estrecho que su diámetro y su altura, la poda con tijerita de uñas de la papa intravaginal, la venta de ataúdes con escudos futbolísticos para hinchas del más allá, el hecho de que la señorita Solier se desmaye y sea intervenida en un quirófano mientras mantiene en una mano crispada un puñado de perlas, los matrimonios masivos sin alcalde, la santa conservación inodora de un cadáver de varios días, el rostro aceradamente inmóvil y casi enyesado de la señorita Solier en su papel de víctima de la teta, la transformación repentina e inconvincente de la señora pianista luego de su concierto.

Todo folclórico y apretado, todo hecho para arrancar exclamaciones de risas, horror y condescendencia entre europeos culposos, oenegistas con mucho millaje y amantes del exotismo.

Y casi todos los personajes de la película exhiben una estupidez cacasena -¿de origen viral, hereditario, antropológico?-, como aquella novia que, teniendo un vestido con una cola de varios metros, está descontenta porque quiere más tela para más cola y que termina, como idiota mayúscula, subiendo al podio inverosímil que Claudia Llosa le ha puesto, no por los peldaños “majestuosos” de aquel armatoste de cartón sino por una escalera de albañil desde la que está a punto de caer.

“La teta asustada” no es una mala película porque retrate con saña de turista pronazi las miserias y pellejerías de la pobreza urbana de Lima ni aluda, con enorme timidez, a las fechorías que sufrieron nuestros campesinos de manos de terroristas y militares. Es mala porque cinematográficamente es un desastre.

La historia no te la crees –no porque sea irreal sino porque está mal contada-, los actores recitan muchas veces frases sin sentido, la señorita Solier canta cuando no debe –es decir, admitámoslo: casi siempre- y hay empalmes que no se explican, lentitudes que nada aportan, destellos visuales –la señorita Solier con una flor en la boca, el despegue de un artilugio impulsado por helio- que terminan por desbaratar la poca lógica interna que le quedaba a la ficción.

El Perú cambió el mundo con el aporte de la papa ancestral. Esta papa intravaginal y casi hidropónica, física y simbólicamente inmunda, no cambiará la historia del cine.

Sé a lo que me expongo con estas líneas. La verdad es que importa un ardite. Peor hubiese sido sumarme al coro extasiado y patriótico de los que creen que el honor nacional está en juego en la ceremonia del Oscar.

Ni conozco ni envidio ni siento nada por la señorita Llosa. Es más, espero que gane el Oscar y que lo disfrute. Pero eso no me impide decir lo que pienso. Tampoco le temo a sus primos fulminantes ni a sus tíos mitológicos ni a sus vínculos especiales con el agitprop ibérico.

Me alegra que haya tenido la suerte de contar con tantas anuencias internacionales y con tantos píos silencios domésticos. Pero de allí a decir que “La teta asustada” es una “gran película”, como la tetudez colectiva ha impuesto aquí y con letras de neón, hay tanta distancia como la que va de la alfombra roja del teatro Kodak a la posteridad de veras bien ganada.

La Primera Lima, 24 DE Febrero del 2010.

Thursday, February 18, 2010

"INVICTUS" DE CLINT EASTWOOD

Crítica:

'Invictus' de Clint Eastwood
Por Carles Rull

Invictus permite reencontrarnos con uno de los grandes cineastas aún en activo, Clint Eastwood, aunque se le eche de menos ante las cámaras. Con Gran Torino ya constató definitivamente que el Eastwood de antaño popularizado gracias a personajes justicieros y solitarios que no dudaban en utilizar los métodos más violentos y expeditivos para sus objetivos, albergaba en realidad a un humanista (el díptico Cartas desde Iwo Jima y Banderas de nuestro padres, fue otra gran muestra). Alguien que abogaba por la paz y la reconciliación.

De este modo, la opción de Eastwood (propuesta por Morgan Freeman) para dirigir la novela best-seller El factor humano de John Carlin es plenamente coherente, y también plausible, al menos por mi parte, dado su marcado carácter humanista y de hazaña. Lo hace a través de la figura del activista político antiapartheid Nelson Mandela, y de cómo siendo presidente electo de Sudáfrica aprovechó la celebración del Campeonato del Mundo de Rugby de 1995 en su país para consolidar su política de reconciliación entre razas. Una empresa para la que contó con el apoyo de François Pienaar, capitán del equipo nacional de Rugby, los Springboks (por entonces, todo un símbolo para los ciudadanos de raza blanca, los afrikáners, de Sudáfrica; y lógicamente, un emblema odiado por la mayoría negra).

Mandela, también conocido con el apodo cariñoso de Madiba, no dudó en utilizar todos los “ladrillos” posibles para reconstruir su nación. Un líder preocupado por un aspecto, en apariencia, tan secundario como es el ganar una competición de rugby teniendo en cuenta los problemas de la delicada administración de su país (con unas arcas gubernamentales vacías de dinero, el crecimiento de la delincuencia o el citado odio entre razas, entre otros). Pero el objetivo se reveló finalmente como “visionario”, una inmejorable estrategia que demuestra la capacidad de generar unión y euforia mediante el deporte, y en un proceso donde los mismos guardaespaldas personales de Mandela irán escenificando esos cambios en forma de reconciliación racial a lo largo del relato.

En Invictus está el excelente buen hacer de Eastwood, calificado desde hace años como “el último director clásico vivo”. Sobriedad y claridad en su puesta en escena. Directa y llena de numerosos matices. Al inicio de la película nos encontramos con unas escenas que nos sitúan perfectamente en ese conflicto racial sudafricano, con hombres blancos practicando el rugby y, en otro extremo, un grupo de niños negros jugando al futbol. Dos bandos opuestos, enemigos y aparentemente irreconciliables.

La visión de Mandela es la más amable (aunque uno de sus guardaespaldas haga, por ejemplo, referencia a que “es un hombre” y tiene sus defectos y errores; así como las breves referencias a su familia rota), encarnado aparentemente sin demasiado esfuerzo para resultar de lo más convincente por Morgan Freeman (también uno de los productores del filme, y quien se hizo con los derechos de la novela cuando apenas era un borrador de una docena de páginas). Freeman,también la opción preferida por el propio Mandela para encarnarlo en la gran pantalla, ha logrado además caracterizar todos los gestos, miradas y tics de su personaje real.

Mientras que Eastwood asume los códigos de la narrativa hollywoodiense más arraigada, con dos personajes, Mandela y Pienaar (Matt Damon); que lo tienen todo y a todos en contra; la abundante distribución de elementos épicos y dramáticos para tocar la fibra sensible del espectador; o potenciar el espectáculo narrativo mediante el empleo de canciones. Un recurso que se relaciona con la práctica, también usada tanto por Mandela como por Pienaar, de recurrir a canciones a modo de himno para levantar la moral de los suyos, fueran jugadores o ciudadanos, según el caso.

Pero la película acaba siendo repetitiva y con una sensación final de irregularidad. Gran cine mezclado con otro de más convencional y tópico. Y aunque hay méritos más que evidentes en Invictus, mi sensación final es que acaba siendo una mera ilustración, aunque con destellos muy competentes en ocasiones, de la letra de John Carlin.

¿Invictus Eastwood?


Durante gran parte del metraje (al que le sobran bastantes minutos) creí estar viendo, de nuevo, una magnífica película de Eastwood. Pero lamentablemente no es ya que Invictus acabe resultando demasiado blanda y acomodada a su visión de tributo a Mandela. Es que resulta también excesivamente machacona y simple, especialmente en uno de los tramos donde mejor debería funcionar: los cuarenta minutos finales. Por momentos se hace difícil discernir si se está viendo el filme de un maestro o bien un anuncio de refrescos “la chispa de la vida”, de burbujeantes y espumosas cervezas tipo “allá donde va triunfa” o de ron caribeño. ¡Esos planos de amistad y complicidad entre la madre de Pienaar y su criada negra en el estadio!, o el montaje de secuencias del niño negro escuchando el partido junto a unos policías blancos, las típicas estampas de gente reunidad en un bar ante un televisor… recursos fáciles, demasiado, sobre todo para alguien de la categoría de Eastwood.
Viernes 29 de Enero del 2010.
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